Año: 2016
Editorial: Queimada Ediciones
Género: Novela
Valoración: Está bien
De perdidos al río
Los caminos de la literatura son inescrutables. ¿No era así? ¿Seguro? Después de la panzada de libros que me meto a lo largo del año aseguraría que esta frase es así. A la literatura le pasa como a la música, que aunque parte de una cantidad de temas limitada, siempre hay espacio para algo nuevo. Homo: El río perdido, obra que traigo hoy, es un claro ejemplo de ello.
Ignacio De es un escritor de libros de autoayuda más o menos exitoso. Su mayor obsesión es su peculiar apellido —el cual nunca usa para firmar sus libros—, que coincide con su pueblo natal y con un río misterioso que, según se cuenta, para por debajo del mismo pueblo. Mientras su vida parece transcurrir monótona y gris, la búsqueda del río perdido le llevará a comenzar una investigación que, en realidad, arranca en su propia infancia.
Decir de Homo: El río perdido que es un libro inclasificable sería ponerle una etiqueta que a lo mejor no le hace justicia. Lo cierto es que se trata de una obra perfectamente posible y, al mismo tiempo, algo que no podría ocurrir jamás. Porque la existencia de ríos subterráneos desconocidos puede darse incluso hoy en día, y el hecho de que existan nombres que no se sabe de dónde vienen es de lo más común. Asimismo, que haya autores de libros de autoayuda que ni ellos mismos se creen —con la vergüenza que ello conlleva— tampoco tiene que ser muy raro. Yo no conozco a ninguno, pero me los imagino. La existencia de monos aulladores que hablan y además son eruditos ya es otra historia.
Sin embargo, y con todo, creo que podemos —y debemos— seguir hablando de obra creíble. Y es que el estilo del autor acentúa esa verosimilitud. En mi opinión, la forma de narrar de José Enrique Díaz Martín es de lo mejor y, a la vez, de lo peor del libro. Tiene un pulso narrativo firme, muy seguro de sí mismo, tanto que tiene una fuerte tendencia a soltarse y a gustarse en demasía. Esto se traduce en florituras de bella factura que, no obstante, no siempre contribuyen a la correcta fluidez de la lectura. Esto es algo meramente personal, pero hubiera agradecido un estilo más directo en ciertas partes del libro que se me hicieron más arduas de lo normal. Creo que el autor domina con soltura el lenguaje y sabe hacer llegar el mensaje, pero todavía tendría que controlarse a sí mismo. Aunque, de nuevo, en esto admito que es cuestión de gustos.
Y, no sé por qué, su tranquilidad me llegó a molestar un poco; estaba más cómodo u orgulloso, satisfecho incluso, con que experimentara las otras dos emociones más convulsas (estupefacción y encantamiento), y no aquel vulgar sosiego y calma chicha; aunque también sentía cierta inquietud por ello, ya que tal vez aquella reacción mía tenía su origen en cierta presunción o cierto narcisismo por mi parte. Aun así, la prefería asombrada antes que familiarizada. Cosas del ego.
Una novela a muchos niveles
No me he despachado todavía a gusto con la forma de escribir del autor. Tranquilos, que lo que viene ahora todo —casi— es bueno. Me ha sorprendido gratísimamente una escena de sexo que, aunque solo tiene lugar en la mente del protagonista, es narrada con una elegancia raramente localizable en la literatura independiente. Homo también esconde otros tesorillos, como la conversación entre el protagonista y Trini, una niña con una enfermedad que le pregunta por la verdadera utilidad de sus libros. Y también la parte en la que Ignacio va a visitar a su hijo, que está estudiando en el extranjero. Ya sé que no puedo armar una crítica fiable de un libro mencionando partes cortas y aisladas del mismo, pero precisamente me gustaría resaltar que el autor acierta en esas partes que no llevan a nada y que, paradojas literarias, se lía en exceso en aquellas otras partes más importantes y largas. Podríamos hablar de una novela a muchos niveles, rica, donde tal vez se pone el foco en fragmentos equivocados. Las conversaciones —más bien monólogos— del mono toman demasiado protagonismo y se hacen arduas de leer. Mucho me temo que en esas partes el libro corre el mayor riesgo de desconectar con el lector y terminar perdiéndolo.
Sigue siendo una paradoja que esas pequeñas partes que adornan al libro y que solamente están ahí para aportar color, destaquen más que las laaaaaargas partes que contienen la chicha en sí de la historia. Y hablo de paradoja porque da la sensación de que lo importante está como de relleno, como si la historia que cuenta el mono fuera paja. Y no debería ser así.
Las nubes, como en la ocasión anterior, daban al cielo la apariencia de un hielo esmerilado tras el cual se escondiese la inclemente luz de un dentista.
No quería terminar este análisis sin mencionar al personaje principal. Me encanta Ignacio De. Es un tipo gracioso sin pretenderlo, guasón sin darse cuenta de ello. Su vida es un chiste, y lo único que le puede dar sentido a la misma —todo lo relacionado con su apellido, su pueblo y el maldito río que nadie conoce— no es comprendido por quienes le rodean. Su profesión, además, nos habla de un tipo que apenas cree algo de sí mismo. De nuevo, como ocurre con el resto de Homo, nos encontramos con un elemento construido a varios niveles con la sana intención de resultar punzante y ácido. A eso, pocos ganan a José Enrique Díaz Martín.