Año: 2020
Editorial: Libros Indie
Género: Libro de relatos (Inclasificable)
Obra perteneciente a la sección oficial de los Premios Guillermo de Baskerville 2020
Pubertad divino tesoro
En el prólogo de Los malos consejos se dice que los adolescentes son mutantes. Pues bien, aunque este que reseña ya no recuerda su cuerpo criando pelo y el picorsito ese al ver a tu compañerito de clase y querer hacerle lo que la primavera le hace a los cerezos, sí que puede entender la relación entre lo monstruoso y el humano que deja de ser criatura y empieza a notar que ha venido a este mundo para oponerse (pobreticos, que chasco nos llevamos después) por sistema. Cualquiera podrá comprender también el atractivo que ejercen los seres terroríficos en las mentes en desarrollo, en esas cabecitas extremistas capaces de una angustia desmesurada y de la alegría más pavisosa. Al adolescente que fuimos le fascina el poder que son capaces de desencadenar los entes sobrenaturales y los personajes psicopatizados; y por eso, espejo espejito quién es el más salvaje de todo el cole, se mira en ellos, como ellos se siente agraviado, apartado, en lucha; siente su sed de sangre y carencia de cariño. Cualquiera también sabe que la adolescencia es para toda la vida, que cuando nos sentimos heridos o inseguros (le pasaba hasta a Ghandi), nos aniñatamos y de nuevo de vuelta a ese estallido de estímulos y excusas, a esa rebeldía de chichimona de la que tanto se aprovechan las mentes pensantes de la mercadotécnica para vendernos cualquier chorrada que nos recuerde el poder de la bestia.
Los malos consejos apela a ese engendro que fuimos, capaz de instinto aún, temerario y asustado a partes iguales. Acuna a ese niño adulterándose que era capaz de la mejor rabia que hemos probado en nuestra vida y que todavía no conocía el cinismo y la ocultación que llaman madurez. Solo por este espacio caótico que nos abre el libro ya merece la pena arrimarse.
Hacer el borrico
Y hacerlo a lo grande. Coces a diestro y siniestro, como si te hubiera picado un tábano en esa zona tan íntima que está al lado del cojón izquierdo. Decir barrabasadas, permitir la boca sucia, la lengua ponzoñosa, rebuznar, que todo parezca viscoso y aterrador, pero también natural y desenvuelto. Provocar, enseñar a los mortales todo lo que hay detrás de su impostura.
Hay curvas, hay riesgo, hay naranjazos a las correcciones políticas, humor a raudales para que veamos de una vez el absurdo mundo de contención en el que vivimos. El mal funambulista no busca el equilibrio, intenta caer a lo grande, salpicar con sus sesos al público que aplaudirá hasta que se le despellejen las manos. ¿He escuchado catarsis? Vendido a la dama con las tetas fuera de la segunda fila, la que está al lado del caballero con una churra ensangrentada en la mano. No vengan a Los malos consejos a buscar mesura o complacencia, sienten a su censor de cabecera en el mejor sofá de la casa, adormézcanlo. Se busca el desborde, que entrechoquen los prejuicios entre ellos como las copas de la cristalería buena, que lluevan añicos, chispas y risas nerviosas. Lo que hay en este libro pude poner en tensión a la más open de las mentes, dicho queda.
Arranca esta antología, y enseguida empieza a derrapar y a armar jaleo, con un prólogo beat en Santa Cruz, con un cómo se hizo en toda regla, que encierra un homenaje al material que después rezumará de los relatos: cine cochambre pero lleno de vida, disparatado, gamberro y, a poder ser, empetao de sexo. Caviar para mitificadores compulsivos. El mismo prólogo es una chispeante locura alucinógena y nos deja con ganas de haber estado allí. No sabemos si tirarnos en plancha a por los relatos o si drogarnos a lo bonzo para que no se nos vaya el subidón que destila la aberturilla canallesca en cuestión.
En Los malos consejos cada uno de los relatos que nos vamos a papear se adereza, bajo su título, con guarnición de películas y canciones recomendadas. Esto gustará a los lectores más curiosos. Menuda entripá espera al que se atreva con estos entrantes tan exquisitamente pasados de punto.
Esto me suena
La familiaridad con los clichés es una marca característica de los cuentos de este libro. Al fin y al cabo, lo que hace el autor es adaptar a otro formato toda la filosofía, temática y estética de esas películas de serie zetísima que le dieron de mamar.
Hemos visto ya en Libros Prohibidos estos usos que generan una literatura característica, sin pretensiones aparentes, que gustará a los más amantes de la barrabasada, a los que saben que la realidad, y por tanto la ficción que exuda de ella, no es ni ideal ni estilizada; que en ella hay perversión y barrizal. Genitales y fluidos. Hay que darle duro al tabú para no acabar siendo monaguillo a los cincuenta.
Pero, ojo, Los malos consejos no se trata solo de una gamberrada fanfarrona, hay algo más aquí dentro, se le ve el poso y la pasión a este conjunto de cuentos. Encontraremos una especie de dignificación y reflexión sobre cómo el subproducto cultural genera un mundo con sus reglas y sus espacios abiertos, un refugio para inadaptados. No solo es una obra de monstruos de plastiquete y guarreteo, casi puede notarse una devoción detrás de cada relato. Podría ser que este libro sea una especie de celebración de los mundos alternativos, llenos de incorrección, de espacios más libres.
Podrá echar para atrás a más de un lector el tratamiento que se da al sexo y a la violencia. Explícito, siempre bajo la luz falsaria de un plató de cine porno. Demasiado burdo si no te montas en la impostura propuesta. Porque aquí hay carnalidad, hormonas, babas, rabia… todo a la vista, para olerse y saborearse. Los malos consejos puede provocar reacciones antagónicas: o bien te chupas los dedos, o bien te da una arcada capaz de darte la vuelta como un calcetín.
Debajo del maquillaje barato
Se puede encontrar aquí el fulgor, la belleza de lo que se quema y un lenguaje cargado (como carga la buena magia los objetos) y capaz de imágenes potentes. De nuevo, como con lo comentado arriba del tratamiento de lo explícito, a algunos le resultará demasiado denso el estilo Pablo Vázquez, allá ellos. La belleza de lo horrendo, de la sombra psicopática que va con nosotros a por el pan, el terror de la fealdad y la violencia. De todo eso hay detrás de las coces que pega Los malos consejos.
Las almas sencillas y devotas del dios de la normalidad, los espíritus cándidos no soportarán este viaje, esta narrativa que nos pincha el ensueño de ciudadano ideal, que entretiene y usa, conscientemente, el morbo y la vehemencia para impactarnos. Quizás sature un poco tanta provocación, pero puede beberse este caldo emponzoñado a pequeños sorbos, como lenitivo para vaciarnos de la falsa elegancia y de los trajes caros.
Las referencias a lo popular e infrapopular son constantes, pilar básico de los relatos. Hay pues cierto culturalismo desharrapado en estas páginas, mucha sabiduría sobre esos artefactos de entretenimiento que nos servían de ventana al más allá y como desahogo.
—Una planta carnívora, un negocio ruinoso. Así fue como empezó todo. El árbol de la ciencia del bien y del mal y la madre que lo injertó. Los puñeteros esquejes. Yo mismo le cortaba las ramitas y vaciaba de sangre mis pulgares para alimentarla.
Lo onírico pesadillesco también tiene su papel en Los malos consejos, en algunos relatos vemos como la lisergia salta de las frases y nos confunde, nos imanta. Es el caso, por ejemplo de «El domino del mundo». Pero en todos los cuentos hay ambientaciones inquietantes; malos sueños alimentados de cine y pasados, vais a leer bien, por el tamiz de la poesía de lo deforme, de la negatividad que no se atiende porque cómo va esta realidad tan funcional y luminosa a albergar terrores tales bajo sus aceras de miel.
Otro ingrediente pal’puchero: la sorna, el humor absurdo y macarrónico. Sin renunciar, eso sí, a chascarrillos juguetones que son marca de la casa en Los malos consejos. Porque si el mundo se va al carajo o si un falso mesías te relía para que compres su empresa de reforma y exterminio, pues es mejor tomárselo a guasa, afinar el sentido del humor hasta que parezca un machete y pueda usarse para cortar delicadas flores y fornidos brazos.
Pero no olvidemos que todos los economistas habían perecido en la explosión que acabó con el Mundo Antiguo, a la que llamaremos Hecatombe Universal. Y cuando el mundo, a las cuatro horas, fue creado de nuevo, una de las condiciones impuestas fue que no volvieran a existir los economistas.
Los malos consejos es una obra inclasificable, que mezcla clichés y temáticas, unas migajas de distopía aquí, terror sangriento e intriga por allá, algo de fantasía, solo un toque leve, y muchas ganas de desfogar, eso sobre todo. El libro funciona como una acería sin producto final, los hornos siempre encendidos, a todo trapo, fundiendo y refundiendo metales extraños en una especie de círculo vicioso de lo extraño y delirante.
La mezcla de temas y tonos genera una posibilidad inmensa de disfrute y desata la mandíbula. Se aseguran las carcajadas bonachonas y purgantes, los asombros escandalizados, algo de repulsión en algunos momentos —te has pasado, pensamos en más de una ocasión—. Pero creo que prevalece el humor corrosivo, sanador incluso para el que sea capaz de beber el ácido sulfúrico recién sacado del microondas.
Siempre en el alambre, como Pedro por su casa, como el que come pipas, transita esta antología de relatos por los terrenos procelosos del tabú y lo prohibido. Si te quedas en Los malos consejos, tendrás sordidez como combustible y un pulso narrativo firme, exuberante por momentos, capaz de impactar.
Como me dijo mi madre antes de comerme mi primera brocheta de ojos de cordero: si no lo pruebas, no sabes si te gusta.