Álvaro J. Perdigones: La Reina del Hielo

Hriso es el alfa de su tribu. Detrás de su aullido sus hermanos se arrojan con lanzas afiladas sobre presas confundidas. Es quien corre sin mirar atrás, perseguido por el mamut, y con sangre fría lo enfrenta al pie del acantilado. De él se dice que es el mejor cazador de todo Njvosasjar.

Los cachorros lo miran como a un gigante de los hielos; para los jóvenes, un espejo de lo que anhelan conseguir. Las hembras lo montan con la codicia de hacer germinar las semillas más fuertes. Nadie come la carne antes que él, y suya es la mano que deja la huella en las Piedras de los Peregrinos, allá por donde pasan.

Son los días de la sangre, y los varones han sido expulsados del poblado para que las hembras se cuiden entre ellas, pinten símbolos en las pieles con los dedos y tengan visiones del futuro. No volverán a entrar hasta que ellas lo permitan. Mientras tanto, pueden ir a cazar. Han acampado al borde de la Hondonada, que les ha dado alimento durante todo el verano. Una manada de uros se refugia allí de los vientos y las nieves; cazarlos es difícil, pero vale la pena el esfuerzo.

Han tardado todo el día en aislar a uno; están agotados, y quedan pocas fuerzas para atacar. La manada está lejos, ha renunciado a proteger a la presa. Le lanzan piedras desde arriba para debilitarlo. Una de ellas parece que le ha roto los cuartos traseros. Es el momento en el que Hriso ruge, señalando a los lanzadores que se detengan, y a los lanceros que ataquen. Él va a la vanguardia, debe llamar la atención del animal. Comienza a perseguirlo, despacio. Tiene que dejarse atrapar para que no centre su atención en los atacantes. Espera a tener las astas a dos zancadas y echa a correr de nuevo. Dos hermanos clavan lanzas y se alejan al momento. La presa se agita, gira, cambia de rumbo. Hriso se apresura, azota al animal con su vara de pastorear, y vuelve a ganar su atención. Hacen falta cinco lanzas más para que caiga al suelo, sobre un charco de sangre. Da espasmos hasta que clavan las puntas afiladas en la cerviz. Los cazadores gritan, celebran.

Se ha encendido una hoguera para celebrar la noche. Hoy se han ganado la recompensa de calentar sus huesos, mientras el animal cazado espera para ser preparado. El mayor de los cazadores termina de afilar la piedra de cortar, y los demás sujetan el pesado cuerpo panza arriba para que pueda eviscerarlo. Las tripas se desparraman a ambos lados, y un cálido vaho se desprende aún. Pero todos miran con estupor hacia el vientre del animal. Un extraño saco de pellejo alberga media docena de piedras negras, lisas, redondeadas y brillantes. Tan grandes que ocupan toda la palma de la mano. El cazador veterano presiona la superficie con la punta del cuchillo, y nota que es algo blando, esponjoso y compacto. Hriso le detiene, y le ordena seccionar la bolsa entera para guardar las misteriosas piedras blandas apartadas del resto de la presa.

Vuelven al poblado a la mañana siguiente. Hriso no está tranquilo. Ha tenido sueños agitados que es incapaz de recordar, pero le han dejado un rastro de miedo en sus adentros. Anhela unirse a los viejos, que deben estar acampados en las cercanías del asentamiento, y mostrarles las piedras negras. Ha dormido junto a ellas, sintiendo el olor a almizcle y sangre del tejido que las contiene. El grupo de cazadores aúlla cuando está cerca del poblado, y los viejos les saludan con los brazos en alto. Aunque están cansados por el duro camino, arrastrando al animal, van a paso vivo; su mayor carencia en este momento es la falta de seguridad, y la sabiduría de los mayores tranquilizará sus espíritus.

Están sentados alrededor del fuego, en la única cabaña construida fuera del poblado. Todos miran con atención a Hriso, que cuenta los detalles de la caza.

Les muestra el saco de pellejo con las piedras dentro. Lo deposita en el suelo, a los pies de los viejos. Uno de ellos retira la piel con el bastón, y presiona la piedra.

—Dadme un cuchillo.

Se ha agachado para coger una, y la sostiene en la mano, sintiendo el peso, oliéndola. Le pasa la lengua y cierra los ojos, concentrándose en el paladar. La aprieta con los dedos. Finalmente, presiona la punta de cuchillo, que se clava en el interior. La raja cuan larga es, y al momento, de su interior, una pasta granulosa, negra y brillante, se desparrama en todas direcciones. Hay más del extraño contenido del que parecía desde fuera. Se amontona en el suelo, formando un montón más grande que el resto de piedras juntas. La pasta humea, y huele a sangre. La mano del viejo está cubierta de ella, pero no parece hacerle ningún daño. Se la acerca a la cara. Otro viejo alarga la mano, y toma un poco con dos dedos.

—Traed un perro.

El animal olfatea la pasta en el suelo, y al cabo de unos segundos la está comiendo. Le dejan tragar varios bocados antes de separarlo, y lo atan a un lado, alejado del centro.

Esperan.

El animal no tarda mucho en empezar a gimotear. Agita la cabeza arriba y abajo, y empieza a dar arcadas. No sale nada de él. La respiración se le acelera. Llora. Los ojos se le llenan de lágrimas, y babea en exceso. Las patas se empiezan a agarrotar.

—Terminad su sufrimiento.

Un golpe seco en la nuca y el animal da su último aliento. El viejo hace señas para que lo acerquen, y le abre en canal el abdomen. Es entonces cuando todos contemplan horrorizados los incomprensibles cambios que la espuma negra ha causado en su interior.

Las tripas están rígidas como ramas, formando una maraña de segmentos angulosos enroscados sobre sí mismos. Han cambiado de color hacia un enfermizo violeta, con venas negras ramificándose en el sentido de la digestión. Aunque para muchos es incomprensible, los ancianos ven el patrón.

—Las ancianas deben ver esto.

Ellas ya no sangran, pero se mantienen con el resto de mujeres. Todo es demasiado grave como para respetar las normas de convivencia, y los hombres entran en el pueblo. Dos jóvenes cargan con el perro, cada uno sujetando dos patas para conservar el interior intacto. Hriso lleva el pellejo con el resto de bultos negros. Los ancianos no pierden vista de nada.


—Vuestro augurio es acertado —susurra la más anciana de la tribu—. El Fin del Mundo está llegando.

Todos quieren preguntar, hablar, dar su opinión. La calma se ha roto. La Profecía, al fin, se va a cumplir. La Gran Sierpe volverá a descender del Techo del Mundo y cubrirá Svalbard en los hielos infinitos. Todos los que habitan las islas perecerán.

Finalmente, las preguntas se resumen en una: ¿hay que huir de estas tierras?

—Eso es algo que tenéis que decidir. Id a dormir y que vuestros sueños hablen. Mañana al anochecer se tomará la decisión.

Hriso obedece a la anciana y va hacia su cabaña. Mrna lo alcanza y entran juntos. Está callada, pensando en las palabras que se han dicho.

Mrna es mucho más lista que él, y confía en la decisión que vaya a tomar. No hay nada que desee más que convertirse en el único varón sobre el que ella se monte. Por el momento, le permite habitar en su cabaña.

—Mañana saldréis a cazar. Cuando volváis, se tomará una decisión.

El cazador asiente, y se acerca a ella; la toma por el antebrazo, intentando acercarla a él. Ella se revuelve y le empuja con la misma mano. Hriso da un paso adelante, hacia ella, con el ceño fruncido, mostrando los dientes. Mrna lo abofetea y cierra los puños delante de él.

Hoy no es digno.


Se ha despertado antes de lo habitual. Está intranquilo. No recuerda sus sueños, y tiene esperanza en que Mrna sepa qué hacer.

Prepara una comida para los dos. Ella le recompensa afeitándole la barba.

Hriso convoca a los cazadores con su aullido. Salen hacia la Hondonada.

Hay algo extraño en el aire, que parece más ligero. No termina de llenar el pecho. El camino se hace pesado.

La manada está muy compactada. La noche ha sido fría y las presas se han apretado entre ellas para darse calor.

Los hombres corren muy juntos, profiriendo gritos que resuenan en las paredes rocosas de la Hondonada. Tienen que parecer una sola criatura, enorme y peligrosa. Pero los animales están perezosos, y apenas estiran un poco su formación.

La mañana va pasando, y la desesperación y el cansancio crecen. Ahora los cazadores intentan apedrear a algún individuo para llamar su atención.

Yottko pierde la paciencia y se queda demasiado cerca; toma un riesgo demasiado alto y recibe una cornada. Muere en cuestión de segundos. Los demás aprovechan la distracción del animal para lancearlo y, entonces, todo es cuestión de tiempo. Corren de sus embestidas, lo llaman hacia un lado u otro, mientras va perdiendo sangre. Pronto, el agotamiento aparece, hasta que deja de correr. Hriso es el que se acerca para asestarle la estocada mortal. Está tan duro que teme que la lanza se quiebre. Sabe que fallar el golpe lo dejará expuesto, delante de su cornamenta. Pero no falla. La piedra negra y afilada de su arma rompe la piel y se hunde entre los huesos del espinazo, justo donde debía. El gran uro se desploma, y los cazadores vitorean. Atan sus patas con cuerdas de crines y, entre todos, lo arrastran hacia arriba. Cazar en la Hondonada es la parte sencilla. Llevar la presa hasta el poblado es el verdadero reto.

Mientras tira con fuerza, piensa que la caza está empezando a disminuir. Si no es por el Fin del Mundo, a más tardar tendrán que marcharse de allí el siguiente verano.

Una de las cuerdas se rompe. Gyd es experto trenzando, pero hace frío en el páramo y sus dedos van despacio. Dos pares de manos menos, teniendo en cuenta la falta de Yottko, y el tiempo se les empieza a echar encima.

Finalmente, deben asumir la derrota. Cortan allí mismo las piezas más grandes que pueden cargar y dejan el cadáver con carne que podría dar de comer a varios adultos. La piel se ha arruinado y las vísceras se perderán. Los carroñeros vendrán por la noche y no dejarán más que huesos.

El desánimo se contagia y llegan en silencio al poblado. Apenas va a quedar carne para conservar. Un día más en el que solo han cazado para subsistir.

La tribu no está complacida con el resultado de la caza, pero hoy no es el asunto más importante: se ha decidido que deben viajar al este, hasta encontrar el gran Fjardofrei, la montaña de fuego; después, cuando encuentren la costa, la seguirán hasta el sur.

El camino al Fjardofrei está ocupado por un inhóspito glaciar. Será una travesía peligrosa. No todos lo lograrán.

Mrna está de mal humor. «Son demasiados los días malos. No vamos a pasar de este invierno».

Hriso no sabe qué decir. Está seguro de que cualquier cosa que haya pensado ella ya la sabe. La observa descansar, más tarde, mientras pule un asta de lanza. Desea engendrar con ella, pero no está receptiva. Hace meses que está así. Como en el resto de asuntos de la vida, confía en su forma de hacer las cosas.


La comunidad viaja a través de la llanura cubierta de nieve y hielo. Pasarán varios días caminando por un paraje donde no existe más alimento que el que ellos transportan. Atrás han quedado los últimos árboles, las últimas rocas y la escasa seguridad de sus cabañas.

Forman una hilera alargada de figuras oscuras recortadas contra el blanco impoluto. Cubiertos de pieles, arrastrando trineos repletos de fardos, con los niños más pequeños colgando de espaldas o en brazos. Despacio, muy despacio.

La promesa de que el glaciar terminará antes que la comida es la esperanza que les permite poner un pie delante de otro durante el día interminable. Las noches son cortas y apenas cubren un descanso.

Hriso encabeza el grupo con los cazadores mayores. Mrna cuida las provisiones y las raciona. Las únicas palabras que han cruzado han sido para hablar de la comida y del clima; ni siquiera cuando se acuestan, abrazados para calentarse, intercambian más que miradas y gestos.

Se despierta en mitad de una noche y la nieve está teñida del verde resplandor del cielo. Reconoce las siluetas de sus allegados, acurrucados unos contra otros. Hay muy poca madera y no pueden permitirse el fuego toda la noche. Camina entre ellos y la nieve cruje bajo sus botas.

A unos pasos del borde del campamento de la tribu hay una hembra joven y esbelta. Viste una ligera tela transparente cubierta de pequeños cristales que reflejan las estrellas. Puede ver sus pezones oscuros y el negro pubis. Su pelo como la Luna Nueva cae suelto y abundante a ambos lados de su cara. Ojos color hielo lo miran y sus labios encarnados se mueven como si hablase, pero no oye sonido alguno.

Es hermosa como el costillar humeante de un mamut, como la piel del oso en una madrugada de ventisca. Se apresura en llegar hasta ella: desea montarla antes de que su visión se desvanezca, tal cual ha aparecido.

Cuando toca su brazo, el dolor lo paraliza. El frío de la muerte muerde su mano y la agarrota. Cae de rodillas, gritando, agarrándose el antebrazo. Siente que sus dedos se le van a desprender en cualquier momento. La desesperación le invade y llora.

—¿Qué querías hacerme, Hriso?

Él no puede contestar. El dolor le atenaza el pecho y las lágrimas se le congelan en las mejillas. Solo puede ver los pies descalzos de la mujer, delicados y perfectos como el resto de su cuerpo. Cristales de hielo se forman a su alrededor, trepando por ellos y cubriéndolos poco a poco.

—Si me deseas, puedes venir conmigo. Sígueme, y te llevaré a un lugar seguro. Allí podrás amar mi carne tibia tanto como desees, y verás el cielo estrellado por siempre.

Alza la vista, recorre su cuerpo con ella. Ha replegado el vestido y le muestra la carne rosada y brillante de su sexo. Puede sentir el calor a un brazo de distancia.

—¡Hriso!”

Mrna grita a su espalda. Mira atrás y la encuentra de pie, en el mismo sitio donde dormía. Vuelve a mirar al frente y la mujer se ha ido. Su mano ya no duele.

Su esposa corre hacia él. Le pregunta qué le ha ocurrido, y por qué está a solas, arrodillado sobre la nieve. Hriso le cuenta la visión de la mujer. Mrna se arrodilla frente a él. Le coge ambas manos con decisión.

—No puedes contar esto a nadie.

Él pregunta por qué, intenta entenderlo, pero ella le pide que confíe en su palabra. Sin pensarlo, sigue sus instrucciones. Cuenta al resto que cree haber visto un oso, a lo lejos, en la misma dirección que ellos deben seguir. Cuando comienzan a caminar, todos vigilan el horizonte en busca del animal. Todos menos Hriso.


El cansancio empieza a notarse. Los niños y ancianos deben bajar de los trineos. La marcha se hace más lenta. El sol en la cara todo el día les ciega y les hace estar de mal humor. Poco después del mediodía el suelo se vuelve hielo irregular y erosionado en peligrosos surcos, y cada paso es un riesgo.

Vuelve a despertarse mientras todos descansan. La mujer de blanco lo espera en la cercanía. Mueve los labios, pero ningún sonido sale de su boca. Se acerca a ella y se da cuenta de que ahora está lejos de su gente. Solo tiene que seguirla.

—Mi cabaña es grande y en su centro hay un fuego tan alto como un hombre. La carne de los uros se tuesta frente a sus llamas.

Hriso susurra para sí mismo que lo que está viendo no puede ser real. Debe darse la vuelta y correr hacia el campamento.

—¿Qué es real, Hriso? Nada importa si me ves, si me tocas. Ven, alarga tu mano. —Se descubre un seno, invitándolo a tocarla.

Él vuelve a gritar y sacude la cabeza, ignorando sus instintos; da un paso atrás y echa a correr de vuelta. Tropieza con un surco del hielo y se golpea contra el suelo.

Está temblando cuando lo recogen y lo cubren de pieles. Cuatro hombres grandes deben tirar del trineo para transportarlo. El traqueteo sobre el hielo poco a poco va despertándolo. No pueden parar a esperar a que se recupere. No pueden permitirse ningún día de descanso en el páramo.

Escucha toses y voces malhumoradas de niños que no comprenden la dureza del viaje. Todos ellos han disfrutado de una época donde la comida casi no ha escaseado y no han tenido que enfrentarse al ataque de otras tribus. De haber seguido así, hubiesen acabado siendo más blandos que aquellos que los han engendrado. Este camino lo está cambiando todo. Aquellos que sobrevivan, si es que alguno lo hace, serán más fieros y resistentes que Hriso, el mejor de los cazadores, que se ha pasado la mañana dormitando sobre un trineo.

La idea le hace sacar fuerzas y ponerse en pie, dando descanso a sus hermanos.

El sol está lanzando sus últimos rayos cuando el cielo en el horizonte se cubre de unas nubes negras con el corazón rojo. Están llegando al Fjardofrei.

Cuando despierta, a la mañana siguiente, siente alivio por no haber sido tentado por la mujer de blanco. Pero Virv ha desparecido, y teme la peor de las suertes para su camarada cazador.

Los cazadores deciden dar una batida para buscarlo. «Yo guiaré al resto», anuncia Mrna, y parece más una orden que un ofrecimiento. Nadie disputa su palabra. Con Hriso a la cabeza, se separan del resto de la tribu en la dirección del viento.

Caminan en silencio hasta que su gente se pierde tras el horizonte ensuciado por el viento cargado de nieve en polvo. Entonces comienzan a sentir la verdadera soledad. En voz baja, los hombres conversan: «¿Por qué hemos de buscar a Virv?», «No podemos perder a cazadores fuertes» y cada pocas palabras se callan para observar la reacción de Hriso. Él está de acuerdo en que no pueden perder más pares de brazos. De lo que no está seguro es de si, con esta expedición, van a arreglar el problema o lo van a hacer mucho peor.

El día avanza y no hay rastro de su camarada. Se han dado hasta mediodía para explorar los alrededores. Deben volver junto al grupo si no quieren pasar la noche solos.

Están cansados. El fulgor del suelo es agotador para la vista y en sus sienes golpea un dolor insistente. Tienen hambre, pero no han llevado más comida que para una emergencia, por si se extravían del grupo principal y tienen que acampar.

Llega la hora crítica, y todos miran a Hriso. Él asiente, cargando con la responsabilidad de dejar a un hermano atrás. Entonces, Fwbb grita, señalando el horizonte, hacia el sur.

Todos miran sobresaltados. Bajo la luz cegadora, en mitad de la nada, hay una figura alta y delgada vistiendo ropajes amarillos. Las telas, pesadas y polvorientas, se amontonan en el suelo, y van arrastrándose, raídas y ennegrecidas. Aunque no se ve su cara, todos se sienten observados por él.

—Estaba caminando hacia aquí, pero se ha detenido cuando lo he mirado. —Fwbb está aterrorizado por la visión, de un modo que nadie es capaz de entender, ni tan siquiera él, que observa sus manos con incredulidad, temblando las como un anciano.

—Hriso, hermano, observa el sol —murmura Vens.

Se gira hacia el horizonte. El sol está parcialmente cubierto por las nubes grises del horizonte y puede observarse sin gran dolor. De esa manera, puede contemplar cómo la fuente de toda luz está siendo cubierta por un disco de oscuridad, y el día desaparece poco a poco.

—¡Está más cerca!

—¿Alguien lo ha visto moverse?

Hriso está tan aterrorizado como el resto, pero no se puede permitir mostrarlo a los demás. Decide ponerse delante de todos ellos y preparar su lanza para la llegada del extraño de los ropajes amarillos.


Mrna decide que la marcha del día puede concluir. El Fjardofrei está a la vista, sus piedras negras altas hasta el cielo, donde se funde con las nubes con llamas en su interior. Parece sostener el mundo entero.

Mañana llegarán a sus faldas. Ya pueden ver aves en el cielo y pronto podrán ver la costa. Han superado la primera parte del camino.

No cree que todo haya sido obra de la mujer de blanco. La noche que la visitó le ofreció lo que más deseaba: la supervivencia de su pueblo. A cambio, le pidió un valioso sacrificio. No dudó ni un segundo en aceptarlo.

El camino prosigue, y ahora pisa con seguridad el suelo ante sí.

Álvaro J. Perdigones es el autor de Hamartia.
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