Las brujas echan maldiciones cuando se enfadan mucho. Eso lo sabe todo el mundo.
La ley les prohíbe beber alcohol, porque las vuelve impredecibles. Sin embargo, algunas se pasan las normas por el forro y, por eso, aquel fatídico día me convertí en el hombre periquito.
Empezaré por el principio, para que os ubiquéis.
Era ya tarde. Después de entregar un carro de abono en la huerta de mi tía, iba yo tan tranquilo por la vereda, un mozo en edad de merecer silbando una cancioncilla, con mis calzas y mi jubón de trabajar, como cualquier campesino de aquellos lares. Sin molestar a nadie.
Todavía no sé de dónde salió la bruja. Probablemente de detrás de uno de los muchos arbustos que bordeaban el sendero. Fue como el ataque de un mapache rábido: en un instante, la tenía a dos palmos de mi cara, haciendo aspavientos mientras volcaba sobre mí una ráfaga de violentos eructos etílicos. Al reconocerla como bruja por el sombrerito puntiagudo, me puse muy nervioso, para qué mentir.
Empezó a gritarme, pero no se le entendía nada, porque iba puesta de orujo y aguardiente hasta las cejas, y quién sabe qué más. Cuanto más intentaba apaciguarla yo, más se enfadaba ella. Al final opté por mandarla a pastar y seguir mi camino, pero entonces la bruja beoda se sacó una varita de vete tú a saber dónde y me apuntó con ella.
No recuerdo exactamente el hechizo, pero la parida iba así:
¡Oh, infame petardo!
¡Yo te maldigo, pardiez,
porque me sale del nardo!
Invertido será tu tormento
Cuando beses a tu amada
Con la fuerza del pegamento.
Sí, así como lo oís. Las maldiciones siempre tienen que ir en verso para funcionar, pero vaya una mierda de ripios. Y qué ataque tan gratuito.
Al momento, me sentí mareado. Mi cabeza se cubrió de plumas verdes y amarillas, los ojos se me desplazaron a los lados de la cara, y me brotó un pico chatón donde antes estaba mi boca. Con unas risotadas salpicadas de eructos y palabrotas, la energúmena aquella desapareció entre los arbustos, dejándome transformado de cuello para arriba en un periquito.
Ya hay que tener mala suerte.
Mejor no me entretendré en explicaros las reacciones horrorizadas de mis padres cuando llegué a casa, todavía en estado de shock. La única que se murió de risa fue mi hermana, que es una capulla integral.
En fin, ahí estaba yo: un campesino con cabeza de periquito. Ni qué decir que mis vecinos se lo tomaron igual que mi familia; unos se persignaban al verme, y otros eran incapaces de mirarme a la cara sin partirse. Sufrí algunos cambios en el comportamiento: de vez en cuando me invadía un deseo insano de inflarme de alpiste, o piar hasta quedarme afónico. Y, en cuanto me lanzaban un trapo oscuro por encima —gracias, hermana capulla—, se me olvidaba lo que estaba diciendo y me quedaba dormido como un tronco.
Esto no podía seguir así. Según las leyes de convivencia entre brujos y humanos comunes, el afectado por una maldición podía recurrir a la bruja que la había lanzado y rogarle que la retirara. Mi familia investigó y, en menos de una semana, descubrimos que la energúmena beoda vivía en una cabaña oculta muy al interior del bosque.
Allá fui, armado con mi bastón de pasear y un saquito de alpiste para ir picoteando por el camino. Llegar me llevó varias horas. Aunque yo no había hecho nada que mereciera este castigo, ensayé disculpas que pudieran persuadir a la bruja de retirar el hechizo. Ojalá la pillara sobria esta vez y, con suerte, de mejor humor.
Para cuando llegué al lugar señalado, sudaba como un pollo —nunca mejor dicho—. Mas mi mala estrella no se había terminado: ante mí, en un claro del bosque, se alzaban los restos carbonizados y humeantes de la susodicha cabaña.
Solté un graznido de desesperación. ¿Qué demonios había pasado?
De detrás de los muros salió un hombre, atraído por mi grito. Sin dejar de barrer las cenizas que lo rodeaban, se acercó a mí. Tenía una cara de aburrimiento absoluto y resignación.
—¿Qué sus trae por aquí? —rezongó. Me costó comprender su acento hasta que repitió la frase por tercera vez.
—Venía a pedirle a la bruja que me quitara esto de la cabeza.
—Ay, mala cosa pues. —Señaló a los restos ennegrecidos de la cabaña—. ¿Veis aquesto? Anoche el ama encerrose con sus alquimias. Crear un potente orujo quería, y para eso trájose todos los licores que hallara en los mercados de la región. Yo díjele que aquesto peligroso era, que los vapores del alcohol rápido arden y que ella, con perdón, ya iba bien calentita.
El alma se me cayó a los pies conforme el hombre proseguía.
—Pos yo me fui a mi caseta, que está ahí, entre los árboles. Que no quería meterme donde no me llamaban, que el ama es muy de maldecir a la gente cuando la contrarían. Y a esto de la madrugada, en mi lecho estoy, cuando ¡pum! Óyese un petardazo, luces fosforitas llenan el claro, y salgo yo de mi caseta todavía en calzones, a tiempo de ver cómo el tejado sale volando, las chimeneas se abaten entre «explotidos», y a la puta se va todo.
—¡Ay, no! —gemí.
—Oy, sí, señor mío. Una chispa tuvo que salir, y ya era el ama tres cuartas partes de alcohol ella misma. Apuéstome el nombre que tuvo que ser combustión espontánea.
—¿Pero no ha sobrevivido al accidente? ¡Necesito hablar con ella!
El criado negó.
—Imposible, señor. Yo mesmo fui testigo de cómo la cabeza de mi señora, del cuerpo despegada, salía por los cielos y aterrizaba en la montaña, seguida de una gloriosa estela de fuego etílico.
De tan horrible día no tengo más que contar: volví a mi casa dando tumbos, espantado. Creo que por el camino, no sé ni cómo, puse un huevo de la impresión. La magia le hace cosas raras a uno.
Así pues, con la bruja muerta y la maldición aún sobre mí, no me quedaba más opción que romper el encantamiento por la vía tradicional: «besando a mi amada con la fuerza del pegamento».
Lo tenía un poco crudo. Amada, amada… no sabría deciros. Sí, había una moza llamada Ermesinda, la hija del lechero, que me gustaba mucho. Tenía un pelo rubio larguísimo, pequitas en los hombros y una figura maravillosa; un canalillo tan perfecto que parecía un culo, y un culo que parecía un canalillo. Toda ella era como un bucle de la más absoluta perfección culitetil. Hacía que me sucedieran cosas raras en los calzones, me ponía colorado y enfermo sólo de verla pasar por las calles del pueblo. Pero de ahí a amar… Yo que sé, habríamos hablado como tres veces.
Para que el desencantamiento surtiera efecto, ¿haría falta que Ermesinda me correspondiera en el momento del beso? ¿O un besito por caridad bastaría? El hechizo había dicho “mi amada”, pero no había especificado cuáles debían ser los motivos para que el beso tuviera lugar. Encerrado en mi casa, me quebraba tanto la cabeza que mis amigos se ofrecieron a ayudar.
Mis compadres, benditos fueran, cotillearon por ahí y volvieron con jugosas noticias: les había llegado el rumor de que Ermesinda no parecía repelida por mi antierótica cabeza de periquito. De hecho, afirmaban ellos, se había sentido bastante atraída por mí hasta el momento de mi metamorfosis.
La desesperación por recuperar mi apariencia normal y el ansia de cortejar a Ermesinda me impulsaron a hacerles caso cuando, entre chanzas, me dijeron:
—¡Corre, periquito! Nos han dicho que ahora mismo está con las vacas en el prado de margaritas. ¡Ve a por ella, declárate, hazle cucurrucú, pajarito!
Y allá fui yo, derecho al prado, mientras se me caían las plumas a montones de los nervios. En efecto, la encontré donde las flores, preciosa y lozana, con sus pequitas y su canalillo asomando por encima del corpiño. Cuando me abrí paso entre un par de vacas y llegué hasta ella, Ermesinda dio un brinco y se me quedó mirando.
Como cada vez que la veía, mi cerebro se hizo puré. Quería decirle algo romántico, apasionado, que la hiciera caer rendida en mis brazos.
En lugar de eso, mi periquitez se disparó y sólo logré emitir un graznido. Las plumas de mi cabeza se inflaron hasta darme la apariencia de un pompón dotado de pico y ojitos brillantes. Maldita fuera mi estampa, hasta las vacas me lanzaban miradas de vergüenza ajena.
—Hola, Bartolo —murmuró ella. Para mi esperanza, se sonrojó un poco.
—Ermesinda, debo ser sincero contigo.
—Sé por qué estás aquí. Tus amigos hablaron conmigo.
Se me descolgó el pico. ¡Malditos chivatos!
—Yo… yo…
Ella me acarició la frente emplumada. Sin pretenderlo, emití un gorjeo agudo y me estremecí.
—¿Es verdad lo que dicen? ¿Que la maldición sólo se romperá si besas a la chica que te gusta? —Asentí, mientras cataratas de sudor me bajaban por las axilas—. Pensaría que es un truco para meterme mano, si no fuera por… Bueno, esa cara de periquito tan evidente.
—¿Entonces…?
—Yo también te he encontrado siempre muy cuquejo, Bartolo —añadió ella—. Eras muy guapo de cara antes. Ahora… eres agradable a la vista, y al tacto. Pero, como comprenderás, no puedo tomarte en serio, esto… eh… como mujer… si eres mitad periquito. Y, si empezaras a cortejarme y nos casáramos… ¿Cómo nos saldrían los niños?
Mentiría si dijera que su brutal honestidad no me hirió, pero tenía razón. ¿Qué suegros querrían arriesgarse a tener nietos con cabeza de periquito?
—Por eso, voy a besarte, desharemos el maleficio, y luego hablaremos con nuestros padres y empezaremos el noviazgo, ¿te parece? Va, venga ese beso.
Dicho esto, Ermesinda cerró los ojos y puso morritos.
Ay, ay, qué atrevida. Qué mujer tan fascinante y sincera. Qué malo me ponía. Temblando, acerqué mi pico hasta tocar sus labios. ¡Esto tenía que funcionar! Nuestras lengüecillas se pelearon, nos sobamos un poco, y hasta me dejó meterle un dedo muy respetuoso en el canalillo; en definitiva, aplicamos “la fuerza del pegamento”, como ordenara la jodía bruja.
Entonces, por fin, me sobrevino el mareo que acompañaba a la transformación mágica.
Coros celestiales abrieron el cielo e inundaron mis sentidos. Me bañó un haz de luz. Las plumas de mi cabeza se cayeron, el pico desapareció. Me palpé la cara, extasiado; en verdad el maleficio se había deshecho. ¡Volvía a tener rostro de hombre!
Sin embargo, Ermesinda ahogó un grito y se apartó de mí. Me sentía muy raro de pronto. Miré al suelo y entonces, ahora de verdad, del shock puse otro huevo, todavía más grande y lustroso que el que había soltado en el bosque. Porque, por alguna razón, la difunta borracha había decidido que mi organismo funcionaría como el de una hembra. Paralizado, recordé el verso exacto del maleficio.
Invertido será tu tormento…
Invertido.
Oh, mierda.
Eso había sucedido, precisamente, al besar a mi amada. Se me invirtió por completo. Huelga decir que Ermesinda no quedó complacida con el resultado, ni tampoco sus vacas, que mugieron y huyeron en estampida, dispersándose por el prado.
Así fue como, de cuello para abajo, acabé transformado en un periquito de metro setenta con la cabeza de un hombre.
Lo mío con Ermesinda no salió adelante; intentó besarme otra vez, a ver si revertíamos el hechizo, porque era mil veces mejor la otra opción. Pero, por lo visto, mi rechoncho cuerpo de periquito le había sofocado la pasión de tal manera que, por mucho que me besara, ya no podíamos revertir mi maldición.
Tras mucho penar y meditar, he acabado por ver el lado bueno de las cosas. Ya no puedo trabajar con estas alas ni rascarme cuando me pica la espalda, pero los niños me adoran y caigo dormido como un tronco en cuanto el cielo se pone oscuro. Además, ahora en mi casa nunca faltan huevos.
Lástima que yo solo pueda digerir el alpiste.
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Foto de Ben Amaral en Unsplash.