Tony Jiménez: La plaga de Troya

La plaga de Troya. Libros prohibidos

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Y Aquiles mató a Héctor.

Durante diez años, una coalición de poderosos ejércitos griegos, dirigidos por Agamenón, y observados por los dioses, habían sitiado a la poderosa ciudad de Troya, inexpugnable, imbatible. ¿El motivo? La huida de Helena de Esparta a la invencible Troya, aunque muchos aseguraban que fue raptada por los troyanos.

Finalmente, y tras enormes perdidas en ambos bandos, dos de los más habilidosos guerreros que luchaban en la contienda, Aquiles y Héctor, cruzaron sus espadas hasta que, de un poderoso envite, Aquiles, hijo de Peleo, atravesó el pecho de del rival troyano con su espada, llena de furia, cobrándose venganza por la muerte de Patroclo, abatido a manos de Héctor. Después, ató el cuerpo sin vida del peligroso y fallecido adversario a su carro de combate, y lo paseó alrededor de la ciudad, como una dolorosa muestra de su poder para los más allegados a Héctor.

Cuando comenzaba a anochecer, y las estrellas subían al oscuro cielo como si huyesen de la tierra, Aquiles llegó hasta el campamento formado por los griegos que le acompañaban en la batalla. Los gritos de alborozo y los aullidos de agradecimiento le recibieron en cuanto mostró el cadáver de Héctor, el cual soltó y siguió arrastrado para que fuese visto por todos; deseaba exhibir las consecuencias de lo que le pasaba a quienes le enfurecían.

Lejos del espectáculo, y alertado por los vítores, Agamenón salió de los que podrían considerarse como sus aposentos y, como si fuese una estatua, aguardó a que Aquiles pasase a su lado; como vio que el guerrero no se detuvo, alzó una mano para indicarle que así lo hiciera.

—El poderoso Aquiles ha logrado vencer al imbatible Héctor. —Agamenón inclinó levemente su cabeza; era el máximo gesto de respeto que iba a dirigir al hombre que, durante la mayor parte de la batalla, había desobedecido sus órdenes a placer—. ¡El poder de Zeus, sin duda, ha guiado tu espada!

Los griegos, que habían acallado sus ánimos para escuchar lo que su líder tenía que decir, volvieron a aullar de alegría ante las amables palabras que escuchaban hacia Aquiles, quien asintió varias veces ante lo dicho por Agamenón.

—Y ahora —prosiguió Agamenón—, volved a descansar, a rendirle tributo a Nyx, o a disfrutar de esta calma que nos regala esta gran victoria. Mañana continuará la guerra.

Los guerreros obedecieron y volvieron a sus quehaceres. Agamenón puso una mano en el hombro de Aquiles.

—¿Puedo acompañarte? —preguntó el líder.

—Si es tu deseo, puedes. —Aquiles sabía que no iba a aceptar una negativa.

Los dos comenzaron a caminar, alejándose del campamento, mientras la noche caía más y más sobre sus cabezas.

—¿Hacia dónde llevas el cadáver del bravo Héctor, Aquiles?

—Voy a tirarlo donde nadie se acuerde de él. Ése es el castigo de quienes me desafían.

—¿Por qué parece haber sufrido tanto?

—Mostré su cadáver a sus familiares y amigos, mientras manchaba los alrededores de Troya con su sangre.

—No puedes hacer lo que estás haciendo, Aquiles.

—No me digas lo que puedo o no puedo hacer, «rey». Puede que nos hayamos reconciliado, pero en cuestión de mi destino, no soy tan benevolente.

Cuando las antorchas del campamento eran pequeños ojos en la noche, Aquiles soltó el cadáver de Héctor y comenzó a cubrirlo con arena, usando sus pies para ello, con total desprecio.

—¿Te has vuelto loco? ¡Combatimos bajo el auspicio de los dioses, Aquiles! —exclamó Agamenón, exaltado por el trato que estaba recibiendo el cuerpo del héroe troyano—. ¡Zeus vela por nosotros! ¡Apolo por ellos! ¿Quién crees que vigila a los muertos de esta batalla, insensato?

—Si Zeus es tan poderoso, nos protegerá. ¡Ares entenderá lo que estoy haciendo!

—¡Ares venera la guerra! Quienes le honran en la batalla son protegidos por sus dones. —Agamenón señaló la piltrafa que era el cuerpo de Héctor—. ¡Hay que respetar a los muertos! ¿Quién crees que vela por ellos? ¡Hades descargará su ira contra nosotros!

Aquiles golpeó por ultima vez al fallecido Héctor y se dirigió hacia el campamento, sin hacer caso de las sabias palabras de Agamenón, quien conocía bien cómo actuaban los dioses cuando no eran respetados.

 

2

Aquiles volvió al lugar donde había dejado el cadáver de Héctor cuando el campamento estuvo dormido casi por completo. Saludó a un par de soldados que vigilaban la zona y se internó en la oscuridad para observar el pedazo de carne sin vida que fue uno de los mejores guerreros a los que se había enfrentado.

Observó el cuerpo durante lo que pareció una eternidad, mientras reflexionaba sobre lo que debía hacer con él. Pasada la furia del combate, y aunque aún le dolía la muerte de Patroclo, ya no consideraba ninguna locura enterrar el cuerpo de su enemigo tal y como mandaban los dioses. Las palabras de Agamenón todavía sobrevolaban su mente, pero también el recuerdo de Patroclo.

Se sentó frente al antiguo Héctor, y fue entonces cuando vio que se movía. No fue algo evidente y, al principio, lo achacó a las sombras que le rodeaban y a su fértil imaginación, pero lo desechó todo cuando un gruñido salió de los labios del muerto.

Aquiles, con los ojos abiertos de par en par, se levantó y, tembloroso, se acercó poco a poco a Héctor, quien abrió sus ojos fríos y llenos de sangre coagulada para mirarle directamente, provocando en Aquiles algo que pocas veces había sentido en su vida: miedo.

La criatura muerta se levantó, quitándose la tierra de encima sin darle importancia. De un solo golpe se deshizo de la cuerda que aún estaba sujeta a sus pies, la misma que había usado Aquiles para arrastrar su cuerpo y ultrajarlo; sus huesos crujieron, dando a entender que muchos se encontraban rotos debido a la horrible tortura sufrida; el agujero provocado por la espada de Aquiles continuaba en el pecho, como claro recordatorio de quien finalizó su heroica vida.

Un grito de horror se apagó en la garganta de Aquiles cuando Héctor se aproximó, con los dientes entrechocando, el rostro blanco, destrozado y muerto, y los brazos hacia delante, buscándole. Aquiles, aún a punto de ser presa del pánico, logró sacar la espada y clavarla en el pecho del ser, provocando un asqueroso sonido de carne cortada y huesos rotos.

El monstruoso Héctor continuó avanzando, sin haber dado muestra alguna de que el ataque le hubiese hecho efecto. A pesar de su lentitud, acabó encima de Aquiles, con la mandíbula moviéndose rápidamente, buscando la tersa piel del guerrero griego, el cual empujó a la bestia para rajarle el estómago, desparramando sus malolientes tripas por el suelo.

Aquiles vio cómo el muerto viviente caía boca abajo, sin dar muestras de seguir vivo. Cuando se disponía a irse, notó que algo le agarraba un pie y, antes de darse cuenta, tenía los dientes de la criatura clavados en el talón.

Héctor arrancó un buen pedazo de carne del talón de Aquiles, quien aulló de dolor como un espíritu condenado. Instintivamente, movió la espada en abanico y cercenó la cabeza del ser, acabando así con su segunda vida.

El guerrero cayó al suelo, sujetándose la brutal herida con las manos. Una extraña calidez empezó a subir por su cuerpo desde el pie mordido, situándose en la cabeza, provocándole una poderosa fiebre que le mareó. Mientras trataba de sobreponerse, a la vez que el miedo y el dolor le invadían, dos soldados llegaron a su posición, avisados por el grito.

—¡Señor! ¿Se encuentra bien? —preguntó uno de ellos.

Aquiles intentó responder, pero solo pudo abrir la boca y lanzar una inmensa bocanada de sangre. Tras el grotesco espectáculo, comenzó a sentir un hambre que jamás había conocido.

Antes de que pudiese darse cuenta, el dolor del pie se le había pasado, se levantó y atacó a los dos soldados con una fiereza jamás mostrada, como si ya no fuese él mismo.

 

3

Tres días después, de nuevo de noche, Agamenón y Odiseo, rey de Ítaca, observaban, gracias a la ayuda de una antorcha, el cercado que se había construido para los muertos vivientes. Odiseo, hombre inteligente, astuto y racional, apenas podía dar crédito a lo que estaba viendo; simplemente, no concebía la idea de muertos en vida apiñados como ovejas.

—Por los dioses. Era verdad —murmuró Odiseo—. ¿Por qué no fui informado antes?

—Creía que no sería necesario. Cuando los soldados y yo llegamos al lugar, Aquiles, envuelto en un salvajismo animal, devoraba a otros dos de nuestros soldados. Acabamos con ellos, pero no con nuestro héroe, causante de todo este destrozo.

—¿Aquel de allí es Príamo, rey de Troya?

—Lo es. Se acercó sigilosamente al campamento hace un día, a por el cadáver de su hijo, vio a Aquiles aquí dentro y no pudo resistirse a acercarse demasiado, presiento que para preguntar por el cuerpo de Héctor. Supongo que los troyanos lo buscan por todas partes, pero no hay nada que encontrar; como los demás, ahora el rey de Troya es un sirviente de Hades en nuestro mundo.

—¡Por los dioses! ¡Es una locura! —Odiseo parecía muy afectado.

—Aquiles fue el acusante al no respetar el cadáver de Héctor. ¡Hizo caer sobre nosotros la plaga de Hades! Y, ahora, los muertos caminan entre nuestra gente, Odiseo. —Agamenón acercó la antorcha a las maderas del cercado—. Están empezando a ceder, y pronto saldrán de ahí.

—¿Por qué no habéis acabado con ellos?

—¡Enfurecería más a Hades! Creo que necesita un sacrificio en su nombre… Ojala supiera qué quiere realmente para poder calmarle. He acudido a ti, rey de Ítaca, porque eres el hombre más inteligente que conozco. Podrías tener una solución a nuestro problema.

—Ver a Aquiles así me provoca un gran dolor. —Odiseo apartó la mirada—. No sé qué hacer. Los troyanos se enfurecerán cuando vean a Príamo afectado por esta plaga, y si los mantenemos aquí, podrían ir en nuestra contra. Lo que empezó con Aquiles podría extenderse aún más, así que, propongo mandarlos de vuelta al más allá.

—¡Hades nos castigaría de peor forma! —Agamenón pensó en algo—. No se les puede matar como a cualquier hombre; podríamos usarlos contra los troyanos.

—Ni yo sabría cómo controlar a estos seres.

—Hades nos ayudará. Puede que ofrecerle la ciudad de Troya como regalo calme su enfado por las burlas de Aquiles hacia los muertos. —Agamenón recordó algo—. Rey de Ítaca, ¿sigue en pie tu idea del enorme caballo de madera?

 

4

Varios días después, los griegos poseían un enorme caballo de madera cuyo interior llenaron con los muertos vivientes con los que Hades les había castigado.

Odiseo albergaba dudas sobre el plan de Agamenón, pero ya fuese por Hades, o por la intervención de cualquier otro dios, los muertos se mantuvieron en silencio en el interior del estómago de madera del caballo, hasta que cayó la noche sobre los troyanos, quienes creyeron que era un regalo de los griegos, los cuales habían hecho ver que huían de la contienda.

Los muertos, encabezados por Aquiles, como si recordasen quien debía liderarles, salieron del caballo y se adentraron en las calles de Troya como la plaga que eran, acabando con la vida de hombres, mujeres, niños y ancianos. Sus mandíbulas comían la carne por igual; sus garras destrozaban a todos por igual; sus gargantas tragaban la sangre de toda criatura viviente.

Las espadas apenas los detenían, el fuego apenas les paraba y pocos troyanos descubrieron que, decapitándolos, morían de nuevo. Los pocos que lograban no ser devorados por completo, volvían a la vida por los mordiscos de los monstruos, sumándose al pequeño ejército que formaban.

Cuando los griegos comprobaron que Troya estaba acabada, entraron en avalancha en ella. Ningún troyano les detuvo, pero los muertos sí prestaron cierta resistencia y, aunque al principio fue mínima, pronto descubrieron los hombres de Agamenón que éste había puesto en marcha algo que no iba poder detener.

Los muertos vivientes cada vez eran más numerosos, y los griegos empezaron a comprobar que sí debían enfrentarse a los troyanos, sólo que ya no estaban defendiendo su ciudad, sino buscando cualquier cosa que se moviera y pudiesen comer. No les sorprendió ver a Paris, hermano de Héctor, convertido en un ser sin vida, acompañando a Príamo en la matanza de su propia ciudad.

Odiseo supuso que solo uno de los dos ejércitos se quedaría Troya.

 

5

Dos meses después, Odiseo se encontraba escribiendo una carta en sus dependencias en Troya, donde le explicaba a su mujer y a su hijo toda la historia, cómo comenzó la plaga que se había extendido por Grecia cuando, los muertos vivientes, fueron expulsados de la ciudad que ahora les servía de fortaleza a él y los griegos que quedaban; entre ellos, un apesadumbrado Agamenón.

Odiseo salió al exterior para disfrutar el sol y las vistas más allá de los muros de la ciudad, donde los muertos poseían el control. Pudo reconocer a un podrido Aquiles entre la multitud de seres hambrientos a las puertas de la ciudad. Sabía, por informadores llegados a Troya, que la plaga se había extendido, y pensaba volver a su ciudad, a la vez que intentaría encontrar una cura.

Los barcos estaban ya preparados para ello; solamente faltaba salir de la polis, evitar a los muertos vivientes y comenzar su nueva aventura para hallar la solución a los problemas que él ayudó a crear, rescatando a sus seres más queridos en el proceso.

El rey de Ítaca pensó que no sería una aventura, no.

En realidad, se trataba de toda una odisea.

Tony Jiménez

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Foto: Matteo Vistocco. Unsplash.