Hace dos años que surgió la iniciativa #LeoAutorasOct y, desde entonces, mucha gente se ha sumado a leer escritoras. Ya no solo durante este mes, también a lo largo del año. Hay quienes empezaron con convencimiento, pero también quienes vieron este ánimo por visibilizar a las literatas como una exageración, muestra de esta moda millenial que cuestiona las convenciones más arraigadas. Sin embargo, la verdad no puede esconderse y, cuando casi toda la estantería luce nombres masculinos (alguno, quizá, ocultando el de una mujer), está claro que lo de «yo no me fijo en el género del autor», por muy cierto que sea, no es suficiente.
En este tiempo, el panorama ha mejorado bastante para las escritoras: se publican más y venden más. No obstante, como bien yo misma apuntaba en La Nave Invisible, o Consuelo Abellán en Origen cuántico, hay que estudiar lo que se está haciendo para seguir sumando, evolucionar y llegar más lejos, porque la igualdad aún se ve lejos en el horizonte.
Esta desigualdad viene dada ya no solo por los números (aun habiendo crecido, las publicaciones de obras escritas por mujeres no están cerca del 50%, por mucho que haya quienes crean que estamos saturando el mercado), sino por el tratamiento que se le da a las mencionadas obras. Los prejuicios que han acompañado a la visión femenina durante siglos siguen vigentes y, además, se han incorporado otros, formando un muro que dificulta que las autoras se atrevan a dar el paso de enviar sus manuscritos a editoriales o concursos (sobre todo si no son manifiestamente feministas), o también de autopublicarse. Como si el síndrome del impostor no fuera ya bastante barrera.
El primer muro: los prejuicios clásicos
Las mujeres somos más sensibles y dadas al romance. Esto es relativamente cierto, puesto que gran parte de la educación tradicional que recibimos se basa en la necesidad de ser empáticas y darnos por los demás, mientras que el hombre no debe mostrar sus sentimientos. Pero reducir a las mujeres a un solo rango emocional es solo una muestra de cuán arraigado continúa el machismo en nuestra sociedad, incluso en muchas personas progresistas.
De esta forma, hay lectores que se escudan en que las mujeres solo saben escribir sobre estas cuestiones (sentimientos, romance) para rechazar su lectura. Así pues, lo de Geralt con Yennefer debería quedar reducido a mera tensión sexual; lo de Ned y Catelyn Stark, al platonismo; lo de Raoden y Sarene, a un proceso burocrático. Los hombres no escriben sobre romances y venganzas por amor, al parecer. Lo suyo es… otra cosa, una más digna de ser leída.
A pesar de esta reticencia, algunas mujeres han conseguido saltar este primer muro y llegar a la suficiente cantidad de público como para levantar la curiosidad de los más prejuiciosos. Ellas «escriben como hombres», porque hablan de guerras, de sangre y violencia. Sin pretenderlo, son convertidas en «las otras», la excepción al resto de escritoras, las que son aceptadas porque no responden al rol que se les presupone. Son víctimas de la misoginia y, si son aceptadas, es porque se las ha sacado de la muralla que rodea a las demás para meterlas en otra más cercana a la medida masculina, el defecto, la normalidad.
«Soy un hombre. […] Nos han dicho que solo hay una clase de gente, y que son los hombres. Y creo que es muy importante que nos lo creamos. Sin duda es importante para los hombres. […] Y entonces vuelvo la vista sobre mis otros esfuerzos denodados, porque lo cierto es que lo intenté, me esforcé por ser un hombre, un buen hombre, y veo que fracasé también en ello. Como mucho, soy un mal hombre. Un él análogo y falso de segunda categoría con una barba de diez pelos y puntos y comas. Y me pregunto de qué ha servido». Contar es escuchar, de Ursula K. Le Guin.
El segundo muro: los nuevos prejuicios
Por suerte, la sociedad cambia y, aunque en algunas cosas parecemos volver a tiempos pasados, en otras seguimos avanzando. Se trabaja desde la concienciación para derribar los estereotipos asociados al género (y también a la sexualidad), rompiendo un poco la tendencia del bucle publicación-lectura-manuscritos y haciendo que la presencia de las mujeres sea más notable, aunque muy lejos de ser mayoritaria.
Sin duda, el auge del feminismo, en muchos casos interseccional (y ojalá lo fuera más), ha ayudado a promover la presencia de mujeres en todos los ámbitos, también el literario. Pero también ha levantado, aun de forma involuntaria, nuevas barreras a la que enfrentarse. Se ha igualado mujer con feminismo y, ya no es que todas las mujeres sean feministas, es que tampoco es nuestro único tema de conversación. Por supuesto, hay muchos problemas sociopolíticos que se pueden abordar desde la perspectiva de género, pero no tiene por qué aplicarse en todos los casos.
Así, encontramos rechazo por parte de un sector que teme hallar un panfleto feminista entre las páginas escritas por una mujer. También hay quienes consiguen vencer su reticencia y echarle el guante para acabar sorprendiéndose. Numerosas han sido las reseñas sobre el I Premio Ripley que comentaban como un aspecto positivo que solo un relato fuera «un poco» feminista. Desde luego, no tiene nada de negativo que así sea; pero el comentario hace pensar que, si todos abordaran cuestiones de género, la antología se asemejaría más al programa de un partido político. Y esto no deja de ser un prejuicio contra el movimiento (como si fuera algo malo y como si dejara de haber historia por abordar cuestiones feministas), que no difiere en demasía de esa visión romántica y sentimental de la mujer. Se sigue esperando que esta aborde cuestiones relacionadas con su género y se siguen definiendo dichas cuestiones como algo no universal. Como si la maternidad no afectara a los hombres en absoluto.
Sin embargo, este prejuicio tiene otra cara, una quizá menos esperada. Y es la desilusión. Ya no solo por no encontrar contenido feminista, sino por no encontrar el feminismo que esperábamos. No hay que olvidar que el movimiento no recorre una senda única: hay diversas corrientes, con puntos en común y otros no confluyentes. La visión que tenemos no tiene por qué coincidir con la de otra mujer y es injusto esperar de las escritoras que se adscriban a todas las opciones disponibles. Volvemos, de nuevo, a exigir que se cumplan ciertos requisitos para dar por válida la obra de una mujer.
La pregunta, en este momento, sería: ¿exigimos lo mismo de los escritores? ¿Continuamos presionando más a las autoras para que se ajusten a un ideal (a nuestro ideal particular de excelencia, para ser más exacta)? ¿Somos más indulgentes con los hombres porque no esperamos que aborden temas feministas? Volvemos, entonces, a rodear a las escritoras tras un muro de temáticas que les suponemos afines. No nos estamos alejando de los prejuicios en absoluto, solo añadiendo unos nuevos o disfrazándolos de otra cosa, puede que más bonita, pero también injusta.
Juzgar las obras de escritoras
Es algo intrínseco al ser humano el analizar, sintetizar y clasificar. Es nuestra forma de darle orden al mundo, de encontrarnos en medio del caos, de predecir según unos patrones. Es por eso que prejuzgamos, ya sea a personas, animales o cosas; con pocos datos ya los incluimos en un grupo predeterminado. Si bien no podemos huir de ello, sí que tenemos la capacidad de cambiarlo o atenuarlo lo suficiente, en este caso, para disfrutar de una obra.
Fuera ya de si ha sido escrita por un hombre o una mujer, veo una tendencia cada vez más frecuente a leer una historia condicionados por retales previos procedentes de los ideales del autor, de la publicidad o de obras anteriores (hecho que han facilitado en gran medida Internet y las RRSS). Los fans de Star Wars, de Marvel o de los videojuegos se decepcionan cuando se encuentran ante mujeres protagonistas porque estas no entran en su definición y no esperaban que la fueran a cambiar. Del mismo modo, leo muchos comentarios sobre obras que no han gustado porque «no se ajustaban a lo que esperaban».
Las mujeres vivimos tras el muro de «lo que se espera de nosotras», y en literatura no parece ser diferente. Con el feminismo esto debería haber cambiado, pero volvemos a incurrir en los mismos errores: nos exigimos más y somos observadas con lupa. Y esto influye en la percepción que se tiene de nuestra obra, de una forma u otra. Las (altas) expectativas, y no otra cosa, son las que están matando la literatura.
Ser exigentes es bueno, ser analizada y generar un debate sano es positivo y productivo, pero es algo que no debería aplicarse solo a las mujeres. Nosotras abanderamos el feminismo, pero es necesario que los hombres se adhieran al movimiento para conseguir un cambio real. La igualdad en el mundo literario se conseguirá no solo cuando se iguale el número de publicaciones, no solo cuando las escritoras sean conocidas y reconocidas, sino cuando se juzguen nuestras obras con ecuanimidad. Y en ese campo todavía tenemos trabajo que hacer.