Álvaro J. Perdigones: Música

Este relato se adhiere a la iniciativa #leeorgullo, que busca visibilizar a los autores del colectivo LGTB y los textos que traten del mismo durante el mes de junio de 2019.

1921

Era una mañana de verano y el sol reinaba sobre todas las cosas. Aún había lugares cerca de Breslau que no se habían convertido en fábricas y todo cuando había alrededor eran árboles y tranquilidad. A veces, las ramas dejaban ver el Oder, a unos cien metros del camino, destellando en todas direcciones, surcado de pequeñas embarcaciones de transporte.

Nadia pedaleaba con fuerza por el camino de tierra. Los guardabarros tintineaban como acompañamiento del crujir del suelo contra las ruedas y un leve chirriar de la cadena, que días más tarde le jugaría una mala pasada.

Conducir tan deprisa por aquella senda no era la opción más sensata, pero tenía prisa más allá de la prisa. Ni una hora atrás, todo a su alrededor era serenidad, pues necesitaba toda la atención posible para cumplir su objetivo. Siempre se había sentido un poco tonta: los números nunca le habían resultado amistosos, no era buena tocando ningún instrumento y su caligrafía dejaba mucho que desear. Quién hubiera pensado que unas letras pobremente escritas habrían dado con la clave.

Ahora, sentía que cada segundo que transcurría acortando la distancia entre su posición y la habitación de Sarah era como lanzar un lingote de oro al fondo del río. Poco a poco, la mansión Altbaum iba dejándose entrever, su característica fachada de piedra anaranjada en la que la hiedra no agarraba y sus tejados rojizos con chimeneas de azulejo de Lavirotte. Enfiló el camino principal a pocos metros de la cancela de entrada, que estaba abierta y era tan ancha que podían pasar dos coches por ella. Rodeó la placita ajardinada frente a los escalones de entrada y dejó la bicicleta tumbada al pie de la escalinata.

A pesar de su tamaño, no vivía mucha gente en la mansión. A esa hora, solo se cruzó con Lotte al pasar por delante de la puerta del comedor. La saludó sin detenerse, el tiempo justo para que sus miradas se cruzaran y se sonrieran mutuamente. Había entrado en el servicio de los Altbaum gracias a su madre y quizás por eso siempre la había tratado con especial cariño.

Subió los peldaños de la escalera noble de dos en dos, abrazando su cartera de piel marrón, en la que abultaba el objeto de los deseos de todas las chicas y chicos de su edad.

Sarah la había oído acercarse desde que dejó caer al suelo la bicicleta. Escuchaba sus pasos en el mármol del corredor de la primera planta, según terminaba de meterse la blusa por debajo de la falda y darse un par de golpes de cepillo en su melena color miel. Fantaseó con un cabello corto, como las jovencitas francesas, una vez más delante del espejo. Después, se levantó y caminó hasta la puerta.

Casi cayeron al suelo cuando Sarah irrumpió en la habitación como un perro que ha pasado el día solo. Sin espacio para detenerse, chocaron y trastabillaron hasta dar contra la cama de recia madera.

Tenía el pelo pegado a la frente, las mejillas encarnadas y la respiración casi ahogada. Aun así, parecía haber guardado algo de resuello para darle la noticia.

―¡Lo tengo, Sarah! Lo he descifrado.

―¿Qué?

―Esta misma mañana…

Sarah se abrazó muy fuerte a ella. Sintió el sabor salado del sudor de su cuello en los labios, fruto de la pedalada.

―¿Lo dices en serio? Pero, ¿cómo…? —Sarah detuvo la pregunta. Sabía bien que la forma en la que alguien ha resuelto el código de Voynich no puede revelarse.

―Quería que lo supieras antes que nadie. Ahora solo tengo que leer el manuscrito y todo cambiará ―Nadia no podía disimular su entusiasmo.

―Sí. Todo cambiará ―dejó escapar Sarah, mal disimulando su pesar.

Sarah sabía hacía tiempo que el momento llegaría más pronto que tarde y que sin duda alguna Nadia sería la que lo consiguiera primero. Intentó tragarse el nudo de su garganta.
Nadia cerró la puerta de la habitación y echó la llave.

―¿Qué haces? Me prohíben… ―titubeó Sarah.

―Lo sé. ―Nadia se había arrodillado delante de ella y le tomó ambas manos. Besó su rodilla izquierda y le sonrió. Desde arriba, era difícil distinguir a Nadia de un ángel.

Nadie las molestó durante la hora larga que pasaron encerradas. Cuando salieron al pasillo, estaban seguras de haber forjado el recuerdo más hermoso de sus vidas. Se soltaron las manos y bajaron a la cocina a apaciguar el hambre.


1931

El recibidor del Théâtre des Champs-Élysées era el lugar perfecto para asomarse a la grandiosa complejidad de la sociedad parisina. La política se mezclaba con la expresión artística como si, de repente, el agua hubiera decidido aceptar al aceite en su seno.
Hacía calor y Nadia no se había separado del abanico de plumas moradas desde que entrara en la sala de conciertos. La alfombra sobre la que caminaba parecía una extensión de su vestido rojo.

Finalmente, una voz a su espalda puso fin a su disimulada búsqueda.

―Ese color no es la moda actual. Los hombres podrían llamarte atrevida.

Se giró. Trató de contener su asombro.

―¿Y las mujeres?

―Estarán demasiado ocupadas envidiándote.

Seguía siendo Sarah, de eso no cabía duda. Su vestido corto de tul blanco repleto de perlas era mucho más descarado de lo que habría esperado de ella. El pelo a lo garçon, desde luego, era lo más llamativo. Había engordado, de manera que la frágil niña bien ahora parecía una enfermera veterana.

―Odio no poder darte el abrazo que te prometí en mi carta ―se excusó Nadia.

―Ya tendremos tiempo. ¿Qué te parece París?

―Nunca había estado en una ciudad tan grande, tan poblada… Sinceramente, todos parecen estar un poco locos aquí.

Rieron con complicidad. Nadie parecía entender el alemán a su alrededor.

―Así que, al fin, descifraste el código Voynich ―dijo Nadia.

―Estaba a punto de abandonar. Mis padres no dejaban de presionarme para casarme con Joseph Herzfeld…

―¿«Brillante» Herzfeld? ―Nadia se llevó una mano a la boca.

Sarah asintió, y volvieron a reír.

―No dejo de mandarles noticias de vez en cuando. No les cuento todo lo que hago, claro, pero hago lo posible por que no se preocupen.

―¿Incluyes tus reuniones con comunistas en ellas?

A Sarah le cambió la cara. Algunas cabezas cercanas se giraron hacia ellas. Quizás Kommunist no se diferenciaba demasiado de communiste, pero Nadia no lo había valorado hasta ese momento.

―Será mejor que busquemos nuestros asientos.

Desviaron la atención hablando de Pulcinella con sus extraños decorados y vestuarios obra de un tal Picasso, a quien Sarah había conocido semanas atrás. Detuvieron la conversación tan pronto la música comenzó a sonar y no fue hasta el aplauso final que Nadia se acercó a su oído:

―Perdóname, Sarah.

―Has estado toda la obra pensando en eso. No te tortures más, esto no es Silesia.

―Me gustaría poder cenar contigo. Me han hablado de un lugar muy cercano a mi hotel.

―Tonterías ―replicó Sarah―. Esta noche eres mi invitada.

Los taxis esperaban en ordenada fila a la salida del teatro. Era una tarde estupenda para pasear, pero la distancia no hacía que fuese del todo buena idea. Recorrieron el centro de la ciudad, rebosante de actividad. Las calles estaban llenas de coches a motor, los paseantes se guardaban de caminar por medio de las calzadas y las cruzaban con cuidado.

―¿Qué es aquello? ―preguntó Nadia.

―Le Sacré Coeur de Montmartre.

―Es hermosa. ¿Vives por aquí?

―Mi ventana da a la fachada trasera.

―Y, ¿es este lugar el paraíso bohemio del que todos hablan?

―Ha vivido momentos mejores ―suspiró Sarah.

Nadia siguió mirando por la ventanilla. Pensó en qué decir y, una vez lo encontró, Sarah tomó la palabra antes de que abriese la boca.

―Puedo leer las mentes ―explicó Sarah.

―¿Lo estás haciendo ahora conmigo?

―No es aposta. Estoy aprendiendo a manejarlo. Lo siento.

―Siempre pudiste hacerlo conmigo sin necesidad de poderes. Aunque eso explica por qué me han mandado a buscarte. ¿Es el único que has desarrollado?

―Por supuesto que no. ¿Es que tú solo tienes uno?

―No ―respondió Nadia.

―Y, supongo, no puedo negarme a aceptar este trabajo.

―Quizás deberías esperar a que te lo cuente para saber si te gusta.

―Nos podemos ahorrar la explicación ―concluyó Sarah.

―¿Entonces?

Sarah le sonrió y le cogió una mano.

―Vamos a cenar, ponernos al día y mañana por la mañana hablaremos de trabajo. ¿Te parece?

Nadia asintió y le apretó la mano.

Ya era de noche y el humo de dos cigarrillos se escapaba por la ventana abierta del dormitorio. Sarah se había acercado al gramófono unos minutos antes y la voz pícara de Josephine Baker se encargó de llenar el resto de aire.

―Querría saber qué está diciendo ―preguntó Nadia.

―«J’ai deux amours, mon pays et Paris». Tengo dos amores, mi país y París. Ella también es una extranjera aquí.

―Me gusta cómo suena.

―Te regalo el disco ―dijo Sarah.

―No tengo cómo escucharlo.

―Debes comprar un gramófono. Entra de una vez en el futuro, chérie.

Le pellizcó la piel en la cintura, haciéndole cosquillas.


1942

Mientras la miraba llegar, caminando a paso rápido, ascendiendo por el sendero que llevaba a su casa solitaria, pensaba que podrían pasar mil años y que bien podría estar confundida entre una multitud, que reconocería su forma de moverse. El casi desacompasado balancear de sus brazos, con las palmas de las manos estiradas por el esfuerzo. Los tendones del cuello como queriendo atravesar su blanca piel.

Más de cerca, podían verse las canas destacando en el cabello moreno y un rostro desprovisto del candor de la adolescencia, sustituido por el duro trabajo, el viento y el sol de muchos días y muchas noches. No dejaba de preguntarse qué impresión le estaba dando a Nadia y la respuesta no tardó en concretarse.

―Santa María. Estás igual que el día que te dije adiós en Austerlitz.

―¿Eso es bueno?

Nadia se encogió de hombros; en su mirada podía leerse que estaba buscando con todas sus fuerzas qué decir a continuación.

Después de un tiempo de estar quietas como estatuas, con los brazos pegados al tronco y mirándose a los ojos, la mente de Sarah se puso en marcha y la obligó a hablar.

―Me alegro mucho de verte, Nadia.

Un abrazo frío y aparatoso. Si Churchill hubiese aparecido en su puerta ordenándole darle un achuchón, quizás hubiese resultado más tierno. No quería saber qué había en su mente y, sin embargo, aunque habían pasado los años seguía pudiendo descifrar todos sus sentimientos. Nadia era transparente como el agua.

―Entra en casa. Bienvenida a los Alpes.

Había intentado que su casa pareciese habitada por una mujer responsable, pero lo más que había conseguido era despejar de libros un cuadrado de suelo que incluía el sofá, dos sillones y la mesa de té. Si solo se miraba hacia ese rincón, podría parecer un lugar decente.

Por supuesto, los ojos de Nadia se pasearon por cada otro rincón del salón, maravillada con los diagramas, desarrollos matemáticos y otros galimatías incomprensibles para ella que cubrían gran parte de las paredes y todas las pizarras.

―El profesor Monte me había advertido sobre esto, pero todo lo que me dijo se queda corto ―dijo Nadia.

―¿Te apetece una taza de café?

―No tomo café desde que salí de Norfolk. Y no pensé que volviese a hacerlo.

«No en territorio enemigo», pensó, y Sarah lo oyó nítidamente. Tenía que alejarse más de su cerebro.

―Nos lo traen desde España. Sinceramente, no sé de dónde lo sacan.

El reloj de pared marcaba los segundos de un modo tan sonoro que hacía demasiado patente el silencio entre ellas.

―Voy a prepararlo. ―Sarah se levantó bruscamente y caminó en dirección a la cocina. Pasó por al lado del tocadiscos. ―¿Te gusta Josh White?

―¿Estás de broma? Fui a verlo el invierno pasado.

―¿Estuviste en Broadway? —Sarah parecía sorprendida de verdad.

―Naturalmente. ¿Cómo es posible que tengas un disco de Josh White?

―Tengo muchos más. Ya te dije en mi carta: aquí las cosas no son como las pintan fuera.

El punteo de «Bad housing blues» llenaba la casa y a Nadia se le movían los pies casi involuntariamente. Al mismo tiempo, la porcelana se posaba sobre el mármol de la encimera y los tacones marcaban el paso de un lado a otro de la cocina.

Sarah no podía dejar de pensar en su presencia, sentada en el sillón con los ojos entornados. La boca se le llenó de un sabor amargo y afrutado, pues estaba percibiendo el placer que causaba a Nadia la música que estaba escuchando. Los músculos intraoculares le vibraban, al percibir que estaba accediendo a su memoria. Si enfocaba la vista, podría ver esas imágenes nítidamente, como una película en Technicolor.

La cafetera empezó a gorgotear, sacándola de tales pensamientos. Sarah la sacó del fuego y la depositó en una base de madera sobre la bandeja, de la cual las tazas y el azucarero ya ocupaban buena parte.

Minutos más tarde, descubrieron que era más sencillo hablar sobre trabajo. Cualquier cosa que no les recordara qué habían estado haciendo durante los años en los que no se habían visto, y de los casi cuatro años en los que ninguna recibió una sola carta de la otra, era un buen tema de conversación. Sarah tenía memorizadas todas las palabras que le había enviado, el color del papel y los lugares en los que la tinta había corrido más de lo deseable y las letras habían quedado algo irregulares. Quizás, pensó, algún oficial alemán las guardaba, y fantaseaba con que habían sido escritas para él, para hacer más llevadera su soledad en el frente de batalla.

El mundo había cambiado y Sarah podía verlo en las prendas con las que Nadia se había presentado. Gastadas, no del todo hechas para sus medidas. El pantalón azul estaba algo desteñido en la pernera derecha, donde quizás un bolso había rozado durante días de camino. Al abrigo le faltaba un botón. Tal vez esperaba más de una americana. Si aquello no era un disfraz, las noticias que oía en la radio acerca de la derrota de los aliados podrían tener una parte de verdad. Solo tenía que escarbar superficialmente en su cabeza. El general Gaspari ya le había insinuado enormes recompensas si conseguía información relevante sobre el enemigo.

El caso era que la cabeza de Nadia le daba más miedo que el Fürher.

―Tengo entendido que la Schutzstaffel controla Breslau ahora. ¿Qué ha sido de tu familia? ―preguntó Nadia.

―Los envié a Leningrado a tiempo. Hace mucho que no tengo noticias, pero eso es algo habitual estos días.

―Echo de menos tu casa a veces. Tu habitación…

―Me acuerdo de las flores que me traías ―suspiró Sarah— ¿Sabes que me llevé el jarrón de Bohemia a París? Durante años lo tuve siempre lleno de rosas.

―De haber sabido que te acordarías, te habría traído.

―Entonces me habría sentido incómoda cuando te enseñara mi invernadero.

―¿Tienes un invernadero?

―No es muy grande, pero me ayuda a despejar la mente. Las plantas están vivas, sienten a su manera, pero no piensan. Es tranquilizador.

―Empieza a cobrar sentido que vivas aquí.

El olor de las rosas entraba hasta muy profundo en la cabeza; Nadia se sentía un poco mareada por el perfume de tantas flores, el aire cargado de humedad y el rato en que había estado hiperventilando. Le había pedido un vaso de agua a Sarah, y se dedicó a dar caladas al cigarrillo con las tablas de madera absorbiendo el sudor de su espalda.


1956

Seúl podía ser una ciudad muy interesante, pero a esas horas de la tarde Nadia la odiaba con fiereza. Encontrar el apartamento de Sarah en el laberinto de callejuelas y edificios atestados de personas iba a convertirse, con diferencia, en la tarea más difícil de aquella misión.

Después de tomar el té tiró la toalla y buscó un guía que hablase inglés. Le sorprendió lo fácil que le resultó esa parte. La ruta dejó de ser errática de pronto y no tuvo que caminar demasiado para llegar hasta una calle que jamás habría encontrado, no al menos sin saber que debía entrar por la parte delantera de una tienda de ultramarinos y salir por la puerta de atrás.
El lugareño le señaló con una gran sonrisa el edificio de fachada lisa que un día fue blanca; en la puerta había dos jóvenes acuclillados, charlando y fumando; ambos fijaron su atención en ella, como la práctica totalidad de la gente con que la se había cruzado desde que aterrizara en Corea. Murmuraron y rieron cuando pasó entre ellos y enfiló las estrechas escaleras.

Una mujer bajita y flaca abrió la puerta. Tenía el pelo negro y brillante recogido en un moño, y nada más reparó en ella puso la misma sonrisa que el tipo que la había guiado. No necesitó decirle nada, ya que lo primero que articuló la señora fue algo parecido a “Salah”.

Unos pasos descalzos sobre la tarima, apresurados, anunciaron su llegada por el angosto pasillo que debía de recorrer el apartamento como una espina dorsal. Tras ellos, el mismo rostro juvenil y el cabello del color de la melaza. Había engordado bastante desde la última vez; las caderas pronunciadas y el pecho más abundante llamaban su atención de un modo que, esperaba, no resultara demasiado indiscreto.
Le dijo algo a la señora de la puerta; esta pasó a su lado, con algo de esfuerzo, y se internó en la casa.

―Nadia. No te esperaba hoy.

―¿Es un mal momento?

―¿Qué? No… No, en absoluto. Discúlpame… Me alegro mucho de volver a verte.

Finalmente, se abrazaron. Aunque ambas tenían ganas de llorar, solamente se quedaron unidas unos instantes más de lo que se esperaría de dos amigas. «Pasa, por favor», dijo Sarah después y cerró la puerta.

Dentro, la casa olía a verduras hervidas y se oían al menos media docena de voces, todas femeninas.

―¿Cuánta gente vive aquí?

―La señora Kwon y su marido. Es la que te ha abierto la puerta. Ahora está jugando al bridge con las vecinas. También viven Min y Yeong, un matrimonio joven, ahora están trabajando. Hay una habitación vacía, quizás pronto tengamos más huéspedes.

El ruido quedó amortiguado cuando Sarah cerró la puerta de su dormitorio. Era sencillo, con una cama individual y un escritorio que ocupaban la mayor parte del espacio disponible.

―¿Dónde están tus discos? ―preguntó Nadia.

―Tuve que venderlos hace tiempo, cuando necesitaba el dinero.

―Si no hubieses venido aquí de esa forma…

―Conozco las consecuencias de mis actos, Nadia.

―Perdona. Lo último que me apetece es discutir contigo. Me alegra saber que estás bien.

Bajó la cabeza, y el flequillo entrecano le tapó la cara.

―¿Y tú? Tengo curiosidad por saber qué ha sido de tu vida.

Nadia tenía los ojos vidriosos cuando volvieron a hacer contacto ocular.

―Si tenías curiosidad, podrías haberme escrito, o llamado ―se quejó―. No me dieron tu paradero hasta que no han necesitado de las dos para una misión. Es cruel.

―Todo se volvió salvaje cuando terminó la guerra. Me quedé aislada y tuve que sobrevivir. Pasé un tiempo entre partisanos hasta que conseguí llegar a Leningrado.

―No supiste del asedio hasta ese momento.

Sarah asintió y chasqueó la lengua.

―Nunca encontré a mi familia. Después todo se hizo raro… Poco a poco, el comunismo se fue convirtiendo en algo aparatoso y patriarcal.

―Hasta quedarte en el lado americano de Corea.

―Ya lo ves. ―Sarah se encogió de hombros.― No estaba dispuesta a seguir agachando la cabeza. Estoy harta de soviets, líderes supremos y otros sátrapas que solo me ven como productora de críos.

―¿Por qué sigues aquí? Ven conmigo a América cuando termine la misión.

―Aquí ayudo a niños mestizos a encontrar un hogar de adopción. Ellos lo tienen realmente mal. Creo que es lo mejor que he hecho hasta ahora en mi vida.

―¿Y tus estudios?

―¿Para qué ha servido todo el avance de la física en los últimos treinta años? Para construir la bomba. Para borrar del mapa ciudades enteras ―se lamentó Sarah.

―Quizás necesiten de alguien como tú para poner un poco cordura.

Nadia se recostó en la cama, como si se hubiese quedado sola allí.

―Te había traído un regalo, pero ahora no tiene mucho sentido.

Sacó un pequeño sobre cuadrado del bolso, con un dibujo impreso en colores primarios.

―¡Gillespie! ―Sarah se levantó de un salto y agarró el disco.― Me encanta, hay una emisora americana en la ciudad. Se la pasan poniendo a Duke, Dizzy, Thelonious…

―Pero no tienes tocadiscos ya…

―La señora Kwon tiene uno. ¡Vamos a la salita!

Las cuatro señoras les sonrieron amablemente, cartas en mano. Una de ellas llevaba unas gafas de sol Ray-Ban verde botella como si estuviera sobre una hamaca en Acapulco. Sarah les dijo algo y todas asintieron con amabilidad, comentando entre ellas.

El jazz caribeño gustaba a todas las presentes. Nadia movía las caderas con una gracia que no se enseñaba en Silesia, y durante «Manteca» y «Contraste» las dos olvidaron que, al día siguiente, tenían que volver al trabajo.


1970

La Camper finalmente la dejó tirada a cien millas de San Francisco. La hizo remolcar hasta un camping en Roseville y se despidió de ella con pesar, prometiéndole volver después de la misión.

Había sido el mejor año de su vida, quizás gracias a que no recordaba buena parte de él. El Destino había querido volver a reunirla con Sarah un 28 de junio, y con una única bolsa de ropa y la guitarra bajó del autobús en mitad de Greenwich Village.

California había entrado en el verano mucho antes de lo que esperaba. La melena gris le daba un calor insoportable y no tardó en echar de menos las nieves del estado de Nueva York.

Esta vez fue sencillo encontrarla: un edificio de fachada amarilla con ventanas multicolor y unas cincuenta personas reunidas en la entrada, ocupando la calle, molestando al escaso tráfico. Un altavoz apoyado en un alféizar del primer piso impregnaba la calle del delicioso rasgar de «One Good Man» en la garganta de Janis. De alguna manera, sabía que aquella era la ventana de Sarah.

Y, aunque no estaba preparada para verla tan envejecida repentinamente, supo que era ella desde el primer instante que la vio.
Un vestido blanco bajo el que transparentaba la ropa interior, holgado sobre sus carnes abundantes. La melena blanca como el rayo y la voz imperiosa dirigida a sus oyentes, que recibían instrucciones para la marcha de la tarde.

No le sonreía de esa forma desde que eran adolescentes. Sarah salió a su encuentro, dejando a medias lo que estaba diciendo. La abrazó como nadie lo había hecho en mucho tiempo.

―Nadia… no me acostumbro a encontrarte de repente. ¿Te pasa lo mismo?

―Estoy segura de que eres capaz de sentir lo que pienso. Así que no tiene sentido que disimule. ¿Qué te ha pasado?

―Vendí ese poder ―explicó Sarah―. Estaba harta de parecer una jovencita. Así es como nos quiere esta sociedad dirigida por hombres: perfectas y con apariencia de estúpidas. No va conmigo. Así es como soy realmente.

―Pero… morirás.

―Todos morimos. Después de todo lo que he pasado y lo que me queda por pasar, tengo muy claro que moriré antes de que la edad me condene. Quizás en la próxima misión.

―¿Te dieron mucho dinero?

―Te lo puedes imaginar. La inmarcesibilidad es uno de los dones más cotizados. Nunca más tendré que volver a trabajar y pienso gastarme una buena parte en hacer grandes todos los aniversarios de Stonewall que vean mis ojos.

―Tengo muchas cosas que contarte. Pero antes, ¿puedo usar tu baño?

―Vamos a casa. Tenemos que ponernos al día en muchos sentidos.

Las interminables millas en carretera, tumbada en la Camper entre una y otra jornada, le habían hecho olvidar el placer de darse una ducha caliente, follar en una cama y fumarse un porro a medias. No sabía si Grace Slick estaba sonando en el tocadiscos o en su cabeza.

And if you go chasing rabbits, and you know you’re going to fall
Tell ‘em a hookah-smoking caterpillar has given you the call

―¿Sabes de quién me acuerdo mucho?

«Mmm-hum», o algo parecido, fue lo único que le apeteció articular a Nadia.

―De Picasso. Me pintó en una de sus obras, ¿te lo he dicho alguna vez?

―Sabes que sí. Y te acuerdas de todo lo que te ha pasado en tu vida desde que descifraste el Voynich. ¿Cómo es posible que te acuerdes más de él que de cualquier otra cosa? ―preguntó Nadia.

―Me estás pidiendo que te explique algo que es tan difícil de entender… es como si quisieras enseñar a un perro el concepto de un préstamo bancario.

Aquella comparación les hizo reír durante un buen rato.


1990

Una nueva década había comenzado hacía poco menos de una hora. Era una bonita ocasión para volver a estar rodeada de gente que hablaba su lengua materna. Todo el mundo tenía un brillo especial en la mirada y las calles estaban llenas de jóvenes festejando. Su presencia no pasaba desapercibida. Nadia estaba segura de que no era la única anciana de pelo verde y cazadora de piel negra en la gran Berlín, pero se apostaría una cena a que no se cruzaría con ninguna otra.

El bar se llamaba Bananarama y podía escucharse «Express Yourself» desde la calle. Era reconfortante entrar en un local habitado en su totalidad por mujeres.

―Llama a tu jefa ―le gritó a la camarera que la miró primero desde el otro lado de la barra―. Y ponme una pilsner. Grande.

―Feliz Año Nuevo, Nadia.

Más tarde, al rememorar la escena, no estaba segura de si había oído su voz directamente dentro de su cabeza.

Estaba más delgada, pero no por ello presentaba un aspecto débil.

―Por algún motivo, te imaginaba con la cabeza rapada ―comentó Nadia.

―Ahora soy una empresaria. Tengo que dar una mínima impresión de seriedad.

―¿Dónde quedó la Sarah que no quería volver a trabajar?

―Aunque te parezca una locura, terminé gastándome el dinero que me dieron. Puede que no esperase vivir tanto.

―Terca hasta las últimas consecuencias… Sabes que no tienes por qué seguir con esto. Te corresponde una buena pensión.

―Lo dices como si ya nos hubieran jubilado.

―En eso tienes razón. Tenemos trabajo ―dijo Nadia.

―¿No hay chicos jóvenes y listos que lo hagan en nuestro lugar?

―Las cosas están un poco desmadradas en ese sentido. Ya te contaré. ¿Volviste a casa?

—Solo estuve allí unos días ―explicó Sarah―. Los Altbaum que quedan viven en Tel Aviv. Me terminé estableciendo aquí; creo que echaba de menos Europa.

―De modo que viste caer el Muro.

―Tengo un trozo enfrente de la puerta de los lavabos. Despierta el lado creativo de mis clientas.

Sarah tenía un apartamento pequeño, pero el balcón tenía unas bonitas vistas debido a su altura. Estaban fumando en silencio, con la vista hacia las luces de la ciudad.

―Parece que los noventa serán luminosos ―comentó Nadia más bien para sus adentros.

―¿Sabes qué echo de menos? El jazz. Nada ha sido lo mismo desde «Night in Tunisia».

―Ahora también hablas como una vieja.

—Qué sabrá de calidad una groupie de Led Zeppelin…

―De modo que, ahora que tienes un bar de bolleras en Berlín, te coronamos reina de la música ―se burló Nadia.

―Vamos ―rió Sarah―, ¿dónde has hecho tu guarida? Creía que una yanqui como tú tendría algo más que decir sobre las últimas… ¿dos décadas de música?

―Doy gracias a Dios por el heavy metal. Pero el resto… ―Nadia chasqueó la lengua con un gesto de desagrado.

―Estás como una cabra. Los melenudos tienen los días contados.


2004

Sarah estaba rodeada de jovencitas que la escuchaban como si les estuviera dando la localización de El Dorado.

El ambiente era más bien ruidoso para tratarse de un museo. Cómo no, estaban delante del cuadro donde la había plasmado, hacía más de medio siglo. Se tomó su tiempo en completar la visita y Nadia se dedicó a seguirla, a un par de pasos del grupo de escolares, atenta a la explicación. A veces sus miradas se cruzaban y amagaban una sonrisa. Estaba segura de que le estaba leyendo la mente, por las dos o tres ocasiones en las que perdía el hilo de lo que estaba diciendo.

Entre tanta chica joven, todas con el uniforme de la Escuela Alemana de Málaga, parecía aún más pequeña y arrugada. Seguía teniendo los ojos más vivos que nadie en todo el mundo, por supuesto. No se le escapaba detalle.

Finalmente, las alumnas subieron al autocar y las despidió una a una. Después, se giró hacia Nadia como si llevaran toda la mañana conversando.

―Vamos a la playa.

Cruzaron el parque rodeando la Alcazaba, entre palmeras y sol mediterráneo.

―Ahora entiendo por qué vives aquí ―dijo Nadia.

―Tú también deberías hacerlo. ¿Qué se te ha perdido ya en California?

―A veces me arrepiento de no haber tenido hijos.

―Pudiste haberte llevado cuantos quisieras de Seúl ―dijo Sarah.

―No era el momento.

―Ahora tampoco. Espero que no te hayas convertido en una de esas viejas resentidas por todo lo que no han hecho.

Nadia permaneció callada la mayor parte de lo que restó de trayecto. Finalmente, encontraron acomodo en la terraza de un bar a pie de playa.

―Esta vez no hay trabajo, Sarah.

―Lo sé.

―Me estoy muriendo ―confesó Nadia.

―Finalmente, te alcanzó. No habrá un número final de Rosa de Heliópolis.

Brindaron con vino dulce, en silencio. Una familia alemana se sentaba en otra mesa y pidieron paella. El altavoz emitía la voz ronca y sentida de un cantante de flamenco.

―¿Qué dice la canción?

―Es un poema de los últimos años de la dictadura. Presiento que tras la noche vendrá la noche más larga

Sarah le cogió la mano a Nadia, recitando para sí misma los siguientes versos.

―¿Te acuerdas de aquella noche en San Francisco, bailando «Rosita»?

―Nos escapamos de aquellas hippies después del desfile.

―No tenían ni puta idea de música.

―Estoy de acuerdo de contigo. También es el mejor recuerdo de mi vida ―añadió Sarah.

―Eso no lo había dicho.

―A estas alturas, me importa poco que la gente se sienta incómoda conversando conmigo.

―Eres una embustera. Nunca te ha importado.

Rieron, mirando el horizonte azul turquesa.

Álvaro J. Perdigones es el autor de Hamartia.
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