VV. AA.: Mirrorshades

Título completo: Mirrorshades. Una antología cyberpunk
Título original:
Mirrorshades, the cyberpunk anthology
Idioma original:
Inglés
Año:
1986
Editorial:
Siruela (1998)
Traducción:
Andoni Alonso e Iñaki Arzoz
Coordinación:
Bruce Sterling
Género:
Antología de relatos (ciencia ficción)

Una antología como Mirrorshades, de 1986, supone considerar su prólogo con la misma importancia que los relatos que presenta. Cuando una antología se convierte en un manifiesto o es tan racionalizada que, de forma irónica, termina por convertirse en la «biblia» de un movimiento, el antologista se mueve en la frontera entre editor y autor. En este sentido, el antologista es más que un curador o un colector de curiosidades y bajo esta introducción es que propongo considerar a Bruce Sterling o, por lo menos, el prólogo que escribió para el libro y que, a decir verdad, se torna más interesante que algunos de los relatos de la antología. Por otro lado, no está traído de los cabellos sospechar de Bruce Sterling, que ha incluido dos colaboraciones suyas en la selección.

Los 80´s

Sucede que las relaciones que Bruce Sterling establece entre el cyberpunk y la década de los ochenta, junto con la premisa que se lee como una línea de manifiesto de que estos escritores cyberpunk son una generación que ha nacido en un auténtico mundo de ciencia ficción, hacen que la lectura de Mirrorshades sea distinta si se lee, o no, el prólogo. El prólogo, por los estímulos visuales que ofrece, presenta al cyberpunk no solamente como algo netamente literario, porque al parecer de Sterling, el subgénero se puede percibir en elementos distantes pero con una esencia similar. El cyberpunk puede ser percibido  desde un walkman, hasta la tensión social constante e imposible de equilibrar en las calles, el scratch del hip hop y la música radial de los sintetizadores. El cyberpunk también es el graffiti y el antologista sugiere que es a la ciencia ficción positivista lo que Sex Pistols era, por ejemplo, a Pink Floyd. Desde esta perspectiva, el cyberpunk es punk rabioso de tres acordes que no quiere saber nada del rock progresivo de canciones de quince minutos o de su virtuosismo.

Si bien hemos escuchado de varios elementos asociados a los relatos cyberpunk (la existencia de alguna compañía o multinacional, un hacker como protagonista, las drogas y el transhumanismo), que a la fecha se han tornado casi que en lugares comunes, la originalidad de lo dicho por Bruce Sterling radica en la lectura clara que hace de su presente o, por lo menos, del presente en que se publicó la antología. El cyberpunk no es nada más que ese momento de fusión entre la ciencia ficción y lo que llamamos cultura pop. Sterling no habla de grandes avances científicos que subyacen en el trasfondo del movimiento que está presentando; habla de la música como el new wave británico y del hip hop de los Estados Unidos, de los walkmans, del spray de pintura que estampa un grafitti y de una contracultura urbana que ya no piensa en la arcadia hippie de finales de los sesenta como su telos. 

Otro binomio de opuestos, sin embargo, resulta más ilustrativo y bien logrado; el que Sterling hace entre el símbolo tecnológico de la CF antes del cyberpunk y uno de los que representan el nuevo subgénero:

Al contrario, y en abierta oposición, la tecnología es para los ciberpunkis algo visceral. Ya no es el genio de la botella de los inventores de la Gran Ciencia. Por contra, ahora es ubicua y llamativamente íntima. No está fuera de nosotros, sino dentro, bajo nuestra piel y, a menudo, en el interior de nuestra mente.

La propia tecnología ha cambiado. Ya no es para nosotros esas gigantescas maravillas que escupían vapor, como la presa Hoover, el Empire State Building o las centrales nucleares. La tecnología de los ochenta se pega a la piel, responde al tacto: los ordenadores personales, los walkman de Sony, el teléfono móvil o las lentes de contacto blandas.

Todo lo anterior se resume en dos afirmaciones del autor: que estos son escritores que han nacido en un mundo tecnológico y que el cyberpunk es un producto definitivo de los ochenta.

Lo que queremos ver del cyberpunk

Juguemos a lo obvio. Sabemos, quienes hemos perdido un poco el tiempo en el zapping del internet, que el transhumanismo suele ser enunciado como uno de los rasgos característicos del cyberpunk. Sabemos también, quienes hemos ido un poquito más allá y hemos leído, por lo menos, el libro más mencionado del género, Neuromante de William Gibson, que este transhumanismo suele ser expresado la mayoría de las veces en injertos tipo chips o aparatos de nanotecnología, ya sea para mejorar las capacidades cerebrales de las personas, ya sea para permitirles integrarse con el mundo virtual. Pues bien, en Mirrorshades encontramos un par de relatos que cumplen con esta característica. No nos digamos mentiras, ciertos lectores de géneros esperamos a veces que el relato o la novela cumpla con esos motivos o lugares comunes, aunque digamos en otras ocasiones que no queremos más de lo mismo. En favor de Mirrorshades hay que decir que es la antología fundacional y, por su naturaleza, fue en algún momento la representante de lo nuevo.

Relatos como «Ojos de serpiente» de Tom Maddox, «Rock On» de Pat Cadigan y «Stone vive» de Paul Di Filippo presentan este tópico del transhumanismo. «Ojos de serpiente», sin duda el mejor de ellos, nos muestra a un personaje al que vimos después muchas veces en el cine. Un soldado, piloto de bombardero para ser más preciso, se convierte en el sujeto de experimentación de una modificación cerebral con el que puede pilotar su avión de una forma casi orgánica. Sin embargo, esta modificación termina por afectar su psiquis. Este piloto, llamado George, es un ex-soldado a quien no se le retiró el injerto cerebral de la cabeza después de la guerra. Sabe que eso que tiene en la cabeza le está ganando la batalla, incluso lo está llevando a tener antojos de comida para gatos; George carga con este inquilino que comienza a ganar terreno sobre su cuerpo, como cualquier veterano de guerra carga con el estrés post-traumático. 

En «Rock On», una mujer llamada Gina posee una extraña cualidad que le permite albergar la fuerza y la esencia eléctrica del rock and roll puro. Por esto, es usada por bandas y productores musicales para ser conectada en un estudio y transmitir a músicos mediocres la esencia ruidosa del verdadero rock ´n´ roll. El relato, sin embargo, se hace pesado en varios momentos, producto de la utilización de una jerga que, traducida al castellano, no le viene bien al relato. La misma Gina, en la versión original, tiene las cualidades de los synners, término que fusiona palabras como sinners y synthesizers y que, en la traducción, se reduce al término pecadora; llevando a los lectores a percibir al personaje como una especie de prostituta (no solo por la palabra, sino también por aquello que le sucede al personaje). Para salvedad de los traductores, hay que decir que este tipo de jergas son algo con lo que el lector debe lidiar en otros relatos de la antología y que obedece a un lenguaje que a muchos de estos escritores se les salió de control. Una crítica común al cyberpunk, es el uso a veces muy superficial del slang tecnológico. 

Cerrando la caracterización que se propone en esta parte del texto, hay que mencionar el relato «Stone vive» de Paul Di Filippo. Stone, un paria ciego, comienza a trabajar para una mega compañía que lo dota de un par de nuevos ojos electrónicos y le pide redactar un informe sobre si el mundo es o no un lugar mejor gracias a esta (compañía). Se supone que acuden a él porque desean tener la percepción de alguien que ha estado en lo más bajo de las capas sociales. En fin, un relato que se mueve entre las contradicciones sociales típicas del cyberpunk y de muchas distopías; la relación irónica entre la alta tecnología y el bajo nivel social de las vidas humanas. Por esto mismo, «Stone vive», nos permite enlazar con otros relatos como «Solsticio» de John Shirley, «Hasta que nos despierten voces humanas» de Lewis Shiner y «Mozart con gafas de espejo» del mismo Sterling, en colaboración con Lewis Shiner. 

El primero de estos últimos tres, «Solsticio», narra la relación que tiene Tony Cage, una especie de Steve Jobs de las drogas sintéticas, con su hija, que es un clon suyo y con quien tiene una no muy sorpresiva relación incestuosa. Estamos ante un relato cuyo tema es el de la creación de drogas como puentes de experiencias mayores y creadas por tipos tildados de artistas. El segundo, «Hasta que nos despierten voces humanas», no es un relato memorable o siquiera, recomendable, dada la intrascendencia de su trama (aunque sé que no todos los lectores leemos por esto de la trama): un oficinista es enviado a una isla vacacional, en donde su matrimonio terminará de fracasar, mientras tiene una aventura con una especie de sirena, producto de los experimentos secretos de su compañía en la isla. En conclusión, un relato que vimos o leímos muchas veces y que se narra de forma plana que no le viene bien. Mientras que el tercero, «Mozart con gafas de espejo», una especie de relato que toca el tema de los viajes en el tiempo con visos cuánticos, es más entretenido de leer. Vemos cómo un joven Mozart se niega a ser el genio que le dicen que será para aliarse con una Maria Antonieta —personaje que a los ojos de hoy podría leerse como una caricatura del motivo de la mujer arpía— para escapar hacia el futuro y conocer de todas esas maravillas de las que les han contado.

Relatos como «Zona libre», una nueva entrada de John Shirley en la antología (que en realidad no es un relato, sino el extracto de una novela) y «Los chicos de la calle 400», de Marc Laidlaw, presentan a los lectores esos escenarios típicamente cyberpunks de ambientes callejeros controlados por pandillas, cuyo equivalente cinematográfico sería la película de 1997, Escape from New York, de John Carpenter. En «Zona libre», Rickenharp, un rockero yonki y cincuentón, que viste una chaqueta de cuero que había pertenecido a John Cale, de la Velvet Underground, se pasea por zona libre, una isla artificial que actúa como zona de tolerancia para las personas más pudientes de los Estados Unidos, ahora que su país ha dejado de ser un lugar seguro, la linterna de la democracia en occidente. Mientras que «Los chicos de la calle 400» narra la vida de la pandilla de «los hermanos», en la ficticia Ciudad diversión, controlada por los cognirobots. Caos, modificaciones corporales, sobrevivientes viviendo como okupas dan el tono característico del que se hablaba anteriormente.

Finalmente, vale destacar relatos como «El continuo de Gernsback», de William Gibson y «Estrella roja, órbita infernal», colaboración del mismo Gibson con Bruce Sterling, que hace una nueva aparición en la antología. El primero se narra muy bien, lo que puede notarse en ese momento en que la ciudad muta frente a los ojos del personaje del relato, para convertirse de a pocos en una ciudad cuya estética es la de un futuro que nunca fue; el que proponía la CF anglo de los años 30 y que tal vez pueda ilustrarse con la futurista ciudad de Metrópolis, en la película del mismo nombre de Fritz Lang. La aparición de estas imágenes, después de ver un catálogo de fotos de la arquitectura de aquella época, se tornan el conflicto del relato. Por otro lado, el relato a cuatro manos entre Gibson y Sterling resulta interesante en tanto que narra la decadencia de una estación espacial soviética venida a menos, que se sostiene gracias a los conflictos de los astronautas que se encuentran dentro de ella.

Curiosidades

No deja de parecer curioso la inclusión de relatos como «Petra», de Greg Bear y «Cuentos de Houdini», de Rudy Rucker. El primero, que más allá de la sátira hace recordar al jorobado de Notredame, resuena más al género fantástico: en una casi literal alegoría del contraste entre el oscurantismo cristiano y la iluminación proveída por la luz del conocimiento. Ocurridas las acciones después de un cataclismo, el relato presenta a un personaje medio gárgola, medio humano, hijo de la unión entre la piedra y la carne (entre las estatuas de la iglesia en la que transcurre la narración, que después de muchos años cobraron vida y las monjas de la iglesia). Este personaje, que ha aprendido a leer y a escribir cual Frankenstein desde el incógnito de un ático, estará destinado a liberar a los habitantes de la iglesia, humanos y monstruos, de esa vuelta al medioevo. En el segundo, la relación con el cyberpunk, o con lo que creemos más o menos que es, es casi inexistente: como en un guión plano, vemos tres escenas diferentes de tres escapes acometidos por Harry Houdini, siendo el más interesante, el del escape del estallido de una bomba nuclear. Y eso es todo, de verdad que es todo. 

No sabría decir muy bien si Mirrorshades es un libro que se ha perpetuado de buena manera en el tiempo. Si bien juega a su favor que podemos percibir la estética y el mood de los ochentas como algo muy cercano, no lo son tanto varios de los tópicos cyberpunk que Sterling relaciona al subgénero como producto definitivo de esa década. El uso excesivo por momentos de jergas, slangs y tecnicismos a veces fáciles y previsibles (cosa con la que ya se ha criticado bastante al cyberpunk), pueden hacer sentir la lectura de algunos relatos como algo demasiado artificioso y rebuscado. Lo mismo ocurre con aquellos escenarios post apocalípticos de un futuro cercano e infestados de pandillas o con la figura anárquica del rockero que, a la fecha de hoy, ya no representa esa figura pop que encarna la rebeldía. Pueda que el mayor argumento de Mirrorshades sea su mote de libro de culto, que lo convierte en lectura obligada, sea lo que sea que un libro de culto signifique.  

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Iustraciones: Andrés Arroyave [@ulises_zine]

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