Año: 2018
Editorial: Candaya
Género: Novela (terror)
Una maestra de un colegio del Opus Dei, llamada Clara, secuestra a una de sus alumnas, Fernanda, quien formaba parte del grupo más popular de su clase. A partir de una multifocalización ―sobre Clara y su relación enfermiza con la madre; sobre las sesiones de Fernanda y su psicólogo y la relación de esta con su mejor amiga, Annelisse; o sobre esta última― se va conformando una historia de vicios ocultos, juegos de poder y apariencias, y la inevitable necesidad de sentir y presentir el horror.
Aunque esta, sin lugar a dudas, es una novela de horror, el miedo que evoca no proviene de una entidad o circunstancia sobrenatural, sino que se trata de un miedo metafísico. Como se hace explícito en varios momentos, Mandíbula engarza con lo que Lovecraft definiera como weird; de modo que busca explorar un miedo hacia lo instintivo, hacia lo que sabemos y no podemos controlar y también hacia lo incognoscible. Sin embargo, la de Ojeda es una novela que se salta muchos esquemas y habita con cierta incomodidad ese nicho multiforme que es el new weird. En última instancia, pareciera perfilar un nuevo género, con sus límites propios y su genealogía; una que incluye el terror más clásico, pero también las creepypastas, las películas de serie B, el psicoanálisis y las leyendas urbanas.
El Dios Blanco y el silencio del hastío
Entre los temas sobre los que se hace hincapié destacan y desconciertan el de las relaciones de poder y la noción de estatus en los grupos de adolescentes, el despertar sexual, las apetencias de y por la carne y los instintos animalescos. Existe en la novela un edificio deshabitado en que se reúne el grupo de amigas adolescentes que lideran Fernanda y Annelisse; y allí realizan retos peligros o que provocan asco: caminar por las cornisas, probar sus sangres menstruales, contarse historias de horror. Este vivir al límite ―que no es el del libertinaje y las drogas duras más al uso, sino la transgresión que han sabido procurarse estas «niñas bien» de clase alta― es una metáfora clara del hastío y a mí me hizo pensar inmediatamente en un cuento excelente de Mariana Enríquez, «Los años intoxicados», perteneciente a su libro Las cosas que perdimos en el fuego, en que otro grupo de amigas busca propiciarse dolor y situaciones peligrosas para sentirse vivas. Recorre el cuento de Enríquez un aura siniestra que consigue emparentar a estas adolescentes descarriadas y algunas de sus prácticas con la tradición de las brujas y el satanismo, tal y como en Mandíbula este grupo de muchachas devienen sacerdotisas de un culto inventado por Annelisse, que toma como centro al Dios Blanco.
«¿Por qué el Dios Blanco es blanco?», preguntó Natalia justo antes de contar sus propia historia de horror.
«Porque el blanco es el silencio perfecto», respondió Annelisse con aparente solemnidad. «Y Dios es el horrible silencio de todo».
Aliadas contra el origen
Dos leimotivs dan cohesión al texto: el del color blanco y el de lo relativo a las mordidas y la deglución. El gigante cocodrilo blanco que las adolescentes creen ver desde el edificio abandonado y sobre el cual fabulan e inventan recuerdos es la síntesis de ellos. Es este otro de los aspectos centrales de la novela: el poder evocador de las palabras y de contar historias. De todos los actos macabros que las adolescentes realizan en el edifico al que más temen, el que las acosa y más las horroriza es el de escuchar a Annelisse contando las historias del Dios Blanco. Uno de mis fragmentos preferidos del libro es el capítulo que corresponde al ensayo que escribe Annelisse a Clara, su profesora, en que explica lo que ella define como horror blanco y lo diferencia del horror lovecraftiano. Además de suponer una hibridación de la narrativa con algo cercano a la teoría literaria o, incluso, la filosofía ―manteniendo, sin embargo, la coherencia y verosimilitud de los personajes y las situaciones― es el punto álgido que explicita la procedencia del miedo que ha estado sintiendo tanto el lector como muchos de los personajes dentro de la trama, en una suerte de caída de la cuarta pared que nos inmoviliza.
El contraste entre lo mejor y lo peor que el blanco trae a la imaginación es tan grande que provoca escalofríos. Por eso la experiencia del horror blanco es la del deslumbramiento; no la del miedo que proviene de lo que se esconde dentro de la sombra, sino de lo que se revela en la luz brillante y desaturada y nos deja sin palabras.
Por ejemplo, sé que el horror que usted siente hacia nosotras surge de algo imposible de conocer y no de lo que está oculto.
Otro punto que quisiera destacar es el de las relaciones de las hijas con sus madres, que se retrata en la novela. Estas relaciones son, en todos los casos, enfermizas. Tanto la de Clara con su madre, a quien pretende emular hasta convertirse en ella y suplantarla, en una búsqueda inútil de su aprobación y la correspondencia de su amor; pasando por la de Fernanda con su madre, que siente temor de su hija y la culpa silenciosamente de un terrible accidente que ocurrió cuando esta era niña; y la de Annelisse con la suya, por quien es maltratada y despreciada, pues la tuvo solo para cumplir con un requisito social y de clase. Así tenemos que Mandíbula arremete contra esa ideología ―especialmente exacerbada en el ambiente católico que retrata― que ubica a la madre como objeto inmaculado de adoración. El Dios Blanco les hacía reírse de sus madres: de sus tetas caídas en sostenes Victoria´s Secret, de sus cremas antiarrugas hechas para caras-ciruelas pasas y de sus tintes de pelo fosforescentes, porque la naturaleza de las hijas, decía el credo, era saltar en la lengua materna bien agarradas de las manos; sobrevivir a la mandíbula para convertirse en la mandíbula, tomar el lugar del monstruo, es decir, el de la madre-Dios que le daba inicio al mundo del deseo.
Eso era una hermana: una aliada contra el origen.
El pánico cotidiano
La novela está llena de frases lapidarias que invitan a la reflexión allende sus páginas; de personajes deliciosos y de una atmósfera inquietante que se sostiene de principio a fin. Descubre nuevas maneras de sentir y provocar pánico por cosas que siempre estuvieron ahí. Y las continuas vueltas de tuerca a esos viejos miedos convierten a Mandíbula en una clase de literatura «fantástica pero no sobrenatural», como dijera Borges en su día, que se cuenta dentro de lo más interesante que se está escribiendo, ahora mismo, en las letras hispanoamericanas, al lado de ciertas zonas de la literatura de la ya aludida Mariana Enríquez o de la maestra Samanta Schweblin.