Teresa P. Mira de Echeverría: Home and dry

Home and drive. Libros Prohibidos

Él era reflexivo y algo taciturno (su obra no podía ser más diferente de ella misma). Tímido, pero no por eso temeroso. Tenía aquel aspecto andrógino, como el de un varón que podía parecer a simple vista tanto un chico pecoso con una boca grande y femenina, como una jovencita flacucha de cabello corto y contextura masculina.

Ella, en cambio, era plenamente vivaz; casi temeraria.

Ojos verde-grisáceos y pelo cobrizo, para él; mientras que ella era toda curvas y sensualidad. Acentuaba esas características mediante unas uñas como garras negras (a la vieja usanza), unos labios breves pero carnosos tatuados de color rojo persa y el largo cabello, así como los enormes ojos, pigmentados del más perfecto negro que pudiera sintetizarse.

Ella era «ella» y de orientación bisexual. Él era solo genitalmente un «él» y se definía a sí mismo como un seudo-clon de género fluido al que solo le gustaban las mujeres… o, mejor dicho, al que solo le gustaba una mujer.

Emeraude era la creadora y Eddie, la creación (un ser construido a partir de los genes y memorias de la bio-hacker, pero claramente diferente de ella). Y el único objetivo de aquella creación era el sacrificarse por su creadora.

—¿Qué me impedirá irme? —los pies descalzos de Eddie apenas si se escuchaban sobre el piso de madera clara. También su voz era escasamente perceptible bajo el velo de aflicción.

Los amplios tablones del suelo relucían a la luz de sol matutino que entraba a través de los inmensos ventanales. El paisaje campestre casi podía sentirse dentro de la sala. Y el ocre del pasto seco, las hojas otoñales y los cardos desnudos doraban no solo la habitación sino la verdosa mirada del joven. Ojos acuosos en un rostro cuajado de destellantes pecas.

El muchacho frunció la nariz. Quería evitar que se notaran sus sentimientos, cosa que los hacía más evidentes.

Emeraude estaba recostada sobre uno de los exagerados sillones cuadrados de falso cuero negro. La luz del sol no parecía hacer mella en su pelo o en sus ojos o en su atuendo, absorbida por aquella oscuridad diseñada con aquel exacto fin. Los pies, apoyados sobre el sillón, estaban enfundados en zapatos de gamuza roja oscura, y apoyaba un codo sobre el respaldo. La cabeza descansaba sobre aquella mano en un gesto indolente no exento de intranquilidad.

¿Acaso aquello que Eddie podía leer en la postura de la muchacha era temor?

¿Temor a que su creación se rebelase contra ella?

¿Temor a que ella misma se sublevase contra sus propios planes en una muestra de sentimentalismo o, tal vez, de egolatría diferida?

Esas ideas pasaron por la cabeza de Eddie mientras la observaba. Y si pasaban por su mente, era seguro que también lo hacían por la de Emeraude.

Y Emeraude no quitaba sus ojos de él, parado frente a ella con las manos unidas como en un ruego del cual el joven no se había percatado.

Así, a contraluz, con las semitransparentes ropas demasiado amplias flotando a su alrededor y enmarcándolo con luminosos destellos oscuros, Eddie tenía la apariencia de un Mucha en penumbras.

Emmeraude sonrió. Un gesto sin suficiencia ni ironía, solo cansancio. No era el primer seudo-clon que alcanzaba la autoconsciencia demasiado rápido y le planteaba las mismas cuestiones que ella hubiera podido plantearse a sí misma. Pero sí era el primero que lo hacía sin su arrogancia o su desenfado. El primero que lo hacía con una parte de sí que ella desconocía tener: vulnerabilidad.

Y esta revelación, lejos de provocarle enfado, la estaba cautivando más y más. Eddie la hipnotizaba con su fragilidad.

Suspiró antes de enderezar la cabeza. Se pasó los dedos por entre el cabello que chispeó con la caricia (demasiados conectores bio-cibernéticos en sus uñas, así como nanoarchivos a lo largo de sus fibras capilares).

—La respuesta es simple, mi Ed, mi corazón —respondió con una sonrisa rojo persa—, ¡te he hecho como yo…! Esto es: a partir de mí. Y yo —dijo colocándose una mano entre sus pechos— me tengo mucho aprecio a mí misma, y realmente quiero sobrevivir a esta pesquisa. —Sus ojos, de un negro abisal, intentaban unirse a aquellas aguas verdes y diáfanas que la miraban con súplica y hasta con amor. Por un momento, Emeraude sintió una punzada de culpa seguida de otra de lascivia. Pero estaba acostumbrada a no ceder a ninguna de esas dos emociones—. Así que, luego de entregar la mercancía en la ciudad y depositar los valores, te dirigirás al departamento que te indiqué, tomarás mi lugar, esperarás tranquilamente a las autoridades… ¡y me salvarás! —completó poniéndose histriónicamente de pie y estirando los brazos en un gesto de obviedad.

Luego se ubicó detrás de Eddie y apoyó las palmas sobre los vidrios. El paisaje amarillento de un otoño convertido en seco invierno se diluyó hasta formar un manchón ambarino tras los cristales que se iban esmerilando.

Entonces dio la vuelta y contempló a su creación nuevamente. Ahora sí, bajo los spots de luz artificial, Eddie era decididamente un Mucha en todo derecho: las puntas de los dedos unidos que ya no parecían rogarle sino apremiarla, la túnica de voile negro con sutiles brillos de oro, la mirada fija en ella con la intensidad propia de la litografía de La Esmeralda y aquel halo de falso vitraux compuesto por los cientos de colores reflejados detrás de la cabeza gracias al cúmulo de joyas apiñadas sobre la mesa baja de aquella sala de estar.

Unos ojos que lo tenían todo del verde de la litografía y mucho de la inocencia que podía entreverse tras aquella primera apariencia maliciosa, confiada y juguetona que exudaba la obra. Y si ella se había esforzado en copiar aquella apariencia en sí misma, Eddie seguía desnudando su antigua mirada. Una mirada que no le servía para sobrevivir. Emeraude se había forjado una nueva personalidad, una más fuerte, y había construido su escape peldaño por peldaño, bio-constructo por bio-constructo, hasta llegar a Eddie. Él era el último de una larga cadena de creaciones inmoladas con el único fin de hacerla desaparecer del mundo bio-hacker y salvarla de la eterna persecución a la que se hallaba sometida por sus enemigos, sus competidores y las autoridades.

Con el sacrificio de aquel último constructo, Emeraude sabía que al fin hallaría paz. Pero Eddie se lo estaba haciendo en verdad difícil con aquella apariencia de santo art nouveau.

Al principio había supuesto que el bioide la estaba manipulando (después de todo es lo que ella hubiese hecho). Pero pronto comprendió que el joven era como un destilado de su viejo yo. Tal vez la última parte original que aún quedaba en pie.

Y, en efecto, esa parte estaba ahora de pie frente a ella.

El santo art nouveau separó sus hermosos labios carnosos, apenas rosados, y lanzó su mejor carta:

—¿Y qué te impediría a ti ir hasta la ciudad para salvarme?

¡Cielos! ¡Si hasta sus pecas relucían como incrustaciones de oro! ¡Estúpido ícono!

Obviamente no había sido buena idea hacerlo tan parecido a ella. Tan semejante a como alguna vez había deseado ser.

Sin embargo, el muchacho la estaba enterneciendo y eso solo conseguía que lo odiase. Ahora le sería muchísimo más fácil abandonarlo a su suerte. Nada en el mundo la ponían de peor humor que sentir que no estaba en control de una situación.

Se cruzó de brazos y esperó en silencio. Eddie terminó por sentarse en el mismo sillón que ella ocupase (con la propiedad y la dignidad de un emperador bizantino, pero con la sumisión de un perro fiel).

Ahora era la belleza de los rasgos de Emeraude la que se veía surcada por las pequeñas luces azules, rojas, verdes y doradas que las joyas reflejaban aquí y allá gracias al movimiento de los dedos de Eddie revolviendo el botín con el que tendría que negociar dentro de pocas horas.

Esas eran verdaderas joyas pero, al mismo tiempo, pequeños embriones. Seres líticos, mitad vivientes y mitad tecnológicos. Un enredo de nanomáquinas y neuronas. Huevos brillantes destinados a incubar información inteligente que, por estar viva, evolucionaría y se adaptaría. Desencriptadores biológicos, sistemas de rastreo que respirarían y se reproducirían a sí mismos, instrumentos capaces de mutar hasta adaptarse a su entorno y obtener el gobierno subliminal de una empresa, de una Nación o de un simple sembradío de papas transgénicas, sin que nadie lo notase… excepto, claro está, quienes habían pagado por dichos artilugios.

Ella miró las joyas; obras que le habían costado casi tanta o más pericia y tiempo de desarrollo que el propio Eddie, y respondió:

—A ver, ¿qué es lo que me impide ser humanitaria contigo? ¡Que tú no eres humano! Puede que te haya construido a partir de mí, pero no eres yo. —Su voz no contenía ningún trazo de altanería; incluso casi parecía conmiserarse del muchacho—. Entiéndelo, tú no eres mi hijo de madera, ni mi hermano-clon, ni mucho menos mi espejo. Los seudo-clones poseen el suficiente acervo genético y personal mío como para que asuman creíblemente mi identidad y se enfrenten a las consecuencias de mi línea de trabajo en mi lugar. Eres una herramienta.

Dio un par de pasos y se sentó al lado de Eddie. Pasó las manos por el cabello del joven. Lo había hecho casi de su misma edad en lo concerniente a la apariencia (apenas si unos años menor), pero difícilmente superaba las tres semanas de existencia real.

—Si vamos a buscar comparaciones y a ser sinceros la una con el otro —completó en un susurro mientras acercaba sus labios bermellón a la pálida boca del muchacho, quien temblaba visiblemente—, yo sería la artista y tú… bueno, digamos que una litografía… ni siquiera la matriz.

—O sea —dijo el joven mirándola a los ojos—, que yo soy tú, pero tú no eres yo. —Ahora el verde jade estaba tratando de resistirse. No quería ser elevado hacia las alturas sin estrellas de ese cielo que Emeraude tenía por ojos—. Esa lógica me parece bastante endeble, por no decir falaz.

Hubo un ruego mudo y un silencio despiadado por respuesta. Entonces Eddie se precipitó a cerrar el hiato y besar la boca de su creadora y origen. Beso al que ella respondió apasionadamente, tal como si se estuviese besando a sí misma bajo la forma de otro ser.

* * *

Llegar al departamento fue algo sencillo a pesar de las múltiples heridas en su cuerpo. Más allá de la ordalía que había tenido que atravesar para vender aquellas células de vides atrapa-datos, pudo dar fácilmente con las calles y pasajes correctos para evitar a sus perseguidores y llegar a destino. Y todo eso gracias a las memorias de Emeraude Tennant había implantado en su mente, así como a la determinación y el empuje vital heredados también de los genes de su creadora. Pero, sobre todo, debido a la devoción por la bio-hacker que Krasí al fin había logrado extirpar de su ser.

Entró tambaleándose al departamento que se suponía ocupaba la traficante de biotecnología más buscada del país. En realidad aquel era uno de los muchos refugios destinados a dividir la atención de los enemigos de Tennat. Cada trabajo, único en sí mismo e imposible de vincular con los demás, era entregado y firmado por un seudo-clon diferente, portador de una identidad y un rostro diferentes, y con uno de aquellos refugios (desde pisos de lujo hasta chabolas junto al río) por hogar. Obviamente, todos provistos de sus correspondientes «rastros de migajas» que la propia Emeraude se encargaba de esparcir para que, tarde o temprano, sus carnadas vivas fuesen halladas y atrapadas por quienquiera que en ese momento la quisiera fuera del juego.

Krasí cruzó el lujoso living. El sol del atardecer, amplificado por las ventanas curvas que revestían rascacielos giratorio, entraba a raudales rociándolo todo de un rojo herrumbre. Pronto la vista daría hacia el río cansado y gris. Luego, hacia la hermosa ciudad, antigua pero vertiginosa. Finalmente, cuando la torre completara sus 360 grados, el sol de la tarde ya habría desaparecido tras el horizonte y la noche reinaría a sus anchas.

Krasí se miró el vestido de encaje blanco con flores color agua teñido por aquella herrumbre luminosa y por un rojo mucho más oscuro producto de los múltiples puntos de impactos de los proyectiles. Afortunadamente, las balas vivas solo la habían herido de modo superficial antes de caer muertas. De no haberse vacunado contra ellas, ahora la seguirían taladrando internamente órgano por órgano.

Se dirigió al baño y tomó el kit de cauterización. Luego entró al dormitorio. El piso era idéntico al de la casa de campo donde había nacido, con anchos tablones de madera clara, pero aquel ambiente estaba reformado a su gusto y nada allí era color negro sino que reinaban el lavanda, el gris perlado, el celeste y el blanco cremoso…

Se dejó caer en la cama Eastern King. A modo de cabecera había dos rostros gigantes dibujados en carbonilla por ella misma (su creadora no sabía que podía ser una artista, pero Krasí lo había descubierto sola… ¿tal vez por eso su madre genética había elegido las obras de Alfons Mucha para nombrar a sus múltiples creaciones-víctimas?). Uno de los rostros dibujados era el suyo, y era casi idéntico al de Emeraude. El otro retrato pertenecía a quien estaba esperando, el seudo-clon que la había contactado para idear juntos una salvación: un muchacho-chica de rostro taciturno y frágil.

Con su heredado talento bio-hacker había conseguido modificar los rastros que su creadora había diseñado para guiar a sus enemigos hacia ellos dos. Mientras que su «hermano» había concebido la manera de completar las transacciones sin que sus perseguidores ni Emeraude supiesen que ambos continuaban con vida.

Krasí había nacido como «Améthyste». Topaze y Rubis, los hermanos que habían salido de la impresora biológica de Tennant antes que ella, ya habían cumplido con su cometido. E, igual que todos los otros diseños, ya estaban muertos o algo peor.

La Amatista era el tercero de aquellos grabados de Mucha: Las piedras preciosas. La mujer que encarnaba la joya tenía una mirada limpia y directa, sin segundas intenciones. Y así había sido construida ella. Un mito contaba que una doncella se había negado a ser seducida por Dionisos y por eso se había convertido en la piedra que luego había adquirido el color del vino, símbolo del propio dios.

Krasí jamás había deseado ser Améthyste, nunca había querido ser una copia, ni litográfica ni humana. De modo que, una vez libre, había buscado un nuevo nombre, opuesto al de aquella chica ascética. Uno que representara el enthousiasmós, “el entusiasmo”, el soplo divino de su individualidad: Krasí, “vino”.

Por eso había teñido su piel con el tono almibarado de las hojas secas de los abedules, tatuado sus labios como la canela y recodificado su cabello con el color de las nueces. Solo sus ojos permanecían del mismo violáceo original, como vino añejo.

¡Oh, cómo había deseado que un Dionisos verdadero la tomase. Un dios cambiante y lleno de oposiciones como un soplo fresco! A ella, que había nacido como el exorcismo de lo que su creadora consideraba sus debilidades: el altruismo y la empatía. A ella, ideada como una imagen especular y, por ende, alguien que no tenía nada que esconder.

Pero, a pesar de su anhelada singularidad, ella sabía que toda vid vive gracias a su raíz. Y no podía dejar que la cepa madre desapareciera por completo sin conservar, al menos, un esqueje.

Eddie Greenmayne había pensado igual. Como el hermano clónico que era.

Si Krasí, La Amatista, había sido la copia invertida se su esencia, entonces la última litografía, la misma que llevaba su nombre: La Esmeralda, debía ser la copia final.

Cuando Eddie se contactó con ella, le contó de su relativa libertad de movimientos (una que ningún otro seudo-clon había tenido), de cómo lo había dejado decidir su propia identidad, de cómo lo llamaba “su corazón”. Y Krasí supo entonces, con total certidumbre, que era él quien estaba destinado al más cruel de los sacrificios.

Después de Eddie, ya no habría más Emeraude Tennant, solo un alias viviendo sin pesares ni conflictos; segura y cómoda hasta el día de una muerte tan ordinaria como solitaria de sí.

En efecto, su “madre” se había escindido, pedazo por pedazo, en cada uno de sus seudo-clones, como en una vivisección anímica. Con ello no se multiplicaba a sí misma para que solo muriese una copia, sino que se auto-desmantelaba. Y es que, para lograr su propósito, era preciso que «desapareciese». Así, con cada uno de sus bioides se había ido una parte esencial de sí misma que ella consideraba arriesgada para su supervivencia: su miedo, su temeridad, su confianza, su fragilidad… sin darse cuenta que esas partes habían arrastrado otras consigo: su talento, su creatividad, su amor…

Krasí y Eddie se habían convertido en los últimos esquejes de aquella vid auto-cercenada. En la última traza de la humanidad imperfecta y vulnerable, pero sublime, de Emeraude. Y estas dos trazas hechas carne y sueños no pensaban renunciar a su existencia.

Mientras las manos de la muchacha depositaban lenta y cuidadosamente dentro de cada una de sus heridas las larvas de tecno-moscas (las que ella misma había diseñado para que comieran tanto piel muerta como cualquier otro tejido orgánico dañado), su mente se hallaba envuelta en esos pensamientos.

Fue entonces cuando escuchó la puerta del departamento abriéndose con cautela.

Ya no tenía fuerzas para huir y sería inútil esconderse. Aferrándose al temblor que la recorría, cerró los ojos y esperó lo peor; mientras muy dentro suyo suplicaba al tecno-dios de los no-humanos por un milagro.

De pronto, unos labios secos y mullidos recorrieron su frente y sus ojos y su nariz. Krasí se paralizó. Conocía aquel ritual amoroso de Emeraude y lo que implicaba que la hubiera encontrado… No quería que esos labios llegaran a su boca, no quería confirmar lo irremediable.

—¿Me da su permiso para besarla, mi adorado vino sacrificial? —la voz de Eddie, dulce, arenosa, masculina y femenina al mismo tiempo.

Krasí abrió sus ojos púrpuras para ver el color jade de los de su compañero, o tal vez compañera, como fuera que Eddie se sintiera hoy; y mientras esos labios se posaban apenas sobre los suyos, pensó que vivir con Greenmayne sería como vivir inmersa en lo más fundamental de ser humano: alguien para quien ser hombre o mujer era maravillosamente intercambiable.

—¿Ya terminó todo? —preguntó todavía incrédula.

Tras aquel beso, exiguo adrede, Eddie se dedicó a lamer la piel de Krasí con verdadera pasión.

—Puedes respirar tranquila… no te preocupes… ella está muy lejos… —Cada vez que levantaba su lengua de la piel agujereada de la muchacha, Eddie suspiraba sus respuestas sobre las larvas biotecnológicas que se afanaban por comer la carne muerta y verter sus bacterias curativas antes de llegar a la etapa de metamorfosis—. Las migajas de sus pistas falsas ahora se han adherido a su rastro. —La chica se estremeció y Eddie detuvo su exploración amorosa, tomó la cara de la muchacha entre sus manos, y aclaró—. ¡El beso funcionó! El virus que modificaste impregnó su ser, y estas larvas tuyas ya me han liberado de él. —Sacó juguetonamente la lengua, ya con su natural tono musgoso; luego se puso serio—. Ignoro si la encontrarán; pero sé que a nosotros no. ¿Entiendes que era necesario que la verdad saliera a la superficie? ¿Entiendes que, de todas formas, jamás estará a salvo de ella misma? —La muchacha afirmó en silencio, sus ojos mostraban alivio: todo había llegado a buen puerto, ambos estaban sanos y salvos—. Ahora solo nos resta seguir amándola en nosotros mismos, si es eso lo que deseas. Por mi parte, «mi dulce elixir», yo preferiría que nos amemos el uno al otro.

Hubo una sonrisa sutil en el rostro del joven, una que le recordó a Emeraude, pero que también hizo que la olvidara por completo, y Krasí se distendió. Ahora podía permitirse sentir a Eddie mientras este se deshacía de los jirones del vestido destrozado. Sus labios color canela se relajaron para recibir primero la boca generosa de Greenmayne y luego su torso como de marfil repleto de pecas doradas y por fin su vientre tembloroso y casi abstracto. Entonces empezaron a entrelazarse más y más. Era como si un metrónomo en aceleración estuviera guiando la música de sus almas y su carne. Como si el naranja furioso del sol, tras enmarcar el Tower Bridge, se apresurara a unificar sus colores en una llamarada monocroma, ansioso por fundirlos en su fuego vivo. Hasta que el orgasmo los sorprendió en una semipenumbra embriagadora, en un grito de júbilo que estalló en lo profundo de la garganta de Eddie, y en un bendito cansancio plagado de estrellas y de las pequeñas moscas que, como joyas de miles de colores, brotaron de las heridas curadas de Krasí.

Teresa P. Mira de Echeverría

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Foto: Bundo Kim. Unsplash.