Alicia Sánchez: Esto es lo que llaman infierno

Esto es lo que llaman infierno. Libros Prohibidos

La doctora Márquez Córcoles lleva una blusa blanca Zara y unos pantalones de paño gris oscuro hechos a medida. Su cabello, castaño con unas discretas mechas rojizas, cae sobre uno de sus senos, pequeños pero debidamente sujetos por un sencillo modelo de la línea básica de Women Secret. La doctora Márquez Córcoles sufre astigmatismo alto: 7 dioptrías en el ojo derecho y 5 en el izquierdo, y ese es un defecto que le amargó parte de la infancia y la práctica totalidad de la adolescencia. Ahora, sin embargo, lleva lentillas permeables al gas, unas carísimas lentillas permeables al gas que, además de librarle de las gafas, le dan a sus ojos oscuros una tonalidad gris plomo muy acorde con su profesión.

La doctora Márquez Córcoles es médico forense.

En estos momentos, está sujetando el escalpelo y duda entre clavarlo en el centro del esternón o unos centímetros más abajo. No está concentrada, lo sabe. En otras circunstancias, no se lo habría pensado dos veces, pero hoy no ha tenido un buen día y está cansada. Y encima este cadáver, que le ha llegado cinco minutos antes de que acabara su turno y que no podía dejarse para mañana.

El pulso le tiembla. Escalpelo, del latín escalpellum. Cada forense tiene el suyo. Es tan intransferible como un amante o más, si cabe. Ella es habilidosa abriendo y cerrando los cadáveres. Tiene los dedos ágiles, como su abuela cuando hacía encaje de bolillos o su madre, cuando escribía en la vieja Olivetti. «Haz tú las suturas ­­—le decía su profesor cuando tan sólo era una estudiante en prácticas—. Al fin y al cabo, coser es cosa de mujeres». Y ella tragaba quina y cosía. Bordados con relieve en el tórax, primoroso zigzag en las extremidades, delicado punto atrás en la zona craneofacial… Cosía y callaba, como habían hecho todas las generaciones de mujeres de su familia desde tiempos inmemoriales.

Ahora, la doctora Márquez Córcoles parece haberse decidido y pasa la afilada cuchilla sobre el centro del esternón. Mi esternón. Sí, porque el cadáver que acaba de llegar a última hora de la tarde soy yo, Sergio de Arco Sorribas, viajante de profesión y recientemente fallecido como consecuencia de un fatal accidente.

Mientras me abre el costillar con un instrumento parecido a un pie de rey, me sorprendo de no sufrir ningún dolor pero, al momento, me doy cuenta de lo erróneo de mi apreciación. Lo verdaderamente extraño es que, a pesar de estar muerto, sea plenamente consciente de todo lo que ocurre a mi alrededor. Cuando pasé a mejor vida, no atravesé por ninguna de aquellas experiencias que las personas que regresan de la muerte aseguran haber vivido. Ni vi la famosa luz al final del túnel ni me pasó mi vida como en una película. Nada de eso. Lo que sí he notado, y no deja de ser curioso, es una asombrosa capacidad para abandonar mi cuerpo y entrar en el cuerpo de las personas que hay a mi alrededor. No sólo sé lo que piensan sino que, además, absorbo todo el sufrimiento pasado y presente que hay dentro de sus almas, desde sus traumas de infancia hasta sus problemas sentimentales. En las 24 horas que llevo muerto, lo he hecho varias veces, con el camillero que me llevó al hospital, con los médicos que certificaron mi muerte…. Ahora mismo, aunque mi cuerpo esté allí tendido en esa bañera con desagüe donde los forenses hacen sus disecciones, mi conciencia, mi alma o lo que sea está dentro de la doctora Márquez Córcoles y puedo percibir todo lo que pasa por su cabeza.

Sé, por ejemplo, que está preocupada porque hace dos semanas que no le llama su amante, un pez gordo llamado Armando Argüelles, director del Instituto de Investigaciones Forenses de la Fiscalía General, que está casado y que, a pesar de habérselo prometido varias veces, no tiene ninguna intención de abandonar a su mujer. Sí, la doctora no pasa por un buen momento. Mientras amasa con sus manos enguantadas el interior de mi cuerpo, percibo su tribulación y me compadezco de ella.

La doctora, cuyo nombre de pila es Irene, es cuidadosa con mis vísceras. Hace y deshace con diligencia profesional. Extrae muestras, las guarda en pequeños tubos y repasa con sus dedos cubiertos de látex la orografía de mi cuerpo. Con unas pinzas, despliega el laberinto de mis intestinos, los revisa y los vuelve a guardar. También me ha abierto la vejiga inflada, ha extraído una muestra de mi orina, y me ha hecho pensar en la última cerveza, en la última caña de cerveza que me bebí poco antes de morir. Mi muerte. No quiero pensar en ella, pero tarde o temprano tendré que hacerlo. Tengo recuerdos aislados. Tras el impacto salí despedido por los aires, con el cuello roto y las extremidades desechas. Me veo volando, desmadejado como una marioneta, para caer segundos después sobre el asfalto, un asfalto caliente y viscoso, como recién alquitranado, con olor a gasolina. Y poco antes de la muerte, de la misteriosa muerte, un último pensamiento para mi mujer, la dulce Estefanía, que nunca, ni siquiera ahora, después de muerto he podido olvidar.

La doctora sostiene mi informe con una mano mientras trabaja con la otra. Ahora está cortando la piel que rodea la cara para levantarla como si fuera una máscara, dejando mi calavera a la vista. De repente, percibo un deseo, un oscuro deseo. La doctora Márquez Córcoles, Irene, quiere morir. Está pensando en los fármacos que, debidamente combinados y mezclados con cafeína —la doctora no prueba el alcohol—, le permitirían ingresar en el reino de los muertos. No quiere sufrir ni armar demasiado revuelo. Conoce demasiado bien la muerte para no desear ningún tipo de dramatismo. Se dará una ducha caliente, se tomará un expreso bien cargado y un puñado de píldoras de distintos colores que le harán dormir, dormir para siempre. Me desespero. Quiero decirle que se equivoca, que lo más probable es que, como yo, siga consciente después de muerta, pensando una y otra vez en todos aquellos episodios de su vida que ahora quiere olvidar: en sus complejos infantiles, en las humillaciones de sus tiempos de estudiante y en ese triángulo amoroso que le ha oscurecido el alma.

Como yo, que no dejo de pensar una y otra vez en la atrocidad que cometí y que así continuaré, a menos que me esté esperando una segunda muerte, una muerte completa, que me libere de ese sentimiento de culpa que tanto me atormenta. ¿Es esto lo que llaman infierno? ¿Es este el castigo que deben purgar los pecadores después de muertos?

Para animarse un poco después de sus tristes pensamientos, la doctora bebe un sorbo de una bebida energética que le mantiene despierta, y sigue trabajando. Recoge con delicadeza la piel desprendida de mi rostro, y la deja caer, presionando ligeramente con los dedos para adaptarla de nuevo a mi estructura ósea. Ahora tan sólo le queda acabar de coser, remendar completamente mi magullado cuerpo y ya habrá terminado. Me desespero. ¿Qué será de mí cuando esté dentro del nicho o, pero aún, en el crematorio, convertido en cenizas? ¿También entonces seguiré consciente, pensando una y otra vez en Estefanía y en todo el daño que le hice? No, no podría soportarlo, no con el recuerdo del día en el que ella murió.

Era demasiado mayor para tener un hijo, eso lo sabíamos todos. Ella quería abortar, pero yo le pedí, le exigí que no lo hiciera. Al final dio su brazo a torcer. Al poco tiempo, enfermó. Cada mes que pasaba estaba peor y, justo cuando se puso de parto, murió y con ella el niño que nunca llegó a alumbrar. Y luego vino el dolor insoportable, la depresión y el alcohol a todas horas como único refugio. Tres meses después de su muerte cogí el coche, a pesar de haber bebido durante todo el día y tuve el accidente que acabó con mi vida. Punto y final, creía yo, pero aquí estoy, penando interminablemente, sufriendo el peor de los castigos imaginables.

La doctora mira mi rostro, deformado por el rigor mortis, y parece que haya leído mis pensamientos. Está algo más animada. Se ha quitado de la cabeza la idea del suicidio. Me tranquilizo, tan sólo ha sido una idea descabellada, pensar sin pensar. La historia de la doctora Márquez Córcoles todavía no tiene un final. Quisiera permanecer con ella un poco más, pero Irene acaba de colgarme una etiqueta en el dedo gordo del pie y abandona la sala de autopsias, sin ni siquiera mirarme por última vez.

Y yo sigo pensando, pensando y recordándolo todo, cada vez con más precisión. La muerte de Estefanía, la borrachera, el coche saliéndose de la carretera, mi cuerpo atravesando el parabrisas, propulsado hacia el cielo durante unos segundos para caer después en el asfalto, caliente y viscoso, como recién alquitranado.

Alicia Sánchez

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Foto: Rawpixel.com. Unsplash