Pese a la falta de la necesaria perspectiva histórica, parece razonable sugerir que vivimos un momento histórico complejo, con multitud de aristas y corrientes encontradas, en el que cualquier futuro posible (desde la represión violenta de determinados colectivos a la construcción de una sociedad igualitaria y más justa) resultaría cabal. Así, y circunscribiéndonos solo a la nación española, a la reciente legislación que legitima el voto de las personas con discapacidad intelectual o a la multitudinaria manifestación feminista del 8 de marzo acompaña del surgimiento de partidos de extrema derecha, voces que reivindican la herencia franquista o leyes que restringen el derecho a la libertad de expresión.
En ese contexto, la lectura o relectura de literatura distópica parece presentarse como un marco desde el que aventurar direcciones posibles e incluso organizar acciones de resistencia. En concreto, la distopía feminista puede iluminar la dialéctica entre las reivindicaciones del colectivo y la consiguiente reacción represiva de los grupos que ostentan el poder. Sin embargo, la propia lógica capitalista, en la medida en que es capaz de absorber, deglutir, reciclar y devolver elementos de resistencia bajo la forma de bienes de consumo, podría transformar ese original anhelo en una manera más de alimentar al sistema, es decir, de estabilizar esquemas de pensamiento bajo el disfraz de las reivindicaciones feministas.
Voz y El cuento de la criada: similitudes y diferencias
Tras el lanzamiento en España de Voz, novela escrita por Christina Dalcher en 2018 y a cuya presentación en Madrid pude acudir gracias a La nave invisible, numerosas críticas la han puesto en relación con El cuento de la criada. Tanto en la propia sinopsis de la obra, así como en blogs especializados, y también en prensa escrita, se destacan las similitudes entre ambas. Y lo cierto es que aparentemente las semejanzas son numerosas: un mundo en que las mujeres sufren una represión terrible en una época inmediatamente posterior a la nuestra. Un régimen totalitario impuesto por ideólogos cristianos. Un amante, un marido, una amiga comprometida con los derechos civiles. Incluso el esquema narrativo, en el que se alternan narraciones del tiempo presente y retrospecciones hacia el pasado, es similar. También el uso de la primera persona como un monólogo interior.
Sin embargo, y dejando de lado cuestiones relativas al valor estético de ambas novelas (o tomándolas en cuenta pero solo a efectos del esquema de pensamiento que provocan), es posible advertir determinados mecanismos que operan en direcciones opuestas. Así, en Voz los personajes ocupan posiciones fijas, en un organigrama que distribuye las posiciones entre «bueno» y «malo»y las mantiene así a lo largo de toda la narración. De esa manera, las mujeres ocupan de manera general la posición de «bueno» (aunque también hay algunos hombres buenos) y los hombres la posición de «malo» (aunque también hay algunas mujeres malas). Aún cuando determinados personajes transitan de una a otra , lo hacen sin solución de continuidad, pasan de «bueno» a «malo» o viceversa reforzando la idea de que solo esas dos posiciones son legítimas y de que además son opuestas y personificables. A este par se añaden otros conceptos bimodales relacionados por oposición: «víctima» y «culpable», «opresor» y «oprimido». Para el lector es fácil identificarse con los buenos y repudiar a los malos, de manera tal que al final de la obra celebre la restauración del estado previo de cosas como un triunfo del bien sobre el mal, e identifique el mal como una anomalía que comienza y termina entre las páginas de la novela.
En El cuento de la criada las cosas son diferentes. En un contexto determinado por relaciones de poder, el poder mismo se expresa estratificando posiciones: las Marthas, las Esposas, las Criadas, los Comandantes, las Tías. Cada uno de ellos cumple un rol previamente definido y bien delimitado, organizado según una lógica de recompensas y, sobre todo, castigos. El poder, como si siguiera la línea de análisis desarrollada por Foucault en Vigilar y castigar, está marcado en los cuerpos y distribuido en los espacios. A las Criadas corresponden una manera determinada de caminar, un habitáculo determinado, unas horas determinadas. En el día de la Ceremonia, todo el ritual se orienta a regular partes de los cuerpos y organizar posiciones: Defred debe estar acuclillada, no debe mirar al Comandante, debe entrelazar sus manos con las de la Esposa, debe apoyar la cabeza entre sus piernas. Aquí la transgresión se expresa en cuestiones aparentemente nimias, que reflejan el grado de exhaustividad del sistema de poder: disponer de una cerilla, mirar la luna o tocar a una puerta.
Por otro lado, el poder también incorpora y legitima ciertas transgresiones, pero siempre según unas normas que le pertenecen y refuerzan la violencia de las relaciones que establece: así, el Comandante puede hacer uso de sus prerrogativas y jugar al Scrabble con Defred, pero no al contrario; las Criadas pueden mutilar a un hombre, pero solo si las Tías se lo permiten y solo entre silbido y silbido.
En este contexto, los valores «bueno» y «malo» no están tan claramente definidos. No se trata tanto de una lucha del bien contra el mal como de una reflexión acerca de lo ilegítimo o lo impropio como elemento subversivo. En la novela, no es propio de las mujeres desear o leer; y eso es precisamente lo que Defred hace. Si tomamos la figura del amante (Lorenzo en Voz y Nick en El cuento de la criada) podemos ver más claramente estas diferencias. En el caso de Lorenzo, encontramos un personaje cristalino y transparente, que desde el principio hasta el final se encuentra del lado de los buenos, que posee los rasgos exóticos del amante latino y que además juega un papel determinante en la resolución de la novela: es protector, inteligente, audaz, cariñoso y muy activo sexualmente. Sin embargo, el personaje de Nick es mucho más ambiguo: no hay una descripción clara de sus rasgos físicos, Defred apenas sabe nada de él y en todo momento duda acerca de su identidad: en la novela, aunque se sugiere que pertenece a Mayday, se deja abierta la posibilidad de que sea un Ojo. Ninguna de las conversaciones que mantienen aclara nada sobre sus intenciones. Y sin embargo Defred desafía al Comandante, a la Esposa e incluso al propio Nick llamando a su puerta por las noches y acostándose con él, de la misma manera que se aventura a conversar con Deglen sin saber qué identidad oculta. En estas transgresiones ilegítimas y prohibidas, en las que se desplazan posiciones y en las que la posibilidad del castigo está siempre presente, se juegan todos los actos de resistencia de la novela.
Metáfora y subversión
Si aceptamos la idea de que los sistemas de exclusión se articulan en esquemas bimodales (hombre/mujer, blanco/no blanco, heterosexual/homosexual, etcétera) y de que (con Gilles Deleuze o con Judith Butler) desplazar los límites o las fronteras entre ellos puede generar principios de resistencia, parece que obras como Voz, en la medida en que fijan y distribuyen posiciones bimodales y marcan límites entre ellas, no pueden sino operar como productos ambivalentes que pretenden a la vez oponer resistencia y realimentar al sistema. Si en su presentación más superficial se muestran como un ejercicio de denuncia del patriarcado, en una lectura más profunda se descubren manejando los mismos esquemas conceptuales que lo perpetúan: tradicionalmente el bien se identifica con lo masculino y el mal con lo femenino, y en cualquier caso la rigidez del modelo conceptual impide desplazamientos o tránsitos. En ese sentido representan la posibilidad de absorción de la resistencia feminista frente al patriarcado de la manera más cruel posible: bajo la forma de productos diseñados según estrategias de marketing capitalistas y consumidos como un bien más entre otros, a los que la etiqueta de «feminista» se les añade como un incentivo para estimular la compra.
Por el contrario, resultará mucho más complejo reabsorber literatura en la que de una u otra manera se dinamiten esos esquemas bimodales, ya que el propio ejercicio de desplazamientos o entrecruces violenta el sistema en el que paradójicamente se inscribe. En ese sentido, El cuento de la criada puede interpretarse a la vez como una proyección y como una advertencia, en la medida en que describe con una exactitud estremecedora la operatividad de los sistemas de poder patriarcales y sus atribuciones bimodales de legitimidad e ilegitimidad, así como la gestualidad de los posibles actos de subversión.
Una de las figuras retóricas que más y mejor utiliza Margaret Atwood es la metáfora. Las metáforas, inscritas en el modelo del monólogo interior, se pueden interpretar también como formas de subversión. Si los conceptos de verdadero y falso, tal como indicaba Nietzsche en Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, se asientan sobre metáforas estabilizadas y fijadas a lo largo del tiempo, y si en El cuento de la criada lo verdadero es el horror, el poder y la violencia en las relaciones, la continua construcción de metáforas no puede ser sino la reivindicación de lo falso, de lo ilegítimo, de lo que en ese sistema de opresión ha sido previamente rechazado: la posibilidad de desplazar los límites en favor de otro mundo posible.