David Pierre: Resiliencia

Resiliencia. Libros Prohibidos

Cada vez que Demel salía de casa, le echaba un vistazo a la foto del recibidor. En ella aparecían su madre y su perra junto a una versión de sí misma un par de años más joven. Encontrarse de frente con esa fotografía le hacía recordar, casi a diario, momentos de su infancia que preferiría olvidar. Recordaba, por ejemplo, las tardes de soledad y dibujos animados en las que repasaba su día en el cole y se sentía incompleta. «¿Por qué nunca viene a buscarte tu papá? ¿Por qué tu mamá siempre está sola?» Se acordaba de como, tras reunir el valor necesario, se dejaba de evasivas y contestaba a esas preguntas con un rotundo «no tengo padre» que hacía enmudecer a sus compañeras.

Lo peor era cuando le preguntaba a su madre por su progenitor. La mujer se ponía roja, las venas de la frente hinchadas, y escupía improperios. Le tenía dicho desde cría que no debía preguntar por aquel hombre. Que lo único que necesitaba saber era que se largó cuando ella apenas gateaba.

Demel ni siquiera logró descubrir el auténtico nombre de su padre. Por más que insistió, solo consiguió un mote que su madre soltaba entre dientes cuando estaba tan cabreada que perdía el control de lo que decía. Le llamaba Quimera, Puto Quimera o Quimera de mierda según la situación.

Cuando creció, la joven aprendió a fingir que aquello no le importaba. Se dio cuenta de que el sentimiento que carcomía sus entrañas no era tristeza, sino más bien curiosidad. Y como la curiosidad quemaba, Demel se esforzó por madurar y dejarla a un lado.

Así, la noche que cumplió diecisiete años Demel logró convencer a su madre para que le dejase pasar la noche fuera.

—Esa chica es muy mayor para ser tu amiga. ¿Por qué no sales con tus compañeras de instituto? —La mujer se esforzó por mantener un tono suave.

—Te lo he dicho varias veces, mamá. No somos amigas —respondió Demel.

—Solo hemos quedado para ver una peli —añadió tras una pausa y tragó saliva.

—Ten cuidado —sentenció la mujer y le dio un beso en la mejilla.

***

Descargas de electricidad surcaban el cielo aquella noche. No había ni un alma en la calle. Demel se sentía libre mientras la brisa le acariciaba el rostro. Había convencido a su madre una vez más. Dejar de preguntar por su padre había ayudado a que las cosas entre ellas dos se estabilizaran.

El viento empezó a soplar a ras de suelo. No dejaba de levantarle el cabello, que dibujaba pinceladas de azul oscuro, casi negro, en el aire desnudo. Una hoja también se dejó mecer. Se levantó, ligera, seguida de un conjunto sin orden de hojillas y ramas que siguieron y rodearon a la joven.

—¡Puto pelo! ¡Y putas hojas! —se quejó mientras se peinaba y esquivaba la hojarasca.

Cuando se encontraba a un par de portales de su destino discernió dos esferas al fondo de la calle. Brillaban. El viento no parecía afectarles mientras flotaban en la oscuridad.

La chica prestó atención. Aquellas dos luces serían una especie de efecto óptico o los faros de un coche.

Ojalá hubiese sido así.

El brillo doble se convirtió de repente en un reflejo difuso que corrió hacia Demel a toda velocidad. La escena fue tan confusa que Demel no pudo reaccionar. Un hombre de mediana edad se materializó frente a ella; las gafas empañadas por el mal tiempo. Le tapó la boca con una gasa bañada en cloroformo.

Los ojos cian de Demel apenas tuvieron tiempo de expresar sorpresa antes de dejarse vencer por el sueño.

***

Demel despertó en un cuartucho que apestaba a humedad. Llevaba los ojos tapados y una mordaza en la boca. Tenía mucho frío. Ya no llevaba el jersey de cuello alto, ni los pantalones, ni las botas. Tenía las piernas y los brazos atados a la silla. A su alrededor, una mesa que había visto días mejores, y botes de cristal llenos de agua que chocaban entre sí.

Demel tardó unos minutos en recordar lo que había sucedido. Cuando se situó intentó gritar, pero la mordaza le apretaba demasiado y apenas fue capaz de emitir un quejido inútil que solo sirvió para despertar la atención del secuestrador. Este se levantó y se plantó a unos pocos centímetros de la chica. Demel empezó a revolverse, pero el hombre la agarró del pelo y le tiró hacia atrás.

Por un instante, la joven se sintió sola en medio de la oscuridad. Una oscuridad creciente. Tinieblas inundadas en un líquido denso en el que solo estaba ella. Ella y su cuerpo; una Demel desnuda, primigenia y tan solo capaz de oír el latido de su propio corazón. De un corazón vencido por el horror. De un órgano presa de su propio latido, que arremete con tanta fuerza que parece que va a explotar.

El hombre acercó su rostro al de Demel, le soltó el cabello y, con una caricia, la hizo volver a la realidad. La chica sintió como la observaba en silencio, como si analizara los pocos retazos de su cara que todavía se encontraban al descubierto.

Cuando Demel sintió la peste del aliento y el sudor en la punta de la nariz, se balanceó hacia atrás, cogió impulso y le dio un cabezazo. El tipo retrocedió, lo que fue aprovechado por Demel para balancearse y tirarse al suelo con aquella silla maltrecha, que se rompió en dos. Logró liberarse de parte de las ataduras y se quitó la venda de los ojos. Desde el suelo vio dos pies enormes, una silla, un par de zapatos ajados y un radiador oxidado.

El hombre la agarró por los hombros y volvió a taparle los ojos. La joven intentó resistirse, pero el efecto del cloroformo que impregnaba aquel trapo la frenó y no permitió un segundo esfuerzo. El tipo la llevó a rastras y la ató a una columna de madera. Esta vez, reforzó las ataduras con bridas de plástico y le puso una cuerda en el cuello.

Demel hiperventiló. Estaba muy débil. Las ataduras apenas la mantenían en pie. El secuestrador se colocó de nuevo a pocos centímetros de su rostro. La observó. Lo hizo hasta que se cansó. Luego le inyectó un líquido con una aguja en una pierna.

Demel se empezó a marear. Sintió arcadas y un dolor muscular le atravesó todo el cuerpo. Cuando el dolor desapareció, un intenso picor la invadió. Estornudó. Sintió unas ganas enormes de rascarse, pero no podía moverse.

Cuando se dio cuenta de que la chica apenas se mantenía en pie, el hombre la desató y la condujo hasta una silla. Demel se sentía tan débil que ni siquiera se planteó defenderse. El secuestrador la ató otra vez y le quitó la mordaza para, un instante después, acercarle una cuchara con comida. La chica ni se enteró. La cabeza le colgaba a causa de la apatía y no tenía fuerzas para abrir demasiado la boca, menos aún para masticar. Así que el hombre desistió.

—¿Qui… quién eres? ¿Por… por qué haces esto? —masculló Demel.

El secuestrador no contestó y volvió a amordazarla. Luego le quitó la venda de los ojos.

Demel pudo ver al fin el rostro de su secuestrador. El brillo de las gafas de culo de botella impedía ver sus ojos. El pelo plateado y castaño se encontraba con una barba densa y descuidada. Llevaba un jersey deshilachado, un pantalón de pana y los pies al descubierto.

El tipo se marchó de nuevo y, para sorpresa de Demel, no volvió a taparle los ojos. La chica todavía sentía aquel picor en todo el cuerpo, así que echó la vista hacia abajo y se observó las piernas: estaban llenas de puntos rojos. Luego se fijó en los hombros y el pecho: también allí le estaban apareciendo aquellos granos.

Cuando el hombre regresó, le tapó los ojos de nuevo. Le quitó la mordaza y trató de alimentarla otra vez. Demel no protestó. Sintió que había recuperado parte de su fuerza y que el estómago le rugía. Intentó relajarse y probó aquella comida que por un instante le supo a gloria.

Imaginó que moría. Así, al menos, podría liberarse. Pero no había oscuridad a la que huir.

***

Los días transcurrían monótonos. Demel se sentía atrapada en una rutina extraña: las primeras luces la despertaban, el secuestrador la observaba, le daba de comer, la volvía a observar y le quitaba la venda de los ojos durante un rato. Entonces, ella contemplaba al secuestrador. Le hacía preguntas que nunca contestaba. Paseaba la vista por el cuartucho. Vislumbraba los puntos rojos de sus piernas y el picor se acentuaba. El tipo le volvía a cubrir los ojos. Por la noche le daba de comer otra vez y luego le pinchaba algo en algún punto aleatorio del cuerpo. Al poco de sentir la aguja, caía rendida y, sin espacio para soñar, volvía a despertarla la luz invasora.

Demel había perdido la cuenta de los días cuando se levantó en un lugar muy distinto. Ya no estaba atada. Ya no le dolía nada. Supuso que se encontraba en la sala de estar de la casa del secuestrador.

Se levantó del sofá y dio un paseo. Todo estaba hecho unos zorros. Había latas y plásticos tirados por el suelo y todo apestaba. El cuerpo ya no le picaba.

La chica volvió a observarse a sí misma y se dio cuenta de que le habían crecido pelos en las piernas, el pecho y los hombros. Eran pequeños pelos marrones y blancos. Alzó la vista y el secuestrador apareció de la nada, el rostro sonriente y los puños apretados en señal de victoria. Se subió al sofá y se puso a bailar. Los cojines se hundían bajo aquella danza macabra. Demel decidió seguir un impulso que la invadía por dentro y se abalanzó contra aquel tipo. En ese instante se dio cuenta de que sus brazos ya no eran brazos, sino patas cubiertas de pelo.

Ambos cayeron juntos al suelo, y Demel le mordió el pecho, el cuello y donde le pilló cerca. El secuestrador se reía y tosía al mismo tiempo que la sangre se le escapaba por las heridas.

Demel sintió un último impulso. Algo en su interior le pedía que matara a aquel tipo. Pero se dio cuenta de que era libre, así que lo ignoró y se dirigió a la puerta a toda prisa. El tipo seguía en el suelo, los dedos presionando la herida del cuello.

La chica no pudo evitar detenerse frente a una fotografía que había colgada en la entrada. En ella podía verse una cría de unos cuatro años abrazada a su padre mientras ambos decían patata. El padre era su secuestrador, pero sin barba ni gafas de culo de botella. Sus ojos eran azules, como los de la cría.

Como los suyos.

Aquellos rizos negros de la niña que decidieron desvanecerse al cumplir los doce. La piel blanca y los dientes de leche. La sonrisa pícara que todavía no se había apagado por las preguntas indiscretas de sus compañeras de colegio. Esa cría era ella y aquel hombre, la pieza negra que le faltaba al rompecabezas que era su vida.

Demel se quedó paralizada. Oyó pasos a sus espaldas y no fue capaz de reaccionar. Sintió una aguja en la nuca y cayó al suelo.

—¿Por qué… haces esto? —preguntó.

Tras unos instantes en los que la realidad se fundía con aquella ensoñación obligada, el hombre habló por primera vez.

—Tengo un objetivo. Un sueño. —Su voz sonaba apagada—. Al menos soy sincero conmigo mismo y no finjo una falsa vida de altruismo y bondad como hace el resto.

—No… sabes… quién soy… —dijo Demel.

El secuestrador pensó que aquella amenaza estaba fuera de lugar.

—Puto Quimera… —balbuceó Demel antes de caer dormida.

***

Unai se dio cuenta demasiado tarde. No le llamaban Quimera desde hacía años. De hecho, hacía décadas que había olvidado ese mote que ahora volvía para atormentarle.

Fue una casualidad.

Había secuestrado a su propia hija. Había experimentado con su propia sangre sin siquiera ser consciente. Lo único que podía hacer ahora era tratar de hacerla feliz.

—¡Ven, Luna! —dijo Unai y luego silbó.

La perra se presentó ante él moviendo la cola exageradamente. Tenía las patas traseras más largas que las delanteras, y su espalda se curvaba de un modo extraño. Además, era mucho más grande que cualquier perra común. De ningún modo podría sacarla a pasear por el pueblo, así que decidió dejarla correr por su jardín.

Cuando Luna pisó la hierba fresca por primera vez, en su interior ya no quedaba nada de su antigua yo. Demel se había desvanecido. Sintió como sus patas se humedecían con el barro y se dejaban envolver por las briznas de hierba bañadas por el rocío. Se dejó llevar por la inercia del momento. Corrió de un lado a otro en una danza frenética. Saltó, tropezó y se volvió a levantar. Trotó. Ladró varias veces a Unai, que la observaba desde la entrada mientras se esforzaba por no llorar. Corrió en círculos. Mordió la hierba y la arrancó. Dejó que los rayos del sol la bañaran y se tumbó, la lengua fuera. Unai le acercó un cuenco con agua. Ella se la bebió toda y arrancó a correr de nuevo. Estaba desbocada. Se sentía libre. Se sentía única. Como si la vida y su tiempo no tuviesen límites. Movía la cola tan rápido que parecía que iba a salir volando.

La euforia la invadió. Y la ayudó a no darse cuenta de que su corazón se pararía en uno de aquellos acelerones. Sin avisar.

Unai la recogió del suelo y se enjugó las lágrimas de los ojos. Esperó a que anocheciera y la enterró en lo más profundo del bosque. «Una quimera más», pensó.

Pero esta vez no pudo contener las lágrimas.

David Pierre

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Ilustración: Gemma Martínez.