Apenas recuerdo nada de aquella noche, solo que llovía intensamente y que, al alzar la vista, me topé con la silueta imponente de la oscura y solitaria mansión. Una mole de piedra, ladrillo y cristales que alzaba al cielo las puntas afiladas de sus torres, como lanzas. Como garras de halcón.
Un arco de grandes dimensiones daba acceso al recinto. Y, por algún motivo que aún no alcanzo a comprender, las rejas que debían custodiar la entrada aquel día estaban replegadas a ambos lados del arco, dejando ver los frondosos jardines y la galería de columnas que conducía a la puerta de la mansión.
Tal vez por el frío, quizá movida por la curiosidad, crucé el arco de un salto y me interné en la galería para guarecerme de la tormenta, que en aquellos momentos se cernía con furia sobre la ciudad gris, quebrando los cielos con sus telarañas de relámpagos y haciendo temblar la tierra bajo el gruñido amenazador de los truenos.
Pero a mí, ahora que estaba a cubierto, poco podía importarme la tormenta. Busqué un rincón en la galería, al pie de una de las columnas, y me arrebujé bajo el chal de lana gruesa que cubría mis hombros. Pronto mis ropas secarían y dejaría de temblar. Confiaba en poder dormir un par de horas antes de que los propietarios de la casa decidieran echarme de allí a patadas.
Sin embargo, mis planes se truncaron y antes de que mi cuerpo se amoldara al frío de las baldosas y al sonido de las gotas de lluvia repicando contra el tejadillo, un crujido de madera y metal rompió el aire y la puerta de la mansión de abrió, revelando la oscuridad que en ella moraba. Y entre la negrura estaba él.
Una figura alta, apoyada en un bastón.
Me puse en pie de un salto, dispuesta a salir corriendo y abandonar la mansión antes de que aquel hombre azuzara sus perros contra mí.
¡Qué equivocada estaba…!
—No hace falta que corras. —La voz del hombre reverberó en la galería e hizo que frenara en seco la carrera que acababa de iniciar—. Ya que te tomaste la libertad de acomodarte en mi casa, al menos ten la cortesía de venir a saludarme.
Aún sin girarme le respondí:
—Siento haberle molestado y ruego que me disculpe. Ahora mismo me marcho.
—¿Molestado, dices? —preguntó. Y en su voz percibí un matiz de burla—. Ni que hubieras entrado aquí por voluntad propia y no por mis designios. Hay que ver cuánta arrogancia mora en el corazón de los jóvenes.
Sus palabras alimentaron mi fuego; un fuego que había tratado de mantener dormido durante años. En vano.
Las llamas corrían por mis venas mientras me giraba y salvaba la distancia que me separaba del señor de la mansión. Y ante su mirada indescifrable, mis brazos se volvieron alas y mi cuerpo se arqueó, cambiando y alzándose a varios metros del suelo frente a la puerta de la mansión. Cuando al fin pude abrir los ojos, vi que el caballero me miraba desde el suelo. Abrí la boca, dispuesta a recordarle que ni el estatus ni el dinero están reñidos con la educación, pero de mi garganta solo escapó un trino agudo.
—Vaya —dijo el señor de la mansión sin disimular una sonrisa—. Así que una carbonera. ¿Sabes? Cuando te he visto desde la ventana he creído que serías algo más agresivo. Un alcaudón, por ejemplo. Sí, tenías pinta de ser el típico animal que clava a sus víctimas en los zarzales. Y sin embargo… —Hizo una pausa, atusándose la barba—. Dime, ¿qué lleva a un pájaro tan hermoso a hacerse pasar por algo tan grotesco?
Su falta de temor me dejó confusa y por eso tardé en responder. Estaba acostumbrada a que la gente huyera al ver mi cuerpo convulsionando y mi piel cubrirse con plumas. Pero ese hombre permanecía tranquilo en el quicio de la puerta, apoyado en su bastón y contemplando sin ápice de sorpresa a una carbonera de dos metros aleteando en su patio.
Tuve que posarme sobre las baldosas y sacudirme de encima el plumaje, quedando desnuda —y humana— ante él para poder contestarle.
—No me culpe, sir, de que su visión haya errado. Yo no me hago pasar más que por lo que soy.
Mis palabras le debieron resultar graciosas, ya que sus labios finos esbozaron una sonrisa de medio lado que habría hecho las delicias de las damas de la corte. Pero a mí me resulto una mueca maleducada y burlona.
—Querida, la visión de los halcones nunca yerra —sentenció, y un brillo dorado iluminó sus ojos, revelando aquello que empezaba a sospechar.
El señor de la mansión no me tenía miedo porque también él era fruto de la Maldición Antigua, la que da alas a los hombres a cambio de robarles la lengua. Y era nada menos que un halcón, un depredador. Señal inequívoca de que su crimen, fuera el que fuese, había sido de sangre.
A menudo reflexionaba sobre el particular sentido del humor de la Hechicera, aquella mujer cuyo nombre había sido engullido por el paso de los siglos. Ella vio, al principio de los tiempos, que los males de la humanidad nacían de su deseo de libertad. Y con esta máxima tejió su embrujo inmortal: aquel que atentara contra la ley de los hombres, sería condenado a ser libre como solo pueden serlo las aves.
En estas reflexiones me hallaba cuando la voz del señor de la mansión se dejó oír de nuevo.
—Hace frío —dijo, apartándose de la puerta—. Pasa.
Dudé.
Por una parte, deseaba la calidez de un techo sobre la cabeza, así como la compañía de otro como yo. Sin embargo…
—Si hubiera querido cazarte —explicó el hombre, leyéndome la mente—, ya no quedarían de ti ni los huesos, Carbonera. Pasa —repitió. Y esta vez obedecí.
Desde esa noche pasé a vivir en la mansión y pude comprender sus curiosas dinámicas. A parecer, la casa de Halcón —así se hacía llamar el dueño— era un refugio temporal para quienes se hallaban perdidos en su nueva condición de seres malditos. Halcón les enseñaba a vivir con ello y al cabo de un tiempo, éstos abandonaban la mansión. Rara vez volvían.
A parte de Halcón y de mí misma, solo había otro huésped permanente. Se llamaba Azor y cuidaba del jardín. Él ha sido mi primer y único amigo sincero hasta la fecha. Me enseñó a moverme por esa casa enorme y sombría y a amar cada uno de sus rincones.
Contrariamente a lo que pudiera parecer, el hecho de vivir rodeada de aves de presa no suponía para mí mayor molestia que la de divergir en el menú. Tampoco me molestaban sus hábitos alimentarios. Cuando los veía engullir porciones de carne cruda o a medio asar, me limitaba a centrarme en mi propia ración de centeno, trigo y otros cereales. Nunca se me ocurrió pensar que en algún momento pudiera volverme su menú.
De hecho, en la mansión pude ser feliz por primera vez en mucho tiempo. Después de que la maldición cayera sobre mí, mi familia me dio de lado. Nunca habíamos estado realmente unidos, pero a partir de ese día nuestra escasa convivencia se quebró. Mis alas les incomodaban y trataban a toda costa de negar mi naturaleza y de impedirme responder a las necesidades que mi nueva condición me exigía.
Cuando la convivencia fue imposible, abandoné mi hogar con poco más que lo puesto. Y desde entonces había vagado por ciudades y pueblos, buscando cobijo y sustento. Hallando solo silencio, soledad y tristeza.
Me volví apagada y taciturna. Hosca en el trato y remota para quienes me rodeaban. No hablaba apenas. Y cuando lo hacía, mi voz era más similar a un gruñido que al timbre que debe poseer un sonido humano. No me extraña que Halcón me confundiera con un alcaudón. Cuando él me encontró, hacía mucho que había dejado de ser yo misma.
Pasé casi dos años viviendo y aprendiendo a ser feliz con Halcón y Azor, aunque para mí, apenas fue un suspiro. De todos lo momentos vividos junto a ellos, recuerdo con viveza una velada de principios de invierno, sentados ante el hogar.
Bebíamos vino suave observando las llamas. Reíamos, relajados. Entonces Halcón habló, observando los destellos que la luz del fuego arrancaba de su copa medio vacía.
—El tiempo pasa y no regresa jamás. Aunque trates de encadenarlo, se desvanece ante ti como una sombra. El único modo de apresar al tiempo es rindiendo culto a los bienes que te trae. Así tal vez consigas atesorarlo para siempre.
Sus palabras sonaron extrañas a mis oídos, pero no le di mayor importancia. Halcón solía hablar de forma críptica en ocasiones. Y casi siempre lo que decía acababa por tener sentido.
También lo tuvo esa vez, aunque tardé muchos meses en desentrañar qué había querido decir.
Una noche, muy parecida a aquella en la que había llegado a la mansión, el cielo se cubrió de negro y volvió a tronar con fuerza. Las luces de la mansión, sin embargo, permanecieron apagadas y el viento silbaba libre a través de las ventanas del piso superior, abiertas de par en par. Un escalofrío me recorrió la columna, y aun antes de que la noticia llegara a mis oídos, yo ya sabía la verdad: el señor se había ido. Había abandonado el mundo.
Entré como una exhalación en la casa, sin preocuparme de cerrar la puerta tras de mí. Recorrí a toda prisa la escalinata principal y me deslicé por los pasillos del Este hasta llegar a la torre y a la habitación del señor justo a tiempo para ver apagarse la última vela.
Tal y como había temido, allí le encontré. Estaba tendido en la cama, cubierto por dos mantas —siempre fue muy sensible al frío— y con los ojos cerrados. Parecía dormir, pero no había movimiento alguno en su pecho y la sangre empezaba a abandonar su piel, tornándola más blanca de lo que había sido en vida.
Un nudo atenazó mi garganta y por unos minutos no pude siquiera llorar. Mi mente no podía aceptarlo. Y aunque veía ante mis ojos esa carcasa de carne vacía, me negaba a creer que se hubiera ido. No podía soportar la idea de no volver a saber de él. De no volver a ver al halcón surcando los cielos.
Azor apareció a mi lado y me puso una mano en el hombro. Le miré y vi que también él guardaba tristeza en su corazón, pero de un modo mucho más silencioso. Lo abracé y lloré apoyada contra su pecho hasta que no quedaron más lágrimas, solo el silencio y la claridad que anunciaba la llegada del nuevo día.
Entonces lo entendí.
—El único modo de apresar el tiempo es rindiendo culto a los bienes que te trae. Así tal vez consigas atesorarlo para siempre —dije, repitiendo las palabras de Halcón.
Azor me miró y asintió. También él lo había comprendido. Tal vez mucho antes.
Me sequé los ojos y abrí la ventana de la habitación para dejar pasar el sol, que se comió ávido las sombras y acarició el cuerpo inerte de Halcón por última vez.
Le dimos sepultura cerca del lago, en lo alto de una colina desde la cual podía verse todo el jardín, la galería y el arco de la entrada. Supusimos que alguien que ha podido volar siempre alto, le agradaría tener buenas vistas en su lugar de reposo.
Tras esa escueta y silenciosa ceremonia, la mansión estuvo vacía y cerrada por tres días. Luego abrió sus puertas de hierro y no las ha vuelto a cerrar desde entonces. La mansión, como cuando Halcón la regía, sigue siendo un hogar para los malditos, que son cada vez más numerosos.
Están empezando a acudir en grupos —de tres a cinco individuos—. Y aunque la mayoría acaban abandonando la casa tarde o temprano, alguno se queda y se hace cargo del cuidado de la mansión, de sus instalaciones o de los nuevos huéspedes.
No sabemos cuál será el futuro de la mansión ni de aquellos que la habitamos. Tal vez en un futuro, todos los humanos estén malditos y nuestra tarea no sea ya necesaria. Rezo porque llegue ese día, pero hasta ese momento, ni Azor ni yo tenemos intención de renunciar a nuestras tareas.
A fin de cuentas, el cuidado de esta casa —de mi hogar— y el velar porque siga manteniendo su uso a pesar de los años, es para ambos el modo de atesorar el tiempo que ya se ha desvanecido. Manteniendo vivo el recuerdo de lo que fue y honrando aquello que nos aportó a ambos.
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Foto: Okamatsu Fujikawa. Unsplash