Virginia Buedo: Perfecta

Perfecta. Libros Prohibidos

El pinchazo la devuelve a la realidad.

Está sentada en una silla acolchada de color gris. A su alrededor hay una sala blanca de azulejos iluminada por unos halógenos que zumban débilmente. Una camisa de un color blanco grisáceo que parece de pijama le cubre el pecho; se le cuela el frío por el amplio escote que deja el primero de los botones. No sabe dónde está ni por qué, aunque tiene la leve noción de que está ahí por voluntad propia.

Una mujer con un traje blanco y el pelo oscuro recogido en una coleta le sonríe.

—¿Te he hecho daño?

En ese momento se da cuenta de a qué se debe el pinchazo que la ha hecho despertar. La mujer le ha hundido la gruesa aguja de una vía intravenosa en el dorso de la mano derecha. Una válvula blanca cubre el punto en el que se le clava en la carne, pero puede ver la protuberancia cilíndrica del metal dentro de su vena. Le tiemblan las manos al ver esa invasión por debajo de su piel. Entonces nota que algo le aprieta el dedo índice de la izquierda. Hasta entonces no ha sido consciente de la especie de pinza de plástico que le estrangula la falange, conectada por unos cables a lo que parece una caja de metal gris que muestra números que ella no entiende y emite un pitido constante. Un pitido que ahora es rápido y errático.

Respira hondo para intentar acompasar los latidos de su corazón. No sabe por qué, pero siente que no es buena idea demostrar lo aterrorizada que se siente. Después de todo, tiene la leve noción de que está ahí por voluntad propia.

—No, tranquila.

La voz temblorosa la traiciona casi tanto como el pitido incesante de la caja. La enfermera le dirige una sonrisa tensa, casi como si se riera de ella o le resultara patética. Le parece siniestra, pero intenta racionalizar: tal vez lleve muchas horas de turno. Tal vez esa sonrisa no sea porque sabe algo que ella no, sino porque sencillamente está cansada de tensar los músculos de su cara para mostrar una sonrisa tranquilizadora para los pacientes. Por eso tiene ese aspecto de mueca retorcida y cínica. Sí, solo es eso. Turnos demasiado largos.

Le coloca un esparadrapo por encima de la aguja para sujetar la vía. En cuanto el bulto metálico que le perfora el torrente sanguíneo desaparece de su vista, consigue que los latidos de su corazón se acompasen a su respiración. Todavía siente la invasión de la aguja en su carne, pero ahora al menos puede fingir que ese armatoste de plástico se mantiene sobre su mano por arte de magia, no porque esté horadando la santidad de su carne.

Los pitidos se ralentizan y ella sonríe.

La enfermera vuelve. Su mano arrastra el soporte metálico del gotero; las ruedas chirrían sobre el suelo de azulejo blanco. Conecta un fino tubo a la bolsa de plástico llena de un líquido transparente y lleva el otro extremo hasta su vía. La caja comienza a pitar más rápido y con insistencia.

—¿Qué es eso? —pregunta con la boca seca.

La enfermera le vuelve a mostrar esa sonrisa tensa y torcida.

—Tranquila.

—No, si yo estoy tranquila —contesta.

El pitido de la caja resuena en la sala de azulejos: «Mentirosa. Mentirosa. Mentirosa. Mentirosa». La enfermera mira la caja con elocuencia y su mueca se vuelve aún más siniestra.

—Tranquila —repite.

Manipula las válvulas y el líquido transparente inicia un lento ascenso hacia el interior de su cuerpo. Sus ojos se clavan en esa sustancia desconocida que repta despacio como un gusano. El corazón se le acelera incluso más: sabe que acabará por debajo de su piel. El vacío que ha creado la válvula de la vía atrae el líquido como un canto de sirena, deja abierta la entrada a su cuerpo. Jadea al pensar en esa sustancia desconocida introduciéndose en la vena, mezclándose con su sangre, recorriendo todo su ser como un parásito. El pitido de la caja de plástico es tan rápido que se asusta. Cierra los ojos, respira hondo, intenta olvidarse de ese invasor desconocido que desciende con lentitud por el tubo. Espera notar algo que le indique que ya lo tiene dentro, pero no siente nada. Cuando abre los ojos ve que el líquido ya ha llegado a la vía. Sea lo que sea, lo tiene dentro. Y no nota nada raro.

—Ahora vuelvo —le dice la enfermera.

No se había dado cuenta de que seguía allí. Mientras observaba con ojos desencajados, expresión de terror y respiración superficial cómo se deslizaba el líquido del gotero hasta la vía, la enfermera de mueca siniestra y coleta morena se había quedado mirándola en silencio. Se siente avergonzada; había creído estar sola y no había ocultado nada, sino que su rostro había sido una ventana abierta al pánico y la ansiedad. Y no debería ser así. Después de todo, tiene la leve noción de estar allí por voluntad propia.

Vuelve a respirar profundamente hasta que los pitidos de la caja bajan a un ritmo que ella considera aceptable. Clava los dedos en el acolchado de los reposabrazos y trata de relajarse. No puede seguir perdiendo los papeles. Tiene que estar tranquila. No pasa nada malo. La enfermera es una profesional con muchas horas a las espaldas, el gotero no le ha hecho daño. No sabe por qué está allí ni qué le hacen, pero sí cree saber que nadie la ha obligado, que se está sometiendo a eso porque quiere. Mostrarse como una niña asustadiza no hará ningún bien a nadie; hastiará al personal sanitario y la hará parecer patética. No, debe mostrarse tranquila y serena, solícita con la enfermera, valiente y dispuesta: una mujer controlada y dueña de sus decisiones. Está allí porque quiere, más o menos; irá con la cabeza bien alta y dará una lección de elegancia y saber estar.

La enfermera vuelve y su rostro parece aún más cruel, casi como una máscara de plástico que se estira por los bordes y no puede contener la maldad que hay debajo. La tranquilidad que ha conseguido reunir se disipa como el humo. La caja traidora pita sin cesar, como si su corazón le estuviera mandando un telegrama desesperado pidiendo auxilio. La enfermera estira la mano y le quita la pinza del dedo.

Su corazón se queda mudo e incomunicado.

—Vamos —dice.

No espera a que se levante. Agarra el palo metálico del gotero y lo desliza sobre sus ruedas hacia la puerta. Ella se levanta con torpeza, mareada, e intenta seguirla. El tubo de plástico sigue conectado a su vena y durante un momento la invade un miedo atroz y absurdo a que un tirón brusco del gotero se lleve detrás la vía y las venas y la deje a ella vacía por dentro, un pellejo seco que ya no guarda nada. Corretea como puede tras la enfermera a través de pasillos, sintiendo los movimientos de la aguja de la vía hurgándole bajo la piel.

Llegan a una sala iluminada por luces blancas. Por todas partes se mueven personas vestidas con trajes verdes. Llevan gorros, máscaras y guantes que ocultan cualquier rasgo distintivo; son una masa amorfa e impersonal. Le da la impresión, por algún motivo, de que no es por el uniforme de quirófano, sino que debajo no hay nada: ni manos bajo los guantes, ni cuerpos bajo las batas, ni cabello bajo los gorros, ni rostro bajo las máscaras.

La enfermera la guía a tirones hasta un sillón casi horizontal. De los reposabrazos salen bandejas para instrumental y encima tiene un potente foco redondo que casi parece una cúpula. Sin palabras, la obliga a echarse en el sillón y coloca las bandejas y el foco de forma que no le quede apenas resquicio por donde escapar; como si fuera un puño que cierra lentamente los dedos a su alrededor, dispuesto a aplastarla. Las personas sin rostro mascullan y se aproximan. Uno de ellos le acerca una pinza y una nueva caja lanza al aire el pitido insistente y aterrorizado de su corazón. Se siente tan aliviada por escucharlo latir que se le escapan dos lágrimas: hasta ahora no se había dado cuenta de la tranquilidad que le daba esta comunicación unilateral con su corazón. Está tan ensimismada en el sonido de su propia vida que no se da cuenta de que una persona sin rostro le lleva un tubo a la vía.

—¿Qué es eso? —masculla.

El tubo rezuma un líquido blanco y espeso que le recuerda al esperma. Cuando ve que la persona sin rostro lo conecta a su vía y lo ve desaparecer en sus entrañas, las arcadas le suben por la garganta como un géiser de repugnancia.

—¡¿Qué es eso?! —repite más alto.

Tres personas sin rostro se quedan quietas mirándola.

—Tranquila.

—Tenemos que hacer nuestro trabajo.

—Déjanos trabajar.

—Sabemos lo que estamos haciendo.

—Tranquila.

—Ponte en nuestras manos.

—Tranquila.

—Tranquila.

Siente las manos de las personas sin rostro en las mejillas, en los hombros, en el dorso de la mano. Son ansiosas e invasivas, pero de alguna manera acaban por calmarla; o tal vez sea el líquido blanco que le circula bajo la piel. La caja cada vez pita más lentamente y todo su cuerpo se llena de un hormigueo narcótico. Se relaja.

—Eso es —la animan las personas sin rostro que no dejan de acariciarla—. Tranquila.

Sus voces son un murmullo. Las manos no paran de tocarla, aunque le parece que cada vez tienen menos de dulces y más de ansiosas.

—Respira hondo… —susurran en su oído cuando está a punto de hundirse en la inconsciencia.

—Y abre la boca.

Está tan al otro lado que no consigue reunir la fuerza de negarse: como una niña obediente, abre la boca y se sume en la nada.

Destellos de conciencia la aguijonean de cuando en cuando mientras se mece suavemente en las nieblas del sopor. Tiene la sensación de que le pellizcan el pecho; no, no son pellizcos, le están arrancando trocitos de carne. Guantes que no ocultan manos se hunden en su tórax; le parece que la están sacando a ella de su propio cuerpo y la están reemplazando con otra cosa, como si la estuvieran disecando, extrayendo la vida de su pecho y llenándola de serrín. Siente metal frío en la boca y en la garganta; está convencida de que le están haciendo daño, pero está demasiado lejos de sí misma para sentirlo. Ve a las personas sin rostro alargando los dedos ansiosos hacia ella, como hienas que se pelean por la carroña. ¿Cómo se le ha ocurrido que podía estar aquí por voluntad propia? ¿Cómo se ha dejado engañar tanto?

El líquido blanco sigue moviéndose por su sangre. El invasor nota su desasosiego y la acaricia desde el interior de su cuerpo. Se vuelve a hundir en la nada.

Durante todo ese rato, la caja de los pitidos permanece muda.

 

El pinchazo la devuelve a la realidad.

Está sentada en una silla acolchada de color gris. A su alrededor hay una sala blanca de azulejos iluminada por unos halógenos que zumban débilmente. Una camisa de un color blanco grisáceo que parece de pijama le cubre el pecho; por el rabillo del ojo, le parece ver que el amplio escote muestra un vendaje que tiene un color amarillo extrañamente purulento. No sabe dónde está ni por qué, aunque tiene la leve noción de que está ahí por voluntad propia.

Una mujer con un traje blanco y el pelo oscuro recogido en una coleta le sonríe.

—¿Cómo te encuentras?

En ese momento se da cuenta de a qué se debe el pinchazo que la ha hecho despertar. La mujer le ha sacado la gruesa aguja de una vía intravenosa del dorso de la mano derecha. Un profundo agujero redondo marca el punto en el que había estado clavada en la carne; todavía siente la protuberancia cilíndrica de la aguja dentro de su vena. Le tiemblan las manos al ver esa prueba de que la han invadido por debajo de la piel. Entonces nota que algo le aprieta el dedo índice de la izquierda. Hasta entonces no ha sido consciente de la especie de pinza de plástico que le estrangula la falange, conectada por unos cables a lo que parece una caja de metal gris que muestra números que ella no entiende y emite un pitido constante. Un pitido que ahora es rápido y errático.

Respira hondo para intentar acompasar los latidos de su corazón. No sabe por qué, pero siente que no es buena idea demostrar lo aterrorizada que se siente. Después de todo, tiene la leve noción de que está ahí por voluntad propia.

—Mhhmgf.

Intenta hablar, pero tiene la boca llena de gasa de algodón. El pitido incesante de la caja acelera. La enfermera le dirige una sonrisa tensa, casi como si se riera de ella o le resultara patética.

—No intentes hablar, cielo.

Tiene el cuerpo entumecido. Se lleva con dificultad la mano a los labios y no se los siente: nota una carne blanda y extrañamente muerta bajo las yemas de los dedos que no reconoce como suya. Intenta hablar y su voz torpe se amortigua con la gasa que tiene en la boca. Traga saliva y una esquinita se le introduce en la garganta. Intenta meterse los dedos en la boca para sacarla.

—No, no, no, no, no —la reprende con cierto laconismo la enfermera. Le coge la muñeca y la obliga a bajar la mano. No tiene fuerzas para oponerse, pero intenta volver a hablar—. No puedes sacarte la gasa. Podrías ahogarte con la sangre.

«Pero es que ya me ahogo», intenta decirle con la mirada. Cada vez que traga saliva, la gasa se le desliza un poquito más al fondo de la garganta. Pronto le taponará la tráquea y se asfixiará. Intenta hacerse entender, pero sus palabras se convierten en un murmullo. Vuelve a llevarse las manos a la boca y la enfermera la vuelve a parar, esta vez con más brusquedad.

—Estate quieta de una vez. —Le aprieta un poco la muñeca. La voz y el gesto destilan el peligro suficiente como para convencerla de que lo más inteligente es, efectivamente, no pelear.

Respirando por la nariz, intenta no tragar saliva y concentrarse solo en ralentizar los latidos de su corazón. El pitido incesante de la caja que rebota en los azulejos suena casi como una risa siniestra que se burla de su estrepitoso fracaso. «Mentirosa. Mentirosa. Mentirosa. Mentirosa».

—Vamos a darte un rato para que te recuperes antes de volver a quirófano.

Abre los ojos, aterrada. De su boca taponada solo sale un grito ahogado, pero esta vez no es culpa de la gasa: el miedo y la confusión son tan grandes que no podría haberlos expresado de forma racional.

—Mujer, ¿por qué reaccionas así? —dice la enfermera con cierto retintín—. Todavía no hemos acabado el tratamiento. Todavía no eres perfecta. ¿No era eso lo que querías?

La gasa le está taponando la garganta. El pitido es casi un sonido sostenido, su corazón no le da tiempo a la caja de transmitir lo acelerado de su latido. Ve chispas frente a los ojos y siente que se hunde en su propio cuerpo.

La enfermera se arrodilla frente a ella, le agarra la barbilla y sonríe.

—Que no se te olvide que estás aquí por voluntad propia.

Virginia Buedo

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Foto: Ani Kolleshi. Unsplash