Hoy voy a hablar de ciencia ficción, de literatura, de cultura popular, de traspasar fronteras, de existencialismo, de religión y miedos profundos. Y, por supuesto del transhumanismo. Este artículo no pretende sentar cátedra ni establecer verdades, es una simple aproximación a un debate que, en realidad, ya se está produciendo, al menos en el mundo creativo —todavía no puede ser llevado a la práctica—. Toma asiento.
Lo más seguro es que ya te hayas topado con el transhumanismo en algunas de sus variantes, sobre todo si eres amante de la ciencia ficción, pero es posible que todavía no sepas del todo qué es. Se trata de la práctica de mejorar las capacidades humanas mediante añadidos tecnológicos. Siguiendo esta definición, hoy en día nos encontraríamos en un estadio primitivo de transhumanismo con las actuales prótesis, marcapasos o audífonos. Otros elementos como gafas o smartphones ya no se considerarían añadidos, ya que siguen siendo elementos externos a nosotros —por el momento solo interactúan con nuestros organismos de una forma temporal y superficial—. Partiendo desde ahí podemos hablar de implantes más potentes que todavía no existen como miembros biónicos, ojos mejorados, memorias ampliadas. Las posibilidades son casi infinitas.
Pero este post no pretende hablar de los distintos tipos de transhumanismo. Para ya eso ya contamos con excelentes artículos como este —y este otro— de David Olier, este de Alejandro de Valentín, o este otro de Carlos Pérez Casas, por poner algunos buenos ejemplos. El objetivo aquí es adentrarnos en las implicaciones profundas, el significado y consecuencias de lo que muchos autores vienen tratando en los últimos años y que se está erigiendo como el tema top en la ciencia ficción actual. Estamos hablando de un futuro posthumano, un escenario en el que hayamos trascendido nuestra propia naturaleza orgánica.
El transhumanismo trascendental
Bajo la premisa dada, es fácil encontrar ejemplos de transhumanismo en la literatura y el cine, no ya solo actual, sino de varias décadas atrás. En Un mundo feliz (1932), por ejemplo, ya nos encontramos con la modificación genética —incluso cuando todavía esa posibilidad no había sido descubierta— para conseguir una sociedad perfecta mediante la creación de distintas castas de trabajadores eficientes y especializados. Podríamos hilar un poco más fino y encontrar las raíces de este fenómeno en la que se considera la primera obra de ciencia ficción, Frankestein o el moderno Prometeo, de Mary Shelley.
Y desde ahí ha sido un no parar: Robocop, Gattaca, Johnny Mnemonic, The Matrix, Ghost in the Shell y una lista que es casi interminable. Son obras que han arraigado en la cultura popular y que, de alguna manera, dan forma al concepto universal de «futuro». Futuro, por cierto, casi siempre visto tras un cristal de pesimismo y oscuridad que roza el terror. Es el caldo de cultivo de las distopías y los mundos cyberpunk.
Esto nos lleva a lo que más nos interesa. Las nombradas mejoras corporales alcanzan una profundidad metafísica cuando tocan la posibilidad de que los humanos puedan trascender el cuerpo físico y descargar la conciencia en un entorno informático. Así, la conciencia dejaría de ser un ente incomprensible para poder cuantificarse, traducirse a lenguaje binario. La esencia del ser humano, eso que se ha denominado alma, de alguna manera dejaría de estar atada al cuerpo. La debilidad, la incapacidad para ciertas tareas, la enfermedad, la decadencia, la muerte; todo eso dejaría de ser un imperativo para convertirse en un molesto requisito propio de edades arcaicas y de criaturas poco evolucionadas.
Este concepto, aunque no es nuevo, es lo que he bautizado en este artículo como «transhumanismo trascendental» y cada vez es más común encontrarlo en las obras de ciencia ficción. Es el tema de moda, casi una obsesión. Solo mencionando libros que han aparecido en esta web en los últimos meses tratando esto podemos enumerar Mala racha, UNO, Carbono Modificado o Estación central. Y más que tenemos a la espera de reseña.
Pero tal vez el ejemplo paradigmático sea la serie Black Mirror, especialmente la temporada cuarta —última emitida en el momento de escribir este post—, que ha llevado esta realidad trascendental al gran público. Esta serie ha explotado con saña la parte negativa de este humanismo trascendental. Solo con mencionar capítulos como «Blanca Navidad» —trata el negocio de crear copias digitales de las personas—, «USS Callister» —un hombre recrea su serie favorita con copias digitales de personas reales—, o «Museo negro» —entre otras muchas cosas, la conciencia de una madre impedida es trasvasada al oso de peluche de su hija—, podemos ver lo aterrador que puede ser perder nuestro cuerpo. De alguna manera, eso significaría perder nuestro libre albedrío, ser más fáciles de manejar.
Pero resulta que Black Mirror también nos ofrece la parte más positiva de este futuro posthumano con capítulos como «San Junipero» donde **ATENCIÓN SPOILER** dos enamoradas viven por siempre en un amable e idealizado entorno informático **FIN DEL SPOILER**. Esto nos lleva a una tensión más que interesante entre la visión positiva del transhumanismo y la negativa.
Memento mori
La incomprensión del universo y nuestro papel en él han dado lugar a prácticamente todas las supersticiones, religiones, profecías, adoctrinamientos y filosofías. Esto ha sido así desde el principio de los tiempos y ha pervivido hasta nuestros días. Seguimos sintiéndonos perdidos pese al desarrollo de la ciencia. Seguimos temiendo a la muerte. Nuestras dudas existenciales siguen ahí y están muy vivas. Esto hace que afrontemos un momento peligroso como especie.
A día de hoy, la ciencia ha demostrado como falsos muchos de los principales postulados de las religiones. Bastante eficientemente, además. Cada triunfo de la ciencia es una derrota para las religiones, pero estas, sin embargo, siguen resistiéndose a desaparecer. Y es que por el momento la ciencia es ineficiente a la hora de garantizarnos lo que sí prometen las religiones: el más allá, la vida después de la muerte o dicho de otra manera, la inmortalidad. A eso nos referimos cuando decimos que estamos en un momento peligroso como especie. Manejamos pruebas que apuntan a que las religiones son falsas, pero, al mismo tiempo, somos conscientes de que no tenemos todas las respuestas, especialmente aquellas más requeridas: las existenciales. Podría decirse que la ciencia ahora mismo necesita cierta porción de fe, una cosa que ella misma ha demostrado que es un error. En esa paradoja nos movemos en el primer cuarto del siglo XXI.
Y esta sensación de vacío nos viene de que no sabemos cómo lidiar con la muerte. Somos incapaces de concebir que, llegado un momento, dejaremos de existir. Esto explica las religiones o que los latinos ya hablasen de la importancia del memento mori: recuerda que vas a morir, así que no te olvides de vivir, aprovecha el momento. Y también explica que en 2018 nos podamos encontrar con herramientas como WeCroak, una aplicación que te ayuda a ser consciente de tu propia mortalidad invitándote a meditar sobre ello mediante cinco recordatorios aleatorios al día.
Nos da miedo la muerte, no sabemos cómo afrontarla. Tratamos de manejar el cese de nuestra propia existencia de cientos de formas distintas y no terminamos de conseguirlo. Tememos la muerte mucho más que perder la libertad. Porque podemos tener cierta sensación de libertad, más o menos real, más o menos limitada, pero lo que de ninguna manera podemos tener es la inmortalidad. Eso explica que la cadena perpetua se perciba como un castigo más leve que la pena de muerte.
El inmortalismo y el deseo de la vida eterna
De modo que si aparece la posibilidad de disolver de un plumazo las cuestiones existenciales fundamentales y entregarnos la vida eterna, ¿qué pensáis que pasaría? Yo creo que correríamos a abrazarlo sin dudar. Las religiones y la filosofía quedarían relegadas a la nada en cuestión de años. Menos incluso.
Una técnica científica que nos permita vencer los problemas de nuestros cuerpos físicos, que nos ayude a vencer las enfermedades, la decadencia, la debilidad, en una palabra, que nos permita BURLAR la muerte, se convertiría sin oposición en la única fe. Una fe en la que ni siquiera hace falta creer. Solo existir. Para siempre. Esta filosofía es el inmortalismo.
De ahí la victoria del transhumanismo trascendental en la ciencia ficción actual: el inmortalismo nos plantea la deseable posibilidad de trascender nuestros propios cuerpos y convertirnos en una nueva especie digital que no tiene por qué estar atada a un mismo soporte; una especie inmortal. No obstante, y por supuesto, hay que tener en cuenta las implicaciones negativas de posible falta libertad ya mencionadas. Y también valorar cuestiones que ya encontramos en la literatura actual, como: ¿la nueva especie posthumana reemplazará a la actual?, ¿convivirán ambas en un mundo desigual?, ¿se diluirá la conciencia individual en una global?, ¿alcanzaremos con ello un estadio cognitivo superior?, ¿será la solución a nuestros problemas como especie o solo un punto y seguido?
Pero poniendo lo bueno y lo malo a ambos lados de una balanza, creo que el deseo de la vida eterna puede con el temor a perder la libertad. Y, ojo, no digo que sea preferible. A lo mejor nos arrepentimos de esto en el futuro. Muy posiblemente.
Conclusión
El temor a la muerte ha sido el motor de innumerables obras de arte a lo largo de la Historia. El inmortalismo es la primera «filosofía» que nos ofrece de una forma inquietantemente verosímil la posibilidad de la vida eterna desde la ciencia y sin implicar magia ni supersticiones. Por eso mismo, pese a su reverso tenebroso, el transhumanismo trascendental está excitando a la ciencia ficción actual, dando lugar a cierta obsesión sobre esta temática. Estamos ante la última frontera creativa de la cifi. ¿Cuánto tardaremos en cruzarla? ¿Y cómo será lo siguiente?
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Foto de portada: Alex Iby. Unsplash.
Foto interna: H. Heyerlein. Unsplash.