Este relato se adhiere a la iniciativa #leeorgullo, que busca visibilizar a los autores del colectivo LGTB y los textos que traten del mismo durante el mes de junio de 2019.
Ilustración de Servando Díaz.
Edu se fue antes de que yo despertara. Los lunes y los miércoles tiene horario de mañana, lo que significa que debe levantarse a las cinco y media para estar en la oficina a las siete. Yo dejé la mañana escurrirse en el sueño; hasta las once no abandoné la cama que olía a ansiedad, a sábanas manchadas, a nosotros.
Titubeé al mandarle un mensaje mientras esperaba que se hiciera el café en la cocina. Estoy atrapado entre lo que siento por él, lo que se supone que debería sentir, lo que realmente me gustaría sentir. Me pierdo en la lógica procusteana de las relaciones, en las que todo es blanco o negro o un matiz preciso y medido de gris. Soy bueno con él, él es bueno conmigo. Me cuesta definir límites más allá de eso.
Dicen que hacemos buena pareja, pero lo dicen sonriendo ante nuestra estatura similar, nuestros cortes de pelo, el hecho de que a veces intercambiemos chaquetas. Nadie entiende de su ansiedad ni de mi cansancio. Le quiero, pero a veces desearía que fuera mi hermano, o mi mejor amigo, alguien con quien no quedarme enredado en esta maraña de sentimientos y obligaciones. Desearía a veces ser un farero, vivir en la naturaleza o en una comuna en las montañas, donde pudiera estar solo siempre que lo deseara y mirar al horizonte. Cultivaría una planta mágica cuyo té bebería cada día para que mi cuerpo mantuviera su forma, en vez de tener que ir cada catorce días al centro de salud para recibir una inyección.
Esto es lo que pienso y a esto le doy mil vueltas mientras se hace un café con tostadas y la radio chisporrotea de estática. Muevo el dial hacia una emisora cualquiera, esperando oír música, pero en su lugar una voz lejana habla de una anomalía en el espacio profundo detectada por un observatorio en el golfo de México.
Paso la mañana enviando mi currículo a diversas ofertas de trabajo. Tres de ellas piden una prueba de acceso, las demás, años de experiencia que no tengo. Debería rebelarme y negarme a regalar mi labor a una empresa, pero me aburro y realizar las pruebas me da un sentimiento de realización que mantiene la depresión a raya.
El día se escurre. Salgo un rato a tomar el sol a las cinco de la tarde, simplemente a dar un paseo y ver las hojas nuevas de los árboles. Me riño por haberme perdido el mercado de abastos. Siempre me alegra el ánimo ver las nuevas frutas y verduras, los huevos, los quesos y conservas dispuestos en un collage multicolor en los estantes. A veces incluso compro algo y, excepcionalmente, consigo cocinar algo sano y romper mi monotonía de pasta, arroz, ensaladas y latas.
Con Edu no me cuesta tanto. A él le gusta cocinar y su alegría es contagiosa. Con él preparé mi primera tortilla de patata, plato que me había eludido durante años. Siempre se las apaña para hacer algo sabroso pero mínimamente sano. Creo que es gracias a él que mantengo la línea.
Me escribe a las seis de la tarde, está cansado del trabajo y del gimnasio. Dice que nos vemos al día siguiente. Caliento una pizza en el horno mientras leo en las noticias sobre la anomalía. Dicen que es un objeto errante, con una forma inusual y proporciones inauditas de materia orgánica.
Ceno en el sofá con el portátil al lado, limpiando el aceite de las teclas con una servilleta. Wikipedia me habla de planetas errantes y de planemos, cuerpos celestes que no giran en torno a ninguna estrella y viajan por el espacio infinito, incapaces de generar su propia fusión para calentarse, casi invisibles a los sensores humanos. Durante un periodo muy breve, visitará nuestro sistema solar.
Pienso en cielos estrellados y radiotelescopios. Recuerdo las imágenes del reflector parabólico de Arecibo, orientado hacia la enormidad del universo, recibiendo ondas y señales de planetas distantes. Una vida atrás, cuando creía ser una niña, pasaba noches insomnes mirando hacia arriba en mi azotea, pensando en asteroides y cometas, en formas de vida inimaginables pero de alguna forma benévolas.
Vuelvo a perderme en un laberinto en internet y cierro los ojos a las tres de la mañana. Me asaltan sueños sofocantes, de húmeda y cenagosa oscuridad, de avanzar a ciegas por espacios angostos, de un aire frío y apestoso que parecía no llenar los pulmones.
El día siguiente no cambia mucho. Es una de las ventajas y maldiciones de estar en paro, la liberación del reloj, de las rutinas a las que nos vemos sujetos cuando debemos nuestros cuerpos a la presencia en una oficina. Voy al gimnasio antes de comer, compro unas acelgas y me las preparo en una receta que me enseñó Edu, con ajo y nueces.
Este llega a las siete de la tarde. Durante la tarde, charlamos acerca de planes para el fin de semana, que apenas me podré permitir. El viernes tenemos los dos cita en el centro de salud. Bromeamos acerca de que deberíamos aprender a pincharnos mutuamente, ¿no somos acaso mayorcitos?
Las noticias han estallado con información sobre la anomalía. No es esférica, lo que parece haber sorprendido y maravillado a los astrofísicos. Los nuevos telescopios ópticos han capturado imágenes del extraño objeto y se maravillan con el parecido de este a un cuerpo humano en el acto de caer. Una redactora sabihonda lo compara con un grabado de Doré que ilustra el descenso de Lucifer a los infiernos. ¿A qué infierno está descendiendo este cuerpo celeste, un visitante de pasada, que viaja de un vacío a otro vacío?
Compartimos un porro antes de dormir. Fumar me quema la garganta, pero la bruma en mis sentidos y el sueño que esta trae son bienvenidos. Por primera vez en semanas, me duermo antes de la una de la mañana. Edu se queda a mi lado en la cama. La luz de la pantalla tiñe su perfil de verde.
En mis sueños visito de nuevo el laberinto de la noche anterior, pero esta vez llevo una luz conmigo, una antorcha que arde sin quemar. Me duelen los ojos cuando intento mirarla de cerca.
La lógica onírica es aquí extrañamente inconsistente en su consistencia. Llevo el mismo pijama que llevaba al irme a dormir, la misma barba de dos días, me sigue cayendo el pelo sobre la frente y debo apartármelo con los mismos gestos y frecuencia que en la vigilia. Un frío húmedo forma gotitas de condensación en mi piel. Estoy en un túnel algo más alto que mi cabeza, que se ramifica en vías cada vez más pequeñas, que me hacen caminar agachado. Huele a podrido, a fruta dejada al sol en una bolsa de plástico durante una semana. Las paredes son rojo oscuro, a veces tropiezo con obstáculos viscosos que procuro no mirar. Despierto cansado y helado a las seis de la mañana. Me despido del sorprendido Edu, que está a punto de salir al trabajo.
Los astrónomos han acordado un nombre temporal para la anomalía. La llaman Kolobok. Es un nombre checo para un mítico pastel que cobra vida y huye de la casa donde se lo iban a comer. Después de varios intentos de evasión, es atrapado por un zorro.
Ese lúdico bautizo se me antoja una suerte de ceremonia de culto cargo, un intento de la ciencia de capturar lo incomprensible. El Kolobok de los cuentos es atrapado y devorado por un acto de astucia. Al declarar a ambos lo mismo, pastel y cuerpo celeste, intentan quizá moldear la realidad, convertir al planetoide en algo que puede también ser alcanzado, medido y procesado.
Imágenes más claras llegan a la prensa y conmocionan las redes. Los telescopios ópticos, ya enfocados, devuelven imágenes en alta resolución del gigante que cruza el sistema solar entre Marte y Júpiter.
Gigante es la palabra.
El objeto es un cuerpo humano de proporciones siderales, desnudo, congelado en una improbable pose de ballet. Lo miro por primera vez en la pantalla de mi móvil de paseo por la calle, con la misma maravilla de todo el mundo a mi alrededor. Lo miro por segunda vez con horror. Su rostro momificado tiene signos reveladores de calvicie prematura, de barba mal cuidada. Paso por el cajero, que me hace un comentario sobre las noticias. Un par de jubiladas se suman a la conversación, una entusiasmada, otra escéptica. Una joven comenta que está asustada.
Yo empaqueto mis cosas y salgo a la calle como una máquina sin piloto, mascullando una despedida. Una vez fuera, en el sol, saco de nuevo el teléfono con manos temblorosas y hago clic en la imagen de la noticia.
No han logrado captar imágenes del cuerpo de frente, parece que rota sobre sí mismo en periodos de cuarenta horas. Sin embargo, los telescopios han capturado su perfil, que se funde en las duras luces y sombras del espacio. Con horror, descubro lo que estoy buscando: dos finas líneas en su torso, casi invisibles, idénticas a las mías. Cicatrices de una lejana mastectomía.
Vuelvo a casa ocultando mi rostro. Nadie me reconoce. Saco mi móvil pero soy incapaz de escribir.
En las redes se multiplican las publicaciones con largas hileras de comentarios. Para los demás, este roce con lo incomprensible es solo perturbador en la medida en la que se puede discutir. Dicen que en San Petersburgo, durante los diez días que cambiaron el mundo la gente seguía haciendo la compra y leyendo los periódicos, congregándose en los cafés para comentar las noticias. Y eso es lo que hacemos ahora, continuar nuestra vida, integrar el cadáver colosal que cruza la galaxia en nuestros temas de conversación, un elemento interesante, sí, pero solo una pieza de decorado en nuestras vidas.
Nadie puede comprender lo que siento ahora. Me escondo en el sofá y me tapo los ojos con un cojín.
Edu llega horas después, taciturno. Ha traído comida china para cenar. Me ofrezco a pagarle la mitad, pero me responde con un gesto desdeñoso. Comemos. Él no me hace ninguna pregunta, y yo no tengo la presencia de ánimo para preguntarle sobre su día.
Saca dos polos de fresa del congelador y me ofrece uno. Me quedo mirando la superficie escarchada del mío, a punto de echarme a llorar.
—¿Y bien? —me pregunta al final.
—¿Y bien, qué? —pregunto, ocultando mis ojos húmedos.
—Has visto las fotos, ¿verdad? —Asiento y me cubro la cara con las manos. Él se acerca y me agarra del hombro.
Hacía años que no lloraba.
—¿Qué quieres hacer al respecto?
Dejo pasar un minuto antes de responder.
—Creo… creo que no quiero hacer nada. No quiero que nadie lo sepa.
Edu se pone en cuclillas a mi lado y toma mi mano izquierda entre las suyas.
—Entonces no tienes por qué hacer nada.
Esa noche follamos por primera vez en la semana. El sexo siempre fue un punto en el que nos supimos entender. Dicen que no se me da mal. Siempre me sorprende cuando me lo dicen, me inicié tarde en ese mundo. Contemplé su rostro, perdido en el placer como el de un durmiente.
En el sueño me asalta el ya familiar olor a podredumbre. La antorcha sigue en mi mano. Comienzo a andar, sin conocer muy bien hacia dónde voy, pero sabiendo al menos dónde estoy. Decido mi camino buscando siempre caminos más grandes, corriente arriba, de capilares a vasos sanguíneos.
Ocasionalmente toco las paredes, que aún conservan restos de calor y humedad. De vez en cuando suena distante un bramido. ¿Aire que escapa por la laringe, las sacudidas de una peristalsis vestigial?
El gigante soy yo. Intento no pensar en las ramificaciones de ese hecho. ¿Habría, en otra galaxia, una raza de gigantes? ¿Qué acto de impensable paralaxis hacía posible nuestra semblanza?
¿O es el cuerpo un acto de malicia por una especie alienígena, que decidió clonar a un humano al azar a escala monstruosa y liberarlo en el espacio? Imagino unas criaturas de proporciones imposibles, planeando una broma cósmica para la humanidad como unos adolescentes planean tirar huevos a una casa.
La otra explicación es que esté perdiendo la cabeza. Sin embargo, Edu también ha visto el parecido entre el cuerpo celeste y el mío terráqueo. Y, loco o no, no cambia que en mis sueños me transporto a lo que parecía mi propio cadáver.
He vagado por internet los últimos días, buscando lo que ocurriría a un cuerpo humano en el vacío, y la respuesta parece ser congelación o momificación. El olor y la humedad de lo que me rodea parecen indicar lo segundo, pero ¿cuánto tiempo tardaría un cuerpo así en momificarse, con la mitad de masa que la luna?
Deseo haber prestado más atención a mis clases de biología para saber dónde me hallo por la configuración de las venas, de las células en torno a mí.
En algún lugar llego a un vaso sanguíneo principal, arteria o vena, no lo sé. Puedo decir que la llama de mi antorcha se reduce a un punto en una catedral de oscuridad. Camino, pegado a una pared, sin saber si estoy andando en la dirección correcta. Me despierto al amanecer, con las manos pringosas.
Me lavo las manos y leo mi correo tomándome una taza de café frío. Me ha salido una entrevista de trabajo ese mismo día, como diseñador júnior. Miro el salario que ofrecían con desmayo, sabiendo que lo aceptaría. Era peor cuando escribía a trabajos con mi otro nombre.
Me afeito la barba, que tanto me había costado adquirir, y me rapo la cabeza. Quizá con eso no llamaría la atención. La entrevista sale bien; estoy más tranquilo de lo que he estado en años. Después de mi choque con lo incomprensible, un mero departamento de recursos humanos no tiene la capacidad para alterarme.
El fin de semana quedamos con otros miembros de la asociación. Nos reunimos dos veces al mes. Nos juntamos a veces diez, a veces quince, una mescolanza de veteranos y nuevos que aún apenas se atreven a salir a la calle.
Antes iba más, sobre todo en mis comienzos; cuando cada mirada de un extraño era un pinchazo de ansiedad. Sin embargo, en los últimos meses estoy volviendo, por la egoísta razón de que en las reuniones se hacen cosas baratas.
La mamá no oficial del grupo se llama Patricia. No le gustan las abreviaturas, dice que peleó demasiado por su nombre como para acortarlo. Es la que está a cargo de escribir la lista de correos y de las publicaciones en las redes sociales. Me recibe con un abrazo y una larga mirada que me hace sentir un escalofrío.
Nos reunimos, como siempre, en el parque. Somos doce esta vez, con solo dos nuevos. Pedimos un helado y decidimos qué hacer. Alguien sugiere asistir a un festival de teatro callejero, nadie se opone.
Charlamos y caminamos ajenos a miradas furtivas de los viandantes. Me había acostumbrado ya a ser invisible, después de tantos años de apilar capas de normalidad hasta fundirme con los demás. Sin embargo, nuestro grupo resalta en la multitud como un diente mellado, atrayendo a veces sorpresa, a veces hostilidad apenas encubierta, a veces medias sonrisas.
Un desfile de personas con zancos, máscaras monstruosas y marionetas sobre largos palos cruza la calle. No está claro qué celebran, salvo quizá su propia presencia, un torbellino de humo y burbujas y tela de colores. Alguien tira petardos, alguien saca pañuelos de un sombrero. Una cerveza aparece en mi mano. Por primera vez en días, me relajo.
Patricia me observa a través del humo de su cigarrillo electrónico. Yo me uno a la conversación con Edu y dos de las chicas nuevas, Alicia y Ceci, que se lo están pasando en grande. Cuando llega la hora de irnos, Patricia susurra en mi oído «Lo siento», pero después se aparta y continúa charlando con otro chico sobre la siguiente reunión sin mirarme.
Esa noche veo, por primera vez luz en mis sueños, luz que no proviene de mi antorcha. Allá arriba, una de las paredes venosas está rota. En la tenue gravedad del cuerpo que habito doy un salto y alcanzo sin dificultades la claraboya. Caigo al blando y pegajoso suelo. Yazgo boca arriba, intentando comprender dónde estoy.
La intuición más que la vista me dicen que esta cámara es una esfera, de proporciones engañosas. Un colosal haz de luz parte la oscuridad como un púlsar en el vacío. La curiosidad fue más fuerte que el miedo y emprendí mi camino hacia su origen.
No hago mucho más el fin de semana. En la televisión han llamado a un forense, que ha examinado las imágenes de los telescopios y declara que el gigante solo puede llevar unos días muerto. Habla de los primeros síntomas de la descomposición, de cómo, en las borrosas fotografías de sus ojos, el iris está completamente negro, de la rigidez de los dedos de las manos y los pies, congelados en un gesto de garra.
Esa noche estoy solo. Subo a la azotea de mi edificio, donde algunas estrellas se asoman tímidamente pese a la contaminación lumínica de la ciudad, y miro hacia arriba.
El gigante apenas es visible desde la tierra, la piel no tiene un índice de reflexión tan alto. Es un nuevo punto de luz que asoma entre los edificios y las parabólicas de la ciudad. Me pregunto si el cuerpo estará orientado ahora hacia nosotros, si sus ojos muertos nos estarán mirando. Si yo me estoy mirando allá arriba, o allá abajo.
La maravilla se gasta. Intelectuales, escépticos y religiosos discuten en los medios de comunicación, pero la noticia pronto se ha reducido a clickbait, a otro roce con lo incomprensible que se puede medir y pesar. Los artículos sobre Kolobok son una mezcla de denuncias conspiranoicas, especulación religiosa y teorías, cada vez más desesperadas, para dar una explicación plausible al gigante.
Me dan el trabajo. Comienzo a levantarme de nuevo temprano todos los días y a fingir una sonrisa ante mi jefe. Una parte de mí se alegra de tener algo que hacer a pesar de todo.
El haz de luz de mis sueños parece no acercarse nunca. Impaciente, suelto la antorcha, tomo carrerilla y salto hacia arriba. La gravedad, que apenas tenía poder sobre mí, me suelta definitivamente y caigo interminablemente hacia arriba, propulsándome a soplos. No sé cuánto tardaré en alcanzarlo aquí, perdido dentro de mi propio ojo.
Pasan los días. Edu todavía viene a mi casa, pero me entero de que está viendo también, ocasionalmente, a Alicia. A ella no parezco importarle. Para mi sorpresa, ella a mí tampoco me molesta. Quedamos en ocasiones los tres para ir al cine o ver películas en casa. Algunas de las noches terminamos los tres en la cama de ella, y a la mañana siguiente desayunamos riendo.
Kolobok se aleja del sistema solar. Tres sondas, de tres naciones diferentes, siguen fielmente su estela. Su trayectoria contiene oscilaciones impredecibles, así que no se sabe si lograrán alcanzarlo antes de que se pierda en la nada.
¿Encontrarán acaso, dentro de mi cuerpo, otro cuerpo reseco flotando como una mota atrapada en el tenue haz de luz que atraviesa su córnea? ¿Cantará alguien mis elegías? Me pregunto si cuando muera allí continuaré mi vida aquí, en la tierra, si mis sueños volverán a la normalidad o si cada vez que cierre los ojos veré lo que veo ahora, una aterciopelada, infinita negrura plagada de estrellas. Y me pregunto si en verdad será un destino tan terrible si mi eternidad es viajar por el espacio, de mí mismo pasajero y prisionero, hasta que el cadáver que habito choque contra otro cuerpo sideral o se desintegre, partícula a partícula, y lo que quede de mí lo disperse el viento solar y se pierda en un vacío que está, aunque nos pese, habitado.
«Kolobok y el zorro» recibió una mención del jurado en el III Premio Ripley de relato de ciencia-ficción y terror para escritoras.
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