Texto: Chuck Palahniuk
Ilustraciones: Cameron Stewart
Título original: Fight Club 2
Año: 2015
Editorial: Dark Horse Comics / Reservoir Books (2016)
Traducción: Carlos Mayor
Género: Novela gráfica
Valoración: Mejor no
Recuerdo que fui a ver El club de la lucha a los multicines de un centro comercial de Barcelona que, sin duda, han visto tiempos mejores que los de ahora. Salí de la sala con mis amigos absolutamente fascinado por la cinta que acabábamos de ver. De vuelta al metro la comentamos con arrebatado entusiasmo, como hablan los adolescentes de las cosas en las que creen de verdad. Yo tendría unos 14 o 15 años, y acababa de ver la que durante mucho tiempo iba a decir que era mi película favorita. Uno tenía que tener una película favorita, igual que tenía un libro favorito o una chica favorita. Lo dicho: un pequeño rincón en el que refugiarse, igual que el personaje de Edward Norton se refugiaba en las enormes tetas de Robert Polson.
De la película me entusiasmó su ritmo narrativo, su estética, el uso de la voz en off que (aún no lo sabía) recuperaba las soflamas más incendiaras del texto original de Chuck Palahniuk, o los pequeños huevos de pascua uno encontraba en el revisionado. Me gustó la lectura desquiciada que hace de la desesperación del hombre occidental de hoy en día, tan consciente de su propia domesticación. Me encantó su final de frase lapidaria y fuegos de artificio. Sí, pese a todos los trucos y trampitas argumentales que podría tener su guión, yo me convertí en un adepto más del Club. Tenía 15 años y nunca me había pegado con nadie. Supongo que por ahí se pueden empezar a explicar unas cuantas cosas.
Años más tarde, ya como estudiante de Filología Hispánica en la Universidad de Barcelona (que también ha visto tiempos mejores que los de ahora), me compré la novela El club de la lucha publicada por El Aleph Ediciones. No sabía qué me iba a encontrar, y debo decir que la impresión inicial fue inmejorable, porque el estilo de Palahniuk es muy atractivo, construido a partir de frases cortas como sentencias y observaciones afiladas que a veces no parecen venir a cuento de nada pero que, por lo general, funcionan la mar de bien. Con Palahniuk me pasó lo que una vez oí a Javier Marías decir sobre Juan Benet: su estilo era pegajoso. Cada vez que me ponía a escribir, me brotaba el impulso de escribir frases cortas como sentencias y observaciones que pretendían ser afiladas. El resultado fue patético. Supongo que no todo el mundo puede escribir como Palahniuk, está claro.
De modo que me encontré ante un escritor con una voz narrativa muy definida, que podría gustarte más o menos, pero que sonaba a sí mismo, y no a una copia de una copia de una copia (como los días de insomnio de Edward Norton en la ya mentada película). El problema fue que la novela me decepcionó un poco. Me refiero a la historia en sí. El argumento es mucho más enrevesado que en la adaptación cinematográfica, y tiene un final abierto que resolvía poco y me satisfacía menos aún. Durante su lectura tuve varias veces la sensación de que Palahniuk se había metido en un zarzal argumental del cual no podía salir, a causa de ir aumentando innecesariamente la carga dramática de según qué pasajes, y que había resuelto estos embrollos con una serie de Deus ex machina cogidos con pinzas y maquillados, cómo no, con cuatro frases lapidarias y un par de observaciones afiladas sobre el ser un hombre domeñado por el universo IKEA.
Todo sonaba muy bien, pero no se me quitó de encima la sensación de que había leído una novela a la que le faltaban todavía un par de correcciones. Esas mismas que sí se habían hecho en la adaptación cinematográfica. Había ocurrido uno de esos “Padrino situation” en los que la adaptación cinematográfica superaba a la novela en la que se basaba.
Así que, cuando me enteré de que Chuck Palahniuk había escrito la segunda parte de El club de la lucha, tampoco me morí de ganas de leerlo. La cosa cambió cuando leí que esa segunda parte iba a ser en formato novela gráfica y que este proyecto nuevo había empezado con una serie de conversaciones entre Palahniuk y Brian Michael Bendis, creador de la colección “Jessica Jones”, cuya adaptación a la pequeña pantalla se puede encontrar en Netflix y, antes, había sido guionista de la magnífica serie “Powers”, dibujada por Michael Avon Oeming. En otras palabras, me pareció que Palahniuk se había vuelto a rodear de gente que podría ayudarle en sus lagunas, como hiciera en su momento David Fincher. Sumémosle a eso el hecho de que yo nunca, desde los quince años, he dejado de creer en Tyler Durden. Estaba claro que me iba a leer esta segunda parte.
Bueno, pues ya lo he hecho.
Hablaré primero de lo bueno: los lápices de Cameron Stewart son lo más salvable de una propuesta que se renquea bastante en el guión. Sin grandes alardes, pero también sin fallos de bulto, el trabajo de este ilustrador sostiene una “narratividad” que en algunos momentos se vuelve caótica. Puede que se haya hecho a propósito, con el objeto de plasmar el estado mental desquiciado del protagonista, pero no funciona. Ese caos narrativo, más que introducir al lector en ese viaje mental, le confunde, lo cual evidencia en parte que se ha escrito por alguien que no está acostumbrado a narrar en viñetas.
Por otro lado, si hablamos del guión de El Club de la Lucha 2, lo primero que hay que hacer es empezar a buscar culpables. Sí, culpables, porque escribir esta historia era tan necesario para el público objetivo de Palahniuk como oír a Arévalo hacer el gangoso. Sencillamente, no hacía falta.
Palahniuk decide explicar la vida del protagonista de la primera parte, que ahora sí tiene nombre (Sebastian), diez años después del final de dicha entrega. En este momento, Sebastian y Marla son un matrimonio infeliz con un hijo de unos 9 años que mantiene unas inquietantes conversaciones telefónicas con alguien cuya identidad desconocen sus padres. A partir de ese punto de partida, Palahniuk desarrolla la lucha de Sebastian con Tyler Durden, ese monstruo harto de ser aplacado por las pastillas que el otro se administra de forma enfermiza. La historia entonces, en estos primeros compases, desarrolla esta locura, así como la incomprensión entre Marla y Sebastian, amén de introducir una serie de personajes secundarios de lo más pintoresco, como un grupo de viejóvenes terroristas, o un psiquiatra que se parece a Francis Ford Coppola. Hacia la mitad de la historia, uno tiene la sensación de que de nuevo Palahniuk parece estar firmando demasiados cheques en blanco al Dios del Argumento. Sencillamente, hay un momento en que la verosimilitud construida por la propia ficción salta por los aires. El retrato del caos mental de Sebastian deja de ser interesante. Creer que él y Tyler Durden son una sola persona cuando has visto al yo en un sitio y al superyo en otro totalmente diferente en el mismo momento se antoja verdaderamente complicado. Interesarse por lo que pueda pasar en la siguiente página puede llegar a dar pereza. Hay un momento en que, aunque uno lo desee con todo su corazón, no le sale el volver a hacer otro acto de fe.
Incluso Chuck sabe que se ha perdido. Viendo que la trama no se aguanta por ningún lado, casi en el ecuador de la misma, empieza a jugar a la metaliteratura, haciendo que la historia de Sebastian no sea más que el tema de conversación que Palahniuk (muy bien dibujado por Stewart) sostiene con un grupo de amigas.
No me jodas, Chuck. ¿Así que ahora vas y te sales por la tangente de la metaliteratura? ¿De modo que la segunda parte del Club de la Lucha no es más que una paja intelectualoide?
Lo que el cómic intenta desarrollar a continuación es la idea de que quizás el personaje ha creado a su autor, y no al revés. Que quizás nosotros no tengamos ideas, sino que sean las ideas las que nos tienen a nosotros. Estas son cuestiones que han obsesionado a la literatura desde hace siglos, y que maestros como Unamuno han sabido reflejar tan bien.
Se podría decir de otra manera: Chuck Palahniuk ha descubierto la sopa de ajo.
De esta manera, la acción desarrollada en la primera parte de la novela gráfica queda al arbitrio de otro plano superior, el del propio autor representado en sus páginas. No es que sea un Deus ex machina, para mí es directamente una treta para sostener una trama que iba camino de volverse absurda. Y así, sigue avanzando la historia, que en el plano de Palahniuk tiene momentos interesantes en los que se ríe de sí misma, asumiendo que todo el mundo espera leer la segunda parte de la película y no de la novela; y que en el plano de Sebastian sigue aumentando su carga de acción y de sinsentido, para llegar a un final en el que ambos planos se mezclan. El autor entonces dialoga con sus personajes y se acumulan, claro, las sentencias y las observaciones más o menos brillantes del bueno de Chuck.
Eso mismo que lo hace, por momentos, un escritor pegajoso.
Eso que, por otro lado, no es suficiente para justificar tamaña tomadura de pelo. Porque eso es lo que es El club de la lucha 2, una tomadura de pelo. Un popurrí de intenciones, de artimañas y de escenas efectistas que no construyen un todo, que no llevan a ningún lado y que no eran necesarias, como no son necesarias las imitaciones de gangoso de Arévalo.
Hubiera sido más honesto por parte de Chuck Palahniuk titular esta historia de otra manera, para que todas las responsabilidades que traía consigo retomar las andanzas de Tyler Durden no le cayeran encima una tras otra, como así ha sido. Porque a los que creímos en él, en Tyler, no nos hacía ninguna falta leer esta segunda parte.