Miriam Beizana: El tiempo de las cerezas

El tiempo de las cerezas. Libros Prohibidos

El jardín, la antesala del interior, se escondía tras frondosos arbustos que impedían divisar el terreno desde fuera. Esa Naturaleza estaba tan descuidada y salvaje que se colaba entre los recovecos de las verjas enmohecidas que vallaban la propiedad. Todo se camuflaba como si pretendiera no existir. Ver a Septiembre dejar su bicicleta y sacar una larga llave oxidada para abrir la cerradura me resultó anacrónico. Al entrar, acompañadas del ruido de las bisagras, me quedé quieta en un hall circular, con una enorme alfombra en el medio y sendos ventanales a los lados.

Describir una casa es difícil, pero lo único que podía pensar es que me encontraba en un lugar que no parecía pertenecer al anodino mundo real. Ese hogar era de otra parte, pero no sabría determinar de cuál. Era hermosa y terrible, solitaria y llena de vida. Reinaba en ella un desorden colorido que parecía un síntoma de rebeldía y, al mismo tiempo, un sello de paz interior. No había puertas; a la derecha se conectaba con lo que parecía un salón comedor, y a la izquierda la cocina. Debajo de las escaleras un baño de invitados. Y arriba el resto de las dependencias. Como un palacio.

Septiembre dejó su mochila en la entrada y la imité deshaciéndome de la mía. Me quité el abrigo y me sentí desprotegida. Hacía mucho frío ahí dentro y me parecía desolador.

—¿Vives sola?

Septiembre caminaba hacia la cocina pero yo no me movía.

—Sí —respondió. Una palabra sin vida de su precioso timbre de voz.

Sola, entre agosto y octubre.

Había cuadros en las paredes, pero algunos tenían humedad y a duras penas podía verse la ilustración. Muchos representaban paisajes, algunos bibliotecas, otros el mar. Otros sombras.

—¿Te parece que comamos algo y luego te enseño el resto de la casa y la biblioteca? Está en la segunda planta.

—¿No tienes perra o gata?

—He tenido, pero últimamente he viajado mucho y no pude asumir esa responsabilidad.

—Pero ¿no te sientes muy sola aquí? ¿No te da miedo?

Septiembre sonrió, apoyándose en el quicio de la puerta con impaciencia. Tal vez estaba demasiado hambrienta para detenerse a charlar. O, tal vez, mis preguntas le resultaban incómodas. No me contestó y entró en la cocina, que tampoco tenía puerta como si el interior de esa casa estuviera liberado de barreras. La seguí. Cuadrada, obscenamente enorme y antigua. Pero tenía microondas y vitrocerámica. Un frutero lleno de plátanos, peras y manzanas. Había cerezas.

—Siéntate dónde quieras, tengo albóndigas de ayer. Espero que te gusten.

Vi una cacerola generosa que la joven empezó a calentar en el fuego. Me preguntaba por qué cocinaba esa cantidad de comida para ella sola. Me senté en uno de los taburetes que había cerca de la encimera, mientras miraba su espalda, cómo jugaban sus cabellos negros en sus hombros y cómo parecía sentirse muy cansada.

—Sí.

Fruncí el ceño.

—¿Sí qué?

—Que sí, que aquí me siento sola y asustada. A veces tanto que me siento enferma de miedo y de soledad.

Me sentí abrumada ante esas palabras. Ni siquiera el delicioso aroma de la comida consiguió suavizar el vacío en mi estómago. Era real, porque yo también me sentía sola y asustada en mi casa, aunque era más pequeña y aunque estaba mamá.

Quise preguntar dónde estaba su familia, sus padres. Si tenía hermanas. Si tenía amigas. Si había alguien ahí, en alguna parte. Pero no me atreví. Tampoco me creía con la autoridad necesaria para despertar esos demonios. Por aquel entonces era pequeña, la vida todavía me era una desconocida. Todavía no sabía enfrentarme a ella.

Sirvió la comida en dos generosos platos y yo estaba hambrienta. Septiembre arrastró otro taburete para sentarse junto a mí, y empezó a juguetear con la comida sin llevarse nada a la boca. Estaba pensativa, algo triste. Confusa por la presencia de la niña extraña que era yo.

—¿Te gustan las albóndigas? Las he hecho yo. Y tengo un montón, así que come todas las que quieras.

Asentí y cogí un trozo de carne con tomate y arroz. Estaban ricas y muy calientes, me quemaban insoportablemente en la lengua y me hicieron arder la garganta. Nacieron pequeñas lágrimas en mis ojos, pero soporté estoicamente el dolor. Bebí agua de inmediato. El alivio del daño provocaba placer.

Comí un poco más. Septiembre seguía sin hacerlo, con la mirada perdida en las cerezas. Frescas y brillantes. Alargó la mano para coger dos y se las llevó a la boca. Luego jugueteó un rato con las semillas, primero con la lengua y luego las dejó caer entre el arroz y las enterró hasta hacerlas desaparecer. Quería leer qué decían las líneas de su mano, pero no alcanzaba a verle bien el dorso.

Intenté vaciar el plato sin demasiado éxito. La situación me incomodaba demasiado y no me sentí capaz de comer nada más. Septiembre pareció darse cuenta y, enseguida, me tendió una servilleta y me preguntó si quería algo más. Negué.

—Ven, te voy a enseñar dónde vivo. Y la historia de esta casa.

—Vale.

Antes de subir, vi que tomó otro puñado de cerezas para el camino. Eso significaba que íbamos a ir lejos. Finales de septiembre.

El tiempo de las cerezas nunca llega en septiembre.

La seguí. Las escaleras eran lo suficientemente anchas para que las subiéramos juntas sin rozarnos. Aun así, enseguida me quedé atrás porque mis cortas piernas no podían competir con sus zancadas y su agilidad. La segunda planta parecía incluso más grande que la primera, lo cual era arquitectónicamente imposible. El suelo era de moqueta. Al contrario que la planta baja, en esta había puertas por doquier, casi todas cerradas menos una. Se trataba de un pequeño estudio con un escritorio, una ventana que daba al jardín y una máquina de escribir. Vi una taza de café.

—Ahí estudio y preparo las clases.

—Pero no tienes libros ni apenas libretas. Ni ordenador.

—No necesito ningún ordenador. Y los libros me los traigo y los vuelvo a dejar en su sitio. No conviene moverlos demasiado, no les gusta.

Me reí.

—Hablas como si tuvieran vida.

—¿Acaso no la tienen?

La puerta de la biblioteca estaba cerrada con llave. Septiembre sacó un pequeño manojo del bolsillo y la abrió con cierta dificultad. Al abrir, entró un pequeño faz de claridad. Dio un paso al frente pero vaciló. Volvió a entrecerrarla a sus espaldas, de manera que no pude ver nada de lo que había en el interior.

—¿Te importa esperar aquí afuera?

—¿Qué?

—Prefiero entrar yo sola. No te preocupes, te sacaré un libro para que te lo lleves. Y te prometo que más adelante podrás entrar conmigo y ver todo lo que quieras.

Era una promesa sincera y cargada de melancolía. Estaba tan confundida que ni siquiera le ofrecí una respuesta. Me quedé quieta, mirando cómo la profesora escondía las cejas debajo del flequillo antes de entrar y encerrarse. Esperé, congelada de soledad, abrumada por el silencio a mi alrededor. Terminé por sentarme sobre la moqueta y empezar a acariciarla. De repente, eché de menos a mamá; quería irme a casa cuánto antes.

Septiembre salió al cabo de un rato con un único libro en las manos. Su rostro estaba perlado de sudor y jadeaba. Y había lágrimas en sus mejillas. Pero sonreía, aunque le costase respirar.

—Lo siento, me ha costado un poco encontrarlo.

Lo cogí un tanto enfadada. Mi ojo verde y mi ojo azul se dirigieron a un ejemplar decepcionantemente delgado. La portada y la contraportada tenían dibujadas una composición de hojas quebradas y marrones sobre un suelo sobre el que acababa de llover. No había nombre de autora ni figuraba ninguna editorial.

La sinopsis era breve y concisa.

«Esta es la historia de una niña que olvidó su nombre».

El título: Septiembre.

Como el mes. Y la chica.

Miriam Beizana

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Foto: Jacek Dylag. Unsplash.