Adolfo Gilaberte: Ezequiel

Año: 2017
Editorial: Mármara
Género:
 Novela (Narrativa)

Bueno, bonito, barato, bágico, baravilloso…

Conocí la editorial Mármara de casualidad. Fue durante el Hostia un libro de 2016, festival de literatura independiente —y porrazos— de Madrid al que acudí para promocionar el, por aquel entonces, nuevo Manual de autopublicación de Autorquía. Me encontré allí con mis vecinos de puesto, los chicos de Mármara, una editorial que pronto llamaba la atención por el exquisito diseño de sus libros y una marcada línea que jugaba con una arriesgada bitonalidad —negro o gris y amarillo—. Me enamoré de estos trozos de papel editado, y eso sin haber leído nada de ellos, cosa que solucioné con este Ezequiel, de Adolfo Gilaberte.

Ezequiel es un hombre sin palabras, porque ninguna palabra dispone del impulso y la fuerza suficientes para atravesar ese mundo de silencio donde la vida le ha situado. Su lugar está en una ciudad sin presente y en el bando de los excluidos; los que miran; aquellos que transitan por túneles y pasadizos de la periferia: para los que la lluvia es la única certeza.
A Ezequiel, igual que al protagonista de Un hombre que duerme de Georges Perec, «le queda todo por aprender, todo lo que no se aprende: la soledad, la indiferencia, la paciencia, el silencio».

Os voy a contar un secreto: amo los libros. Dicho así no suena muy a secreto, así que voy a ser más específico: amo los libros más allá del contenido. Cuando el continente está cuidado, la experiencia lectora para mí ya roza lo extático. ¿Y cómo es mi libro predilecto? Pues soy amante del minimalismo: portadas simples y elegantes, sin montajes ni dibujos recargados, sin texto innecesario. Maquetación simple, cajas de texto equilibradas, líneas armónicas y una fuente amable. Nada de prólogos, epílogos, agradecimientos, biografías, comentarios de otros autores o críticos y demás epitafios. El libro vestido con sobriedad, estilo y buen gusto. Pues, para mi mayor regocijo, Ezequiel encaja casi a la perfección con esta descripción. Y enormemente agradecido que le estoy por ello a Mármara.

¿Y el texto? Pues también excelentemente escogido. Y me extraña. No porque dude de esta joven editorial, que ya os digo que invita a pensar lo mejor, sino porque Ezequiel es la primera novela de Adolfo Gilaberte. Y esta no parece una ópera prima en absoluto. El autor muestra muy buen pulso narrativo, estando en control de todo lo que ocurre desde el principio hasta el final. No es algo simple para un libro con una trama tan fluctuante y etérea, casi tanto como los estados de ánimo de Ezequiel, su protagonista. También se preocupa Gilaberte de cuidar la escritura capítulo tras capítulo, animando a paladear la lectura y convirtiendo en un placer mi tarea de buscar citas para ofreceros. Aquí va uno de mis pasajes favoritos.

Estoy en la cocina. Desde aquí contemplo un pedazo distinto de ciudad; sin embargo, esta noche no me interesa lo que pueda contarme. Claro que llueve. Por el cristal transpiran y se escurren los recuerdos. El perfil impreciso de Susana, que será siempre de niña, resbala muy rápido hasta el alféizar y desaparece. El viento, al otro lado, zarandea esos recuerdos y las imágenes que los acompañan, los lanza contra el cristal, los desune y los vuelve a unir en un baile de melancolía, convulsa belleza.

Ezequiel es un texto bastante introspectivo. Pese a ello, no resulta cargante ni mareante. La lectura avanza; no a un ritmo frenético, pero sí lo suficientemente veloz como para leerlo en tirones largos. Además, los capítulos son tan cortos que no da lugar al aburrimiento. Eso sí, hasta que no se avanza lo suficiente, uno no descubre que se trata de una misma trama, que va dando bandazos de un momento a otro de la vida de su protagonista. Tanto es así que, sumado al ya mencionado estilo cuidado, hace que haya una falsa impresión inicial de estar leyendo un libro de relatos. Poco a poco, conforme se va conociendo más sobre el protagonista y su peculiar existencia, esta sensación se desvanece hasta dejar a la vista una estructura rota. Y lejos de ser un recurso arbitrario y poco natural, obedece a la intención de introducir al lector en el desbarajuste emocional del joven Ezequiel.

Ezequiel. Lluvia. Libros ProhibidosMe he aventurado a etiquetar esta obra de realismo mágico y sé que no es así del todo, al menos no en su acepción más pura. Ezequiel no es una obra del estilo del maravilloso Boom hispanoamericano, como sí podría serlo Naksatra, obra que reseñé hace poco. Sigue más bien una forma de darle vidilla a la narración heredada de Haruki Murakami y cuya denominación desconozco. Será algún nombre hipster en inglés o en francés, supongo. En fin, que, aprovechando que a mí Murakami no es que precisamente me pirre, le coloco el «realismo mágico» y santas pascuas. Para los rezagados, con realismo mágico me refiero a que en este libro existe una leve rotura con la realidad, cosa que, por contra, no impide a los personajes seguir llevando una vida normal. Una sensacional mezcla entre la narrativa y la fantasía.

Mejorando el cliffhanger

Tiene Ezequiel mucho de onírico. Su autor ha querido envolver la obra en esta gasa fantástica de irrealidad que nos hace dudar qué ha ocurrido y qué no. Este efecto se ve incrementado por la excelente forma que tiene de terminar los capítulos. Los deja abiertos, como cortados de cualquier forma —aunque cerrados—, igual que ocurre con los sueños, que pueden verse interrumpidos con el despertar. Son finales en una especie de cliffhanger que te hace querer seguir leyendo; curiosear en el siguiente episodio a ver qué pasa. Es decir, estos «cliffhangers» no te dejan colgado en el punto más alto de la tensión para obligarte a seguir, sino que te invitan a ir más allá para seguir descubriendo. Hay una diferencia. Y lo veo mejor porque son las ganas de querer ir más allá las que consiguen dejarnos atrapados en sus páginas. Por eso creo que mejora al cliffhanger, recurso odioso donde los haya, por cierto.

Sopló en ese momento una brisa fría, entrometida, y Ana se desanudó la rebeca de la cintura y se la puso sobre los hombros. La miré de reojo antes de que se cubriese. No había dado cuenta: tenía el cuello y los hombros invadidos de lunares. También los brazos. Supuse que los habría por toda su piel. Me imaginé uniendo todos esos lunares con un rotulador negro. Como si dibujase una constelación nueva, cegadora.

No tengo mucho más que añadir. Recomiendo esta obra del mismo modo que auguro una brillante carrera narrativa a Adolfo Gilaberte.

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Foto: Matteo Catanese. Unsplash