Título original: Central Station
Idimoa original: Inglés
Año: 2016
Editorial: Alethé (2018)
Género: Novela (Ciencia ficción)
Traducción: Alexánder Páez
El futuro más futuro
Desde que se anunció su creación, hemos estado muy atentos a las evoluciones de Alethé, la nueva editorial especializada en ciencia ficción y fantasía de Esfera de libros. En Libros Prohibidos vamos a hablar de sus lanzamientos, tanto los primeros como los que están por llegar. Y empezamos por Estación Central, novela del ganador del World Fantasy Award, el israelí Lavie Tidhar.
Una diáspora mundial ha dejado un cuarto de millón de personas a los pies de una estación espacial. Las culturas chocan en la vida real y en la virtual. La vida apenas tiene valor, y la información tiene incluso menos.
La Estación Central es el núcleo interplanetario en medio de todo: la Tel Aviv con sus constantes cambios; una potente arena virtual y las colonias espaciales donde la humanidad se ha marcado para escapar de los estragos de la pobreza y la guerra. Todo está conectado por los Otros, poderosas entidades alienígenas que, a través de la Conversación (un torrente inestable de conciencia) suponen el inicio de un cambio irreversible.
En la Estación Central, los humanos y las máquinas siguen adaptándose, prosperando e incluso… evolucionando.
Son muchas las lecturas que hacemos en este portal que tratan sobre el futuro. Como no puede ser de otra manera, hay patrones que se repiten: IA, transhumanismo, injusticia social, megacorporaciones; y esa extraña sensación de caos perfectamente bajo control. Sinceramente, creo que Estación Central es la que hasta ahora mejor ha plasmado todo esto. Su retrato de lo que está por venir es, a un mismo tiempo, completo, intrincado y desconcertante. Creo que Lavie Tidhar llega más allá con esta novela simplemente porque se ha atrevido a hacer posible lo imposible, a retorcer al límite esa imagen de futuro que nuestra generación actual de escritores está pergeñando con el fin de conseguir nuevos resultados. Sus dos principales armas, en mi opinión, son la composición estructural y la elección de los ingredientes.
Calificar la estructura de este libro es algo más complicado de lo normal. Podríamos decir que tenemos un escenario, la Estación Central, en un momento más o menos concreto —aunque luego da la sensación de que las historias que vemos desarrollarse en este libro pueden estar dándose continuamente a lo largo de los años—. A partir de ahí, los relatos de los protagonistas se van vertebrando de forma independiente, usando algunos elementos en común, personajes o subtramas. Poco a poco, con el transcurso de los capítulos, el lector va comprendiendo el papel de cada una de las partes en el todo y, a su vez, también va descubriendo de qué se trata ese todo. Lo que en principio se muestra críptico, raro, incluso absurdo, va tomando forma y su lugar dentro de un mapa que, una vez que somos conscientes de su verdadera dimensión, da vértigo.
Y esto último, amigos, nos da pie a hablar de la elección de los ingredientes. Supongo que conocéis el juego de habilidad Jenga, en el que los jugadores tienen que ir quitando unos palitos de madera de una torre sin que la estructura se desmorone. Pues Lavie Tidhar hace lo mismo en Estación Central, pero al contrario; su juego es ir agregando elementos —manipulación genética, mundo virtual, implantes electrónicos, colonización espacial, robots, extraterrestres…— a la torre sin parar. Lo normal es que uno espere que el siguiente elemento haga que todo se venga abajo por sobrepeso, o desequilibrio, o simple monstruosidad. Sin embargo, y aquí viene lo alucinante, la torre nunca se termina de desmoronar. Crece y crece formando un escenario cada vez más complejo, sí, pero también más redondo y armónico y, aunque parezca una locura, más comprensible. Podríamos temernos aquí una muerte por desidia y empacho, pero lo que nos encontramos es una obra poliédrica maravillosamente ejecutada.
Ibrahim era anciano. Deambulaba por allí cuando todavía quedaban naranjas. En una ocasión, barcos de vapor atracaron en Jaffa y los camellos transportaron las naranjas shamouti hasta el puerto, donde pequeños botes las cargaron en los barcos que aguardaban. Siempre había sido el núcleo de las redes globales. Las naranjas iban a Inglaterra, a los puertos de Manchester, Southampton y Plymouth. Las habitantes de aquellos lugares todavía recordaban la naranja de Jaffa.
Decir que el autor ha corrido riesgos a la hora de acometer semejante estructura sobra, claro. No es un libro de fácil lectura, sobre todo en el momento más crítico, sus primeros capítulos. La narración parece caótica, los datos no casan bien, los personajes no terminan de funcionar y es, en definitiva, muy fácil perderse. Escribo esto sabiendo que no todos los lectores conseguirán pasar del primer tercio. Y me da pena; por ellos. En este caso, los más pacientes se llevarán la recompensa de disfrutar de uno de los libros más sorprendentes y únicos que ahora mismo se pueden encontrar en la ciencia ficción. Palabras mayores.
Redefiniendo la distopía
Una cosa que deja el autor en el aire, como de pasada, es la sensación de no-distopía del texto. Esto, que bien podría parecer un nuevo intento del reseñador metiéndose en un berenjenal, es un elemento que sobrevuela la novela desde el principio y no por casualidad. ¿Es Estación Central una distopía? Por su temática podría decirse que sí, no obstante, la narración nunca llega a valorar tal extremo. No hay un poder organizado especialmente interesado en oprimir a la gente, y pese a ello las clases bajas son numerosas y sufren. No hay oscuros intereses detrás de la realidad, pero la población parece vivir en la ignorancia. No ha habido un gran cataclismo o evento importante que lo ha cambiado todo y que, por su culpa, el mundo es como es; más bien parece que todo ha seguido una evolución lógica del mundo en el que estamos viviendo nosotros. Y es ahí justo donde quiero llegar: Lavie Tidhar nos presenta un futuro sombrío y estéril, no como consecuencia de algo especial, sino como paso natural de lo que estamos construyendo hoy en día. Estación Central, por lo tanto, es una distopía, pero no más que nuestro presente. Como se diría en De acero y escamas, «distopía es ahora».
Kranki apareció a su lado. Miriam no lo había visto venir, pero el chico tenía la maña, como todos los niños en la estación, de aparecer y desaparecer cuando se le antojaba. Kranki los vio sonreír y los imitó. Miriam lo cogió de la mano. Estaba templada.
—No hemos podido jugar —se quejó el niño. Una aureola rodeaba su cabeza, pequeños arcoíris refractarios en las gotas de agua prendidas de su pelo corto y puntiagudo—. Ha empezado a llover otra vez.
Los miró, lleno de una sospecha infantil.
—¿Por qué sonreís?
Miriam observó a Boris, aquel hombre a quien la persona que ella fue había amado una vez.
—Será por la lluvia —dijo.
¿Aprenderemos la lección? Lo dudo, y por eso también creo que este libro presenta el futuro de una forma más fiel y posible que ningún otro. Os animo a darle un tiento. A lo mejor dentro de unos años es considerada una obra de arte.
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Foto: Lee Aik Soon. Unsplash