Estíbaliz Burgaleta: Todos hablarán de mí

Mañana, a estas horas, todos hablarán de mí. 

Quién lo iba a imaginar. Me costó mucho conseguir que me aceptaran en el Frente de Liberación. Participé en la sentada que organizaron en la puerta del Ministerio de Seguridad. Y acabé pasando alguna que otra noche en comisaría, retenida junto a varios activistas, todos en la misma situación que yo: simpatizaban con la causa, habían intentado formar parte del Frente, pero el Frente no respondía. 

Por fin contacté con alguien que dijo ser integrante de la organización. Solo se podía acceder a su asamblea si te invitaba un miembro. Era la manera que tenían de evaluar a cada una de las personas que se interesaban por ellos. No querían en sus filas a curiosos, querían a gente implicada, ¿estás dispuesta a implicarte? Yo dije que sí, por supuesto. 

Me temblaban las piernas cuando entré a la sala de reuniones. Nada en esa habitación indicaba que allí se reunía un grupo clandestino. Una pizarra. Sillas viejas. Gente de aspecto corriente sentada sobre las sillas viejas. Me situé al fondo, dispuesta a escuchar y a dejarme deslumbrar por esas personas que parecían normales pero que, en el fondo, eran héroes. O eso creía yo.

Pero después de un mes de asambleas semanales, me desencanté. Me aburría más aún que en las clases de la universidad. Las reuniones consistían en dos bandos enfrentándose. Una facción quería seguir como hasta ahora, organizando manifestaciones pacíficas que confiaban en que acabarían haciéndose más numerosas, tanto que las autoridades tendrían que sentarse a dialogar con nosotros. La otra facción, encabezada por el fundador del Frente, creía que las autoridades jamás se iban a sentar a negociar, daba igual cuántos seguidores ganáramos. Debíamos pasar a la acción. Las dos facciones debatían sobre eso y sobre prácticamente cualquier otra cosa. 

Los escuchaba a todos, sentada en mi última fila. Y callaba. 

No intervenía porque no tenía nada que aportar. Entendía los razonamientos de unos y otros. Sí, había que convencer a esa masa de gente pasiva que consideraba monstruos a los No Muertos y para convencerlos debíamos respetar la legalidad vigente. Y sí, nunca se había conquistado ningún derecho fundamental con educación y pidiendo permiso. Yo misma encarnaba el fracaso del Frente. Quería ayudar, quería sentirme útil, estaba dispuesta incluso a que me detuvieran, a lo que fuera… excepto a aburrirme. Entonces, alguien me dijo:

—Eh, tú, la nueva. Te toca traer café en la próxima reunión. 

Me pregunté cuántas reuniones hicieron falta para establecer ese sistema de cafés semanales. 

Así que retrasé mi baja un poco más. La presentaría después de llevar termos con café y galletas. Esa iba a ser mi aportación a la causa: galletas caseras. Se acabaron en diez minutos. Se me acercó una mujer de unos treinta años. Llevaba gafas de montura fina y tras los cristales se veían unos ojos azules muy claros. La reconocí. Era una de las veteranas: intervenía poco en las reuniones, pero cuando lo hacía los demás guardaban silencio. Me felicitó por las galletas y yo se lo agradecí. Ella me comentó que la repostería se le daba mal, yo respondí que era fácil, sólo había que seguir las instrucciones de la receta al pie de la letra. Luego, como si siguiera con esa misma conversación banal, me dijo: 

—¿Por qué te uniste a nosotros?

Le dije que no me parecía justo el trato que nuestro gobierno daba a los No Muertos. A fin de cuentas, ellos no tenían la culpa de lo que habían hecho, no eran criminales, sino enfermos, y se les debería tratar como a tales. 

La mujer sonrió con condescendencia:

—Se nota que no viviste la guerra. 

—Eso mismo dice mi padre.

—Así que te uniste a nosotros por rebeldía, para llevar la contraria a tu padre.

Contesté que no, por supuesto. Insistí en que no podíamos quedarnos de brazos cruzados cuando había personas a las que las autoridades habían arrebatado sus derechos más fundamentales, ¿y todo por qué? Porque tuvieron mala suerte. Les mordieron y les contagiaron. Los No Muertos eran tan inocentes como un esquizofrénico que ha olvidado tomarse su medicación. 

La mujer de los ojos de piscina me escuchó con una medio sonrisa indulgente. Debí preguntarle porqué había ingresado ella en el Frente, pero en ese momento no se me ocurrió. Me sentía a examen y me quedé en blanco.

—Todo eso que dices ya lo he oído antes. Se ha repetido tanto que ya no significa nada. Lo que yo quiero saber es en qué momento decidiste que ibas a entrar en el Frente.

Esa pregunta me la sabía. Le conté que mi padre cambió de trabajo. Durante muchos días, muchas comidas y muchas cenas, nos habló a mamá y a mí de sus compañeros. Éste es un trepa, aquel un enchufado, ése otro un vago. Lo típico. Pero ni una palabra del trabajo en sí. Ni qué fabricaba la empresa, ni qué tareas llevaba a cabo él, ni siquiera dónde estaba situada. Nada. La mujer me escuchaba atenta y lo intuyó de inmediato: «una granja. Tu padre trabaja en una granja». 

Yo, sin embargo, no lo sospeché hasta que registré la mesa de trabajo de papá, localicé la llave de un cajón cerrado y entonces, solo entonces, las vi. Fotos de No Muertos hacinados en lo que antes debió ser un matadero. Nunca había visto a un No Muerto. Siempre los había imaginado como a los zombis de las películas, como a monstruos con la cabeza abierta y los sesos colgando. Lo que vi en esas fotos era peor aún. Eran personas. Vi un niño con el uniforme de un colegio de pago. Vi una anciana que debía tener la edad de mi abuela. Vi un hombre obeso en pijama y con zapatillas de estar por casa. 

—Y entonces decidí que tenía que hacer algo. 

La mujer me tendió la mano:

—Bienvenida al FLNM. 

Me indicó que me sentara cerca de ella. Yo la seguí, se me había olvidado que yo quería darme de baja. 

Se reanudó la asamblea y la mujer de los ojos claros tomó la palabra. Dijo que el Frente corría el peligro de suicidarse. Las buenas intenciones no bastaban, nuestro intento de tomar las decisiones por consenso lo único que había conseguido era que perdiéramos tiempo y simpatizantes. 

Algunas voces protestaron. Pero ellos no tenían el micrófono, apenas se les oía, así que la mujer continuó. Dijo que había llegado el momento de pasar a la acción. Y no una acción cualquiera, no más manifestaciones improvisadas que acababan con decenas de miembros en la cárcel. Había que ganarse el respeto de la gente con una demostración de fuerza. A lo grande. Entrando en una granja. 

—Podemos hacerlo porque el padre de esta joven trabaja en una. 

La mujer me señaló. Me estremecí. De repente todos en la sala me miraban. 

—En mes y medio se conmemora el Día de la Victoria. Será la ocasión perfecta. Entraremos en la granja, grabaremos lo que sucede en su interior y ese mismo día, justo antes de la medianoche, mostraremos al mundo entero que no hay motivo para celebrar nada. 

Solo entonces ella volvió a su asiento y preguntó al resto de los asistentes si votaban a favor. Un hombre de aspecto corriente y cansado levantó la mano el primero. Otras manos fueron alzándose, hasta que solo unos cuantos indecisos quedaron sin levantar la mano. Entre ellos, yo misma. 

—No podemos hacer esto sin ti, ¿quieres ayudarnos? —me preguntó la mujer. 

De nuevo, todas las miradas sobre mí. 

Dije «sí» . Me tembló la voz, y mi sí sonó pequeño y ridículo. Carraspeé, me aclaré la voz y lo repetí más alto, para que todos me oyeran bien:

—Sí.

Volví a casa hecha un manojo de nervios. Dependía de mí conseguir los planos de la granja. Yo era quien debía fotografiarlos y enviárselos a la gente del Frente. Y todo sin que mi padre sospechara. Pero cómo no iba a sospechar, si me temblaban las manos, si hacía frío y yo sudaba. 

Mis padres ya estaban sentados a la mesa, cenando. Mamá me preguntó si tenía hambre, yo contesté que no. Me preguntó por mi coartada para las tardes de los miércoles, una supuesta clase de conversación en inglés, yo conteste que «bueno, bien, como siempre» y añadí que me iba a mi habitación. Ella me dijo que vale. Mi padre me deseó buenas noches. Entré en mi cuarto, cerré la puerta tras de mí. Oía mi corazón palpitar. Ese día, al menos, no habían sospechado nada.

La primera vez que me colé en el despacho de papá, cuando vi las fotos, me resultó muy sencillo. Ahora el peso de la responsabilidad me hacía ver todo lo que arriesgaba. Me imaginaba a punto de abrir el cajón, a punto de sacar los planos y la tarjeta de acceso de mi padre y, justo en ese instante, él entraba en el despacho. Luego podían pasar muchas cosas, ninguna buena. Yo confesaba y traicionaba a mis compañeros del Frente. O no confesaba y mis padres me delataban ante la justicia.  O mentía e inventaba una historia para justificarme y no me creían y me echaban de casa. 

Fantaseaba con otra posibilidad: la de no volver nunca más a las reuniones del Frente.  La responsabilidad me pesaba, me ahogaba. ¿Quién era yo? Una chica de veinte años que quería echar una mano. Recaudar fondos, limpiar la sala de reuniones, atender las redes sociales del Frente… para eso sí que estaba preparada. 

En eso pensaba una noche, mientras cenábamos, tan abstraída que no oía absolutamente nada más. 

—¿No vas a decir nada, hija?

Miré hacia mi padre. 

—No la provoques —dijo mi madre.

Papá señaló a la televisión. Siempre cenábamos con la televisión encendida. Un reportaje hablaba del Día de la Victoria y del monumento que se inauguraría justo entonces: una especie de arco del Triunfo con los nombres de los caídos en la lucha contra los No Muertos. 

La construcción del monumento conmemorativo había encabezado las noticias durante años. Primero qué tipo de construcción iba a realizarse, luego a quién iban a encargar su realización, después dónde iba a colocarse… Y todas y cada una de esas veces mi padre y yo habíamos discutido. Yo decía que había sido una guerra injusta: un ejército armado contra gente enferma, desarmada y no responsable de sus actos. Él respondía que no eran enfermos, sino caníbales, asesinos. 

Mi padre insistió:

—¿No vas a decir que dónde está la lista de los caídos del otro bando? 

Otra de nuestras grandes disputas: las leyes de la Victoria. Se prohibió informar sobre la identidad de los contagiados porque temían que la gente accediera a sus historiales en las redes sociales a sus fotos de cuando eran gente corriente. Se prohibió informar sobre dónde se recluía a los No Muertos supervivientes. Se prohibió informar sobre qué se hacía con ellos. Si un ser querido había desaparecido y nunca habías vuelto a saber de él, nadie te daba un cuerpo que enterrar. Su muerte se volvía tabú. 

Mi madre suspiró. Ella solo quería que nos lleváramos bien. Prefería una cena en silencio a una cena llena de palabras rabiosas.  

—No voy a decir nada. No quiero discutir —dije.

Esa misma noche, mientras ellos dormían, robé la llave del cajón, me colé en el despacho y fotografié los planos. 

Llevé las fotos a la siguiente asamblea del Frente. Cómo me miraban. Parecía que ni ellos mismos confiaban en que fuera capaz de conseguir la información que necesitábamos. La mujer de ojos agua de piscina, sin embargo, no se dejaba impresionar tan fácilmente.

—Aún queda la tarjeta de acceso a la granja —dijo. Yo me sentía tan henchida de orgullo que le dije que la conseguiría. 

El fundador del Frente tomó la palabra. Nos explicó los detalles del plan. Un grupo pequeño, de cuatro personas, todos con experiencia, se encargarían de colarse dentro de la granja y grabar. Las imágenes las colgarían en internet a las 23.59 horas, justo antes de que finalizara el Día de la Victoria. 

El líder cedió la palabra al hombre corriente de aspecto cansado. Se presentó. Dijo que antes trabajaba en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, haciendo pruebas farmacológicas sobre el Alzheimer. Un día le ofrecieron lo que parecía ser un ascenso: seguir investigando, pero con más posibilidades de éxito, porque le autorizaban a hacer pruebas en No Muertos. Quería estudiar los efectos secundarios del fármaco, pero se encontró con que algunos de los No Muertos empezaron a cambiar su comportamiento. Por su cuenta, subió la dosis a los ejemplares más dóciles. Les hizo un seguimiento diario, hasta averiguó algo sobre el pasado de los dos pacientes que mejor respondían al tratamiento: Fernando y Patricia. Fernando había enfermado en la primera oleada. Había sido un joven de 19 años que consumió una mezcla de metilendioxipirovalerona y otros opiáceos, lo que hoy conocemos como «droga caníbal». Patricia había sido dependienta en un quiosco, cerró su establecimiento y fue atacada por un contagiado en el portal de su casa durante la segunda oleada. Su marido intentó ayudarla, llamó a la policía. Cuando llegaron los efectivos a la casa, vieron los cadáveres del marido y los hijos, de siete y trece años. Encontraron a Patricia en una de las habitaciones, devorando al pastor alemán que tenía la familia. 

El científico lo intentó con Fernando. Le mostró fotos de su grupo de amigos, de su familia, de sus últimas vacaciones en Ibiza. Fernando miraba la fotografía con la misma cara que un gato mira un televisor encendido, ni tan siquiera sabía qué era aquello. 

Probó con Patricia. Para entonces ya se habían promulgado las leyes de la Victoria, así que sólo pudo enseñarle la foto de un pastor alemán cualquiera. No tenía ninguna fe en el resultado, pero Patricia reaccionó. Lloró. Fue solo una lágrima, pero más que suficiente para el científico. Habló con sus superiores y solicitó un reajuste en el campo de estudio. Había cientos de investigadores dedicados al Alzheimer pero ninguno buscando una cura para los No Muertos, ¡y él había encontrado una vía! Sus superiores le prohibieron que continuara. Le invitaron a que volviera a su antiguo puesto, con su antiguo sueldo. Luego le sugirieron que redujera su jornada. Después consideraron oportuno reducir su presupuesto y los empleados a su cargo. Por último, y siempre con mucha educación, pensaron que lo mejor para el Consejo y para él mismo era rescindir su contrato. Al día siguiente, se unió al Frente.

El fundador quería que el científico formara parte del grupo de elegidos para entrar en la granja junto a él y la mujer de los ojos claros. Faltaba elegir a una cuarta persona que los acompañara. Levanté la mano y pregunté por qué no era yo esa cuarta persona, a fin de cuentas ya formaba parte del plan, ¿no me merecía ver el resultado? La mujer se acercó al líder, le susurró algo al oído y él asintió. Estaba dentro.

Quedaba un detalle pendiente: robar la tarjeta de identificación de mi padre, que servía para acceder a la granja. No podía hacerlo hasta el último momento, la noche antes del Día de la Victoria, cuando mi padre volviera del trabajo. Solo tenía que esperar a que todos durmieran para entrar en el despacho, abrir su maletín y robar la tarjeta. Él no la echaría en falta hasta la mañana siguiente. Y para entonces… para entonces ya daría igual. Ya todo el mundo habría visto nuestras imágenes. 

Tal y como suponía, papá volvió a casa a eso de las siete de la tarde. Dejó el maletín en el despacho y se reunió con nosotras. Se sentó en el sofá. Mi madre le preguntó que qué tal el día. Él dijo que bueno, como siempre. 

—Siempre me dices «como siempre».

—Es que es así.

—Seguro que no. No hay ningún día igual que otro. Haz un esfuerzo. Piensa. 

Mi padre pensó y recordó. Sí había habido algo distinto a los otros días. Se había presentado en el trabajo un hombre preguntando por su novia, desaparecida desde la guerra. Le indicaron que no podían ayudarle y le remitieron al Ministerio de Seguridad. El hombre dijo que ya había hablado con ellos y con los Ministerios de Interior, de Salud y también varias organizaciones no gubernamentales. Estaba cansado. Les enseñó una foto de su novia, pero ni la miraron, sabían que jamás, bajo ningún concepto, debían ver las fotos de los caníbales antes de infectarse. Lo prohibía la ley y lo desaconsejaba el sentido común. Mi padre le explicó que, aunque tuvieran a No Muertos en las instalaciones, que no los tenían, carecían de un listado con sus anteriores identidades básicamente porque nadie tenía un listado así. El hombre les suplicó que le ayudaran. «Aquí tiene que haber alguien bueno que pueda ayudarme», eso decía. Los guardias de seguridad se lo llevaron fuera.

—Pobre hombre, ¿y si vuelve? —preguntó mi madre.

—Le denunciaremos. 

No pude dormir esa noche. Había anochecido hacía mucho, tanto que apenas se oía el tráfico del exterior. Nuestra casa estaba en completo silencio. Me levanté de la cama y, descalza, salí de la habitación. Al pasar por delante del cuarto de mis padres oí a papá roncar. El problema iba a ser mi madre. Ella tenía el sueño muy ligero, caminaba como una geisha, sin hacer ruido. Si ella se despertaba y me pillaba robando la tarjeta de identificación… Pero mejor era no pensarlo. Hacerlo. Y punto.

Fui hacia el despacho. Abrí la puerta muy despacio, con cuidado. Entré. Busqué el maletín a tientas, sin encender la luz. Lo encontré. Y también a tientas fui tocando lo que había en su interior: documentos, algún bolígrafo, algo que parecía ser un paquete de chicles… y la tarjeta de identificación. Ya está. La tenía en mi mano. Cerré el maletín y salí del despacho. En el pasillo, casi me choqué con mi padre. 

—¿Qué haces levantada? —me preguntó.

Esconde la tarjeta. Que no la vea, pensé. 

—He ido a por un vaso de agua. ¿Y tú?

—Al baño.

Asentí y me encaminé hacia a mi habitación.

—Espera.

Esperé. No podía hacer otra cosa. No podía echarme a correr y huir de casa descalza, en pijama, sin dinero, sin nada más que una tarjeta de identificación. 

—Quería hablar contigo.

—Ah, ¿sí?

Se acabó. Me habían pillado. Adiós al plan. Adiós a mostrar al mundo la verdad. Adiós a ser una heroína. 

—No se me dan bien estas cosas… pero, gracias.

—¿Gracias?

—Has cambiado tu comportamiento. Tu madre siempre me dice que solo digo lo malo, que nunca digo lo bueno. Y te lo estoy diciendo. Aunque no son horas…

—Sí, no son horas.

Volví a mi cuarto y cerré la puerta tras de mí. Me temblaba el cuerpo entero. Seguía sin poder dormir, así que saqué mi portátil y empecé a escribir.

Mañana, a estas horas, todos hablarán de mí…

Ahora corro. Hay gente por todas partes, con banderitas en las manos y sonrisas en la cara. Todos caminan en el mismo sentido, se dirigen hacia las calles por donde transcurrirá el desfile del Día de la Victoria. Yo soy la única que va en dirección contraria. 

Llego tarde a la reunión. Los demás ya están ahí, vestidos de negro, tal y como habíamos acordado. Veo sus caras de alivio, ya pensaban que me había rajado en el último momento. Pero aquí estoy y con la tarjeta de identificación de mi padre. Sin mí, nada de todo esto sucedería. Me imagino a mí misma dentro de un tiempo. Una semana, unos meses o quizá dentro de muchos años. Me entrevistarán y contaré que formé parte de ese grupo de valientes que destapó la verdad. Fue un trabajo de equipo pero la verdad es que sin mi aportación ni siquiera hubiera sido posible, digo al periodista imaginario.

La mujer nos enseña unos pasamontañas que usaremos en nuestra entrada a la granja. Uno rosa, otro azul, otro verde, otro blanco. Desconocemos si las cámaras de seguridad de la granja también captan audio, así que nos dirigiremos los unos a los otros por el color de nuestro pasamontañas. La mujer tiende el pasamontañas rosa al científico.

—¿El rosa para mí?

—Sí. ¿Qué quieres, que los hombres llevéis el azul y el verde? ¿Y así averigüen antes quiénes somos? Se trata de confundir. 

El líder del grupo se queda con el pasamontañas blanco. Yo con el azul y la mujer con el verde. Estamos listos. 

Ella conduce el coche que nos lleva hasta la granja. El científico se sobresalta cuando otro coche pita varias veces y nos saluda, haciendo el signo de la victoria. La mujer también les pita.

—Saludad y sonreíd —nos dice.

Y eso hacemos. Que parezca que nosotros también estamos celebrando el glorioso día de la Victoria. 

Aparcamos el coche a unas manzanas de la granja. A salvo de las cámaras de vigilancia de tráfico. Las calles están desiertas. El líder reparte entre nosotros unas porras de goma; asegura que no las vamos a necesitar, pero hay que ser precavidos. Nos ponemos los pasamontañas y vamos a la granja. El edificio es una mole de cemento gris con un letrero gigante y mentiroso: Transportes Islandia.

Nos acercamos a la entrada. El líder, Blanco, saca la tarjeta de mi padre y la pasa por el lector. Todos contenemos el aliento. Solo transcurre un microsegundo hasta que la puerta se abre pero ese tiempo basta para que me imagine que va a saltar una alarma, que los centenares de policías que velan por la seguridad de los asistentes al desfile van a rodearnos. No es así. Entramos. 

Puertas de madera y cristal a un lado y otro. Ordenadores. Mesas. Debe ser la zona de administración y contabilidad, donde trabaja mi padre. Huele a lejía. Seguimos el mapa, bajamos unas escaleras, tomamos un pasillo muy estrecho, al final de éste, otra puerta cerrada. Yo lo grabo todo.  

—Es aquí —dice Blanco. 

Volvemos a usar la tarjeta de mi padre. La puerta se abre. Un olor a podredumbre, sudor, suciedad y no sé cuántas cosas más nos impregna. Hago un esfuerzo para no vomitar. El primero en cruzar la puerta es el científico, Rosa. Le seguimos. Más pasillos, más puertas, pero sólo hay que seguir el rastro, primero del olor, luego del ruido. Gruñidos, por llamarlos de alguna manera. Llegamos a una enorme nave industrial. Solo una escalera metálica y unas vallas electrificadas nos separan de los No Muertos. ¿Cuántos habrá? ¿Más de doscientos, más de mil? Están de pie, apretados, sin espacio siquiera para sentarse. Algunos se alteran al vernos, ¿o será al olernos?, pero la mayoría ni se dan cuenta. No se dan cuenta de nada. 

El científico saca su teléfono móvil, lo conecta a los altavoces que ha traído. Los demás sólo le miramos. Yo he dejado de grabar. Verde está tan impresionada como yo, ¿pensará que quizá estos seres no merecen que hagamos nada por ellos? Hasta nuestro líder se ha quedado callado, la mirada fija en los No Muertos. 

—Esto ya está —dice Rosa.

Blanco le ignora. Ahora me doy cuenta de que no se ha quedado embobado mirando a los caníbales… no, está buscando a alguien. ¿Tendrá algún familiar entre los No Muertos?, ¿fundó la organización precisamente por ese motivo? Blanco vuelve en sí y me hace un gesto para que yo siga grabando. Obedezco.

Rosa acciona su teléfono móvil. Suena una delicada melodía de violines. La sugirieron en una de las reuniones, alguien dijo que esta pieza había sido enviada en una sonda espacial para que, si entraba en contacto con una civilización extraterrestre, lo primero que oyeran fuera a Bach. 

El científico sube al máximo el volumen, aún así los gruñidos de los No Muertos lo tapan todo. Coge sus bártulos y baja las escaleras. Y nosotros, tras un momento de duda, le seguimos. 

Yo lo grabo todo. Mirar a través de la pantalla de la cámara me da la impresión de que estoy en una película. Solo nos separan de los No Muertos unas mallas metálicas trenzadas de tal modo que ni siquiera cabe un brazo a través de ellas. ¿Qué hago aquí? ¿Por qué no estoy con mis padres, viendo el desfile? ¿Mañana recordaré este miedo y me reiré y pensaré que he sido una tonta? Sigo grabando. Rosa coloca los altavoces muy cerca de las vallas. Vuelve a accionar el botón y suena Bach. Tras el pasamontañas rosa, puedo ver el nerviosismo del científico. Pero los No Muertos no responden. Algunos miran hacia sitios donde no hay nada que ver. Me pregunto si están tan idos por culpa de algún tipo de medicación. Otros nos observan, quietos, congelados, sin hacer nada. La mayoría nos ignoran. Lo ignoran todo: dónde están, quiénes son, la música. 

—¿Y si nos vamos? —dice Verde. 

—Ni hablar —responde el científico.

—Rosa, lo siento mucho, pero… no responden. 

—Porque necesitan más tiempo.  

Dejo de grabar a los No Muertos y ahora grabo la discusión entre Verde y Rosa.

—¿Cuánto es más tiempo? ¿Una hora? ¿Un día? ¿Esperamos a que vengan los trabajadores y nos vean aquí dentro?

—¿Te rindes entonces? ¿Hemos llegado hasta aquí para nada?

—No son como nosotros. Vámonos. 

Verde y Rosa miran a Blanco. La decisión es suya. Él vuelve a mirar hacia los No Muertos. Señala a un anciano. Puede que sea una simple casualidad, pero el hombre tiene la mirada fija en el altavoz.  Y sus ojos… no sé si estoy viendo lo que ansío ver, pero parece que está recordando. Lo grabo.

Verde señala a una mujer de mediana edad, vestida con un chándal viejo, mugriento, ¿era una vagabunda? ¿La mordieron en su casa? Nadie lleva un chándal tan viejo para salir a la calle. 

—Allí hay dos más. —Rosa apunta a un hombre y una mujer, los dos de traje, ¿compañeros de trabajo, pareja? Quizá viajaban juntos en el metro antes de separarse camino cada uno rumbo a una oficina distinta, y entonces un contagiado los mordió, a ellos y al resto del vagón de metro. 

Los grabo a todos. Cuando he perdido la cuenta y no sé si he grabado a diez o veinte No Muertos, Blanco me hace un gesto para que le enfoque a él. Ha llegado su momento. 

—Somos el Frente de Liberación de los No Muertos y esta gente fueron personas. Aún lo son. Por eso se emocionan al escuchar música. Entre esta gente están vuestros amigos, vuestras parejas, profesores, vecinos, jefes, clientes, familiares. Luchad por ellos. Uníos a nosotros. 

Dejo de grabar y guardo el teléfono móvil. Solo entonces me doy cuenta de que algo me impide moverme. Me giro y veo que un niño me ha agarrado del jersey. El niño tendrá unos ocho años, famélico, tanto que su brazo cabe a través de la malla metálica. Intento desasirme de él, pero es más fuerte que yo, me agarra también con el otro brazo, tira de mí.

—¡Socorro! 

Noto el aliento del niño pegado a mí. Estoy pegada a la malla metálica y él intenta morderme como sea. De fondo, sigue sonando Bach. 

Verde y Rosa golpean al niño hasta que me suelta. El científico me lleva aparte y me mira de arriba abajo.

—¿Estás bien? ¿Te ha llegado a morder?

Niego con la cabeza. Pienso que si me hubiera mordido lo hubiera notado y sólo recuerdo el rechinar de sus dientes contra el hierro del alambre y la música y su aliento y mi pánico. Pero veo una gotas de sangre caer sobre mi zapato. ¿De dónde viene la sangre? Rosa me levanta las mangas del jersey. Ahí está, en el antebrazo derecho. 

—Pero no puede ser, si no he notado nada. 

Verde me arrebata la cámara y me graba.

—¿Puedes repetirlo mirando a cámara?

—No, no puedo repetirlo —digo. 

—Pero, ¿qué haces? Hay que ayudarla —dice el científico.

—¿Y cómo quieres ayudarla?

—No lo sé… Algo se podrá hacer. —El científico mira al líder—. ¿Qué hacemos?

—Verde tiene razón. Nadie sabe cómo se frena el contagio una vez que se ha producido la herida. —El líder me mira—. Lo siento.

Lo dice sin siquiera quitarse el pasamontañas.

—¿Me vais a dejar aquí?

El científico me dice que esté tranquila, el nerviosismo acelera el proceso de transformación, así que debo respirar hondo. Inspirar, luego espirar. Le hago caso. 

Blanco se acerca a mí, me ata las manos. Luego me pide que explique a cámara cómo me siento. Me dice que es importante para que la gente comprenda que hay humanidad detrás de los No Muertos, qué mejor que viendo cómo una persona normal, como yo, se convierte en uno de ellos. Yo no consigo decir una sola palabra. 

Verde aparta por un momento el teléfono y deja de grabarme. Me quita el pasamontañas y todos pueden ver que estoy llorando.

—Haremos lo que tú quieras, Azul.

Señalo hacia el teléfono y Verde me graba. Hablo. Me cuesta mucho, pero hablo:

—Es raro. No me duele nada. Pero noto que me alejo. Es como quedarte dormida, cada vez es más difícil hilar los pensamientos. Me cuesta hablar. Me cuesta hasta pensar. Sé que quería decir algo más. Pero se me ha olvidado. 

Todo es difícil. Hasta respirar me cuesta. El líder me habla:

—Azul, hablo en nombre de todos. Queremos darte las gracias. Puedes estar orgullosa, eres la primera mártir del Frente. 

Ya recuerdo qué es lo que quería decir. Quería pedir perdón a mis padres. Eso quería decir. Lo intento, pero de mi boca no salen palabras, solo algo como un gruñido.

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