Elena Duran: Cazadora de cazadores

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Esta entrada se adhiere a la iniciativa #LeoAutorasOct, que busca visibilizar las obras escritas por mujeres y fomentar su lectura.

El rugido del tigre cruza la taiga y me apuñala.

Sé que es un tigre porque los tigres son tigres en todas partes. Y he visto morir a muchos.

Llevo tanto rato tumbada sobre la nieve que apenas me noto el cuerpo. El rugido es lo que activa de nuevo mis extremidades; me vibra dentro, me sacude las costillas. Me levanto muy lentamente y me desentumezco, ignorando el crujido de mis rodillas al despertar. Todavía no me he acostumbrado del todo al frío de la taiga, pero lo haré.

El trabajo del cazador es un trabajo paciente. Nada puede pararme, ni a mí ni a Kut.

El localizador de pulsera que llevo encima de todas las capas de abrigo me indica que mi compañero no anda muy lejos. Bien. También habrá oído al tigre y el disparo que lo ha precedido.

Kut se encargará de su parte, y yo de la mía.

Caminar por aquí requiere concentración. Debo hundir los pies una y otra vez en la nieve, notando las duricias congeladas y las uñas rotas debajo de las botas rígidas. Los músculos de mis piernas se tensan más de lo normal, algún día se romperán. Pienso que toda esta nieve es sólo arena blanca.

Sólo arena blanca.

La taiga tiene unos árboles que tocan el cielo, una llanura triste de gris y blanco. Jamás me hubiera imaginado un cielo así, pero la verdad es que jamás me hubiera imaginado muchas cosas, como tener que protegerme con cuatro abrigos para no morir de hipotermia.

Como ver el infierno y sobrevivir a él.

Siento los ojos de algunos pájaros solitarios clavados en mí, esperando carroña. Todo el paisaje parece igual. Si no fuera por el localizador, tal vez no sabría volver a casa —bueno, no es que sea mi casa, sólo un sitio al que regresar.

La taiga es infinita.

Finalmente llego a un claro. Es exactamente igual que el resto de la taiga, excepto que los árboles han dejado un poco de espacio entre ellos. Excepto que el centro está teñido de rojo. Me acerco y me arrodillo; la nieve está empapadade sangre. Es reciente porque está caliente y deshace la nieve y se mezcla con el agua. Es la sangre del tigre. Pero el tigre no está.

Justo como imaginaba.

El localizador de mi muñeca vibra. Kut está de camino, así que me limito a esperar. El silencio de la taiga es abismal. Si cierro los ojos, regreso al dorado de mi tierra.

Aunque mi tierra ya no es dorada, aunque mi tierra ya no exista, seguirá siendo mi tierra. Seguiré siendo una cazadora, ahora sea una cazadora de la taiga.

Oigo el ruido de Kut acercándose y poco después aparece entre las coníferas. Aunque estoy acostumbrada a estas imágenes, el corazón se me resquebraja un poco cuando veo al tigre muerto sobre su espalda. Era una criatura magnífica, de piel tiesa y largos colmillos. Ahora sólo es un saco de piel y grasa. La sangre aún gotea por el agujero que le ha dejado la bala en el cuello.

Kut lo deja suavemente a mis pies.

—Gracias —digo, y Kut inclina la cabeza.

Me incorporo y saco una pala de mi pesada mochila. La nieve es dura y compacta, pero Kut y yo hemos aprendido a tratarla. Antes, en mi tierra, era más fácil hacer esto, porque la tierra era suave y fértil; pero de todo se aprende.

Kut y yo trabajamos juntos para cavar un hoyo en el claro y luego enterramos al tigre. Le he cerrado los ojos para que duerma tranquilo.

Kut gruñe bajito. Le acaricio la nuca con delicadeza, y, aunque mis dedos no llegan a tocarle a través de los guantes gruesos, se da por satisfecho y me toca con la mejilla.

—¿Dónde está? —pregunto.

Una voz metálica le sale de la garganta.

—Sí-gue-me, Abi.

Sonrío por debajo de la bufanda. Le implementé el sistema de voz como prueba, pero veo que todavía quedan muchas mejoras por hacerle. Kut se pone en marcha y me guía a través de los abetos sin mirar atrás, impaciente por llegar. Va más rápido de lo que puedo ir yo, pero nunca me deja sola. De vez en cuando se rasca la espalda con un tronco y me hace reír. Sus ojos son brillantes, rojos cuando se activan.

El cazador del tigre no ha llegado muy lejos.

Kut se detiene a su lado. El hombre apenas le mira. Está aterrorizado, tiembla todo él. Kut le ha dejado apoyado en un árbol, aunque no se merece ni eso. Sus armas, un rifle de largo alcance y un cuchillo para despellejar, yacen a unos metros de él, mortales para el tigre, pero inservibles contra Kut.

—Ayúdame —balbucea el hombre, mirándome fijamente. Es lo único que puede hacer.

Kut le ha abierto el vientre con sus garras de forma calculada. Para que yo le encuentre vivo.

Me agacho frente al cazador. Apenas se le ve la cara debajo del gorro. Le retiro todo lo que le cubre el rostro porque quiero verle bien, recordar el aspecto de un asesino. Tiene la piel blanca de miedo, los ojos inyectados.

—Se ha acabado tu caza.

—¿Qué quieres? ¿Robarme al tigre? ¡Te lo doy, te lo regalo! Va-vale mucho dinero en el mercado, ¡te lo aseguro! ¡Es todo tuyo!

Su mirada desesperada se desvía constantemente hacia Kut.

—¡Por favor!

Niego con la cabeza. La venganza no tiene clemencia.

—Lo siento —mascullo—. ¿Kut?

El cazador se sobresalta y las lágrimas le nublan la vista.

—No, no. ¿Qué es este puto monstruo? ¿Qué es? ¿Quién eres? Kut le ruge en el oído.

—Somos la justicia —traduzco.

—¿¡Justicia!? Es un…, es un… —un río de sangre y saliva se desliza por su comisura rabiosa—. ¡Es un puto oso! ¡Te vengarán! ¡Te encontrarán y te descuartizarán y a este bicho le desmontarán y se lo repart…!

—Ahora —ordeno.

Kut le hunde las garras de acero en el corazón, y la taiga se calla. No enterramos al cazador.

Mi compañero me guía de vuelta a la cabaña. Camina a mi vera, a dos patas de vez en cuando, y, realmente, es un oso enorme. Mi gran orgullo. Las junturas metálicas le chirrían un poco, tendré que ponerles un poco de aceite cuando lleguemos. Tuve que desmontarlo pieza por pieza cuando nos echaron de casa para llevármelo y montarlo aquí de nuevo, y todavía tengo que perfeccionarlo. Pero aun así es algo magnífico, un prodigio de cables y metal.

Como si oyera mis pensamientos, Kut gira el cuello y me analiza, con los ojos rojos parpadeando. Se limpia la sangre del cazador en la nieve antes de entrar en la cabaña; su pelaje de microfibra plateada ondea como un océano lejano.

—Abi —dice de nuevo, con la voz robótica resonando entre sus conductos.

—Sí —sonrío—. Lo hemos conseguido una vez más. Un asesino menos.

 

Soy una mujer negra e inmigrante en plena Siberia, o lo que solía ser Siberia. Eso ya me convierte en un objetivo. Pero además soy cazadora de cazadores.

Muchos no lo saben, pero lo sospechan, o lo saben, pero no pueden corroborarlo. Eso no les impide escupirme por la calle o insultarme cuando les doy la espalda. Puta, negrata, forastera. Nadie me quiere aquí. Yo tampoco quería venir, y lo saben, pero qué vas a hacer si tu tierra se ha convertido en un infierno literal, si el aire abrasa. El sur ha ardido, el clima no ha perdonado años de exceso mundial. Y ahora todos estamos en el norte, resistiendo bajo la nieve como malas hierbas. Los que ya estaban y los nuevos, los pobres, los apátridas.

Todos nosotros, más Kut.

Puta, negrata, forastera e ingeniera. El diablo.

No está mal, aunque prefiero ser un ángel vengador.

El pueblo en el que me asignaron no tendrá más de cien habitantes; unos diez seremos nuevos. Todavía no me he aprendido el nombre, porque me resulta impronunciable. La lengua local cuesta, aunque me esfuerzo, y suelo jugar con los niños a practicarlo cuando sus padres no andan cerca.

Procurando no resbalar, sigo la carretera de asfalto congelada hasta el único colmado que hay en kilómetros, que también sirve como bar. Muchos cazadores se reúnen aquí, pero no me dan miedo. Ellos deberían temerme a mí, porque, aunque Kut se ha quedado en casa, tengo el localizador activado a todas horas. El simple rumor de un monstruoso oso mecánico que castiga a los furtivos debería disuadirlos de seguir matando animales para vender sus pieles, pero al parecer no es suficiente para frenar su codicia.

Peor para ellos.

Cuando entro a comprar algunas latas de comida, Evgenia, la vendedora, me señala el calendario que tiene pegado en la pared. Pongo los ojos en blanco porque ya sé lo que me va a decir. Siempre es lo mismo.

—Un mes y trece días, Abi.

Las arrugas de su cara se estiran con severidad. Son los días que me quedan para encontrar trabajo. Ese era el trato entre el sur y el norte; no nos rescataron, nos reubicaron. Se supone que debería empezar a trabajar de peón a la única fábrica que está cerca del pueblo, como todos los demás.

—Ya tengo trabajo, Evgenia.

No sé qué voy a hacer cuando se acabe la cuenta atrás. Prefiero no pensarlo. Que cada día parezca el mismo ayuda.

—Un mes y trece días —repite, me cobra y me mira hasta que me voy.

Los clientes del bar anexo me critican sin bajar la voz. Un tío se interpone en mi camino y chocamos los hombros al cruzarnos, como desafío, porque ninguno de los dos se aparta. Me mira de reojo y sisea, pero no me inmuto y sigo mi camino.

Me queda una media hora muy larga de caminata hasta llegar a la cabaña.

La carretera es recta, llega hasta el horizonte. Viento cortante y silencio absoluto.

Sé que algo va mal antes de llegar. No sabría decir por qué; es sólo una intuición. Un cazador aprende a hacer caso de su sexto sentido, aunque su cerebro diga lo contrario, así que me pongo en alerta. No hay ningún movimiento alrededor de mi cabaña, nada fuera de lugar. Anochece y la luz es escasa, y algún lobo ya aúlla en la lejanía de la taiga. Eso es todo.

Pero algo va mal.

Llamo a Kut a través del localizador y le espero unos minutos con los ojos clavados en la entrada de mi casa, pero no sale nadie. La inquietud aumenta. Rodeo la carretera y me asomo por detrás de la cabaña; a través de la ventana sólo veo quietud y oscuridad.

Hasta que algo me agarra por la nuca.

Me retuerzo e intento zafarme del agarre, pero unos dedos me aprietan el cuello con fuerza. Consigue levantarme unos centímetros y me arrastra por el jardín nevado hasta el interior de mi propia casa, sin necesidad de llaves. Me cuesta moverme dentro de mis abrigos, pero no dejo de luchar. La mano me echa al suelo y me baja la cabeza hasta que prácticamente me quedo de rodillas. Veo el suelo borroso. Me arranca el gorro y me coge por el pelo embullado para levantarme la mirada.

Estoy rodeada de cuatro o cinco tíos, eso es todo lo que alcanzo a distinguir. Uno enciende la luz y la estufa eléctrica, y un soplo de aire caliente me golpea el rostro. Le maldigo en voz baja y busco algún rastro de Kut, pero no está en ningún rincón y el localizador no responde.

—Mi hacker ha hecho un buen trabajo, ¿eh? —dice uno de los hombres. Reconozco su voz; es Viktor, uno de los cazadores furtivos a los que tengo echado el ojo. Su pandilla ha ido cayendo poco a poco, pero todavía no he conseguido dar con él en la taiga. Parece que los cazadores se han cansado de esperar su turno, por fin.

Aprieto los dientes.

—¿Dónde está Kut?

—¿El oso? A salvo.

Viktor se acerca a mí. Es demasiado alto y demasiado delgado para ser un buen cazador, pero tiene esa maldad en los ojos que le convierte en un asesino auténtico. Se cruje los nudillos y yo le pongo cara de asco. Me han desactivado el localizador; de acuerdo, es una buena jugada. El tío del bar que se ha topado conmigo debió de ser el cómplice de Viktor. De todos modos, no veo por qué debería estar tan orgulloso; una cosa es desactivarlo y la otra, hacerse con el control de Kut. Cosa que no va a pasar. Me he pasado noches enteras en vela programando los protocoles de seguridad.

—Ahora danos la pulserita.

Le lanzo una carcajada sórdida. Sus compañeros reniegan.

—Quítasela —ordena Viktor, y el tío que me ha arrastrado hasta aquí me arranca el localizador. Lo hace tan mal y yo me resisto de tal manera que me deja la muñeca en carne abierta, pero se lleva la pulsera. Sin ella siento el brazo demasiado ligero.

—No sabes cómo funciona.

—Lo descubriremos.

—Sólo me es fiel a mí.

—Es un robot —me espeta—. Podremos reprogramarlo. ¿Quieres ahorrarnos las molestias y ayudarnos o prefieres una tortura lenta y dolorosa? Si nos das al oso, tal vez te dejemos con vida. No es un mal trato, ¿no crees?

Parpadeo sin dejar que sus ojos gélidos me intimiden. Un trato de cazador: una vida a cambio de otra. Negocios, al fin y al cabo. Excepto que Kut no es una mercancía, no es algo que pueda vender. No es un «robot». Es mi única familia. Me pregunto si Viktor lo podría entender.

No. Y es por eso que soy cazadora de cazadores.

—No —contesto, simple y llanamente.

Los hombres cierran el círculo entorno a mí. Me encojo sobre mí misma. Soy una presa.

—No.

—Si no es por las buenas, será por las malas.

Viktor se guarda mi localizador y hace una señal a los demás.

Se abalanzan sobre mí y todo se vuelve rojo, como los ojos de Kut.

 

—Oleg. Aleksander. Igor. Karina. Ivan…

La voz, que casi reza, me despierta. Tardo unos segundos en ubicarme. Me duele cada centímetro del cuerpo, y tengo los párpados demasiado hinchados como para abrirlos bien. Al respirar hondo, la sangre coagulada me atasca la nariz. Intento moverme, pero estoy atada de pies y manos.

—… Tasha. Grigory. ¿Los recuerdas?

Gruño. Me vigilan Viktor y dos de sus hombres, sentaditos cerca de un fuego mientras yo me congelo en un rincón húmedo. No sé dónde estoy; parece un cobertizo. Me han quitado un par de abrigos y tiemblo sin fuerzas, con manchas de sangre todavía cálida en la ropa. Menudo palizón debieron de darme. Por suerte, perdí la conciencia rápido.

—Sí —musito.

—Bien, porque los mataste a todos.

—Sí.

—O mejor dicho, tu oso lo hizo. ¿Qué te parece si ahora te mata a ti?

—No podría.

Viktor suelta un ruido que no sé si es una risa.

—Todo a su debido tiempo. Has matado a muchos de mis proveedores, negrata. Mucho dinero, ¿entiendes? ¿Sabes algo de negocios? —pregunta, sin moverse de su silla. Se inclina hacia delante y me mira, despreocupado en apariencia, con pequeños ojos de rata azulados—. Mucho dinero perdido, sí. Debes compensar mis pérdidas. El oso servirá, y quedamos en paz.

Es muy pesado. No sé si consigo decirlo en voz alta, porque me arde la garganta.

Arrastrando su silla se acerca más a mí, tanto que puedo verle los pelos grises de la barba de tres días.

—Vamos a ver, esto no es el puto Senegal, ¿me entiendes? No vas por la jungla como una salvaje. Aquí hay normas. Yo soy el rey león, ¿así lo pillas?

Imagino a Viktor, este escuálido y estúpido intento de mafioso, intentando dominar mis tierras. Ahí, sería la presa; aunque su piel no costaría ni cuatro duros.

Me apoyo en la rabia porque es lo único que puede sacarme de aquí.

La rabia y Kut. Antagónicos. Pero Kut no está.

No quiero pensar en lo que le estarán haciendo. Kut siente.

Quiero decírselo a Viktor, pero me duelen los huecos de las muelas caídas, la mandíbula, la lengua inflamada, los labios rotos. Cierro los ojos y, como una plegaria, juro venganza.

Hasta ahora, siempre ha funcionado.

 

Es fácil imaginar un compañero cuando estás sola, del mismo modo que sueñas con la felicidad cuando sólo conoces la miseria, o con el agua cuando tienes sed. Sí, es eso; no deja de ser sed. Cuando perdí a mis padres, y a mis hermanos, y a mi pueblo —todo ardía bajo un sol inclemente, todos los ríos estaban secos o eran negros, y mi gente cayó, poco a poco, enferma y muerta, sin recibir curas— puse en práctica mis conocimientos. Hasta entonces no había trabajado de lo mío, a pesar de haber estudiado en la Universidad. Mi familia estaba muy orgullosa de mí. Yo más, pero encontrar trabajo no era fácil, así que fui cajera un par de años. Luego dejaron de llegar las mercancías y el dinero, claro. Al final quedamos tan pocos supervivientes que el mundo se olvidó de nosotros y nosotros del mundo. Kut apareció entonces, cuando empecé a vivir en una burbuja de aislamiento. Cuando los pocos compatriotas que quedaban se dedicaban a cazar los pocos animales que quedaban. Yo no tenía fuerza para detenerlos, ni armas, ni puntería, pero sí podía crear a Kut. Y eso hice.

Un compañero de vida y de venganza.

Luego se acordaron de nosotros, y nos trajeron a Siberia.

Ningún furtivo que estuviera en mi mira llegó a pisar nieve, claro.

Mi caza sigue aquí. Caza-causa. Es la lucha por un mundo agonizante. Oigo como Viktor y sus hombres discuten a gritos.

No logran hackear a Kut. Yo duermo. Tengo sed.

 

Obviamente, hago todo lo posible por escaparme. Intento colocar las manos de todas las formas posibles para liberarme de la cuerda que las ata; mover el culo hasta alguna pared astillada para cortarla; ponerme en pie y salir dando saltitos; arrastrarme como un gusano; atacar a los que me traen comida con los dientes. Nada funciona, y cada vez estoy más débil y más enfadada. Me duele el cuerpo como si estuviera hecha de hilos delgados y se rompieran uno a uno, lenta tortura. Mi muñeca, ligera, se siente como un hueco en el espacio.

 

Abro los ojos y los de Viktor están al mismo nivel que los míos.

—Le vamos a desmontar pieza por pieza. ¿Me oyes?

Parpadeo. Asiento.

—¿Es lo que quieres? ¿Qué te traigamos las partes una a una? ¿Como un rompecabezas? Porque lo haremos, ¿sí? Si no es nuestro, tampoco será tuyo ni de nadie. Esta aberración va a desaparecer y haremos calderilla vendiendo los materiales.

—Puedo reconstruirlo.

Su programa está en la nube, al fin y al cabo, y mi localizador también lo almacena, actualizaciones incluidas. Pero aun así… Aun así, aunque reconstruyera la apariencia física de Kut, aunque encontrara nuevas piezas, incluso si reinstalara su código, aun así no sé si sería el mismo.

Es decir, fríamente lo sería, claro.

Pero soy humana y sé que el pasado tiene valor, que la piel tiene memoria. Incluso si es de acero.

—No si acabamos contigo también —dice Viktor antes de levantarse y dejarme sola.

 

Un día se deciden a matarme.

Lo sé porque los oigo a través de las paredes. Tengo la piel morada de frío, los dedos rígidos de hace días. Noto motas de hielo en las pestañas y en los pelillos de la nariz. Apenas puedo mover los pies. Al menos ha bajado la hinchazón de los ojos y veo mejor, aunque no hay mucho que ver en mi cautiverio.

Escucho. No se preocupan en bajar la voz.

Votan si vale la pena mantenerme con vida; todos coinciden en que no voy a soltar prenda y que buscarán otra manera de conseguir controlar a Kut. O que lo convertirán en chatarra y punto. «Al menos podremos cazar tranquilos» dicen entre risas. Espero a que vengan sin apenas respirar, pero no vienen. Oigo ronquidos. Lo harán luego, entonces, no tienen prisa por quitarme la vida. Ni siquiera me van a conceder el consuelo de saber cuándo.

Cabrones.

 

cazadora de cazadores, estepa. libros prohibidosUn cazador sabe medir el tiempo sin relojes. Me mantengo inmóvil, escuchando cada crujido, cada zumbido, cada rumor lejano, contando los intervalos y apreciando los tonos de las sombras que me rodean. Debe de ser media tarde. Los hombres han salido, he oído la puerta cerrarse hace una media hora; han ido a beber, seguramente, antes de ejecutarme.

Celebrando.

Los cazadores pueden tener miedo. Por eso creé a Kut.

Pienso que a lo mejor está cerca, que no se lo han llevado muy lejos. Que sigue intacto, las garras de metal igual de afiladas, aunque yo no haya estado allí para limarlas cada noche. Que las bombillas rojas que tiene en los ojos no han bajado de intensidad, aunque no se haya movido para recargarlas.

—A-b-i…

Bufo. La voz mecánica me resuena al oído.

—Abi…

Aprieto los párpados. Sé que Kut no está aquí; me lo dicen los sentidos. Es un sueño.

—Abi —repite la voz, y esta vez no es artificial, sino cálida y familiar. Me sobresalto y me retuerzo con la esperanza de golpear algo con alguna parte de mi cuerpo, pero no sirve de nada. La silueta se mantiene escondida en la oscuridad y me pide silencio.

—Quieta.

Rezongo y obedezco.

—¿Evgenia?

—Hola —saluda.

Me quedo descolocada. La dueña del colmado es la última persona que habría esperado ver. La tienen que haber enviado sus clientes, Viktor y los demás. No sé si para matarme o engañarme para caer en otra trampa. Frunzo el ceño, pero decido seguirle el juego. En cuanto tenga la oportunidad, me desharé de ella.

Me han subestimado, y es así como gana un cazador.

—¿Has venido a…?

—Salvarte —confirma.

Evgenia está concentrada en cortar los nudos con un fino cuchillo. Apenas me habla durante el proceso. Nunca ha sido una mujer habladora, como yo, y nunca le he prestado mucha atención. Es rubia y tiene los ojos azules y la cara cuadrada como todos los nórdicos, una sola peca en la mejilla y los labios tiesos, como si siempre estuviera juzgando a los demás.

—¿Por qué?

—¿No harías tú lo mismo?

Encojo los hombros. Claro, claro que liberaría a cualquier mujer atada, atrapada, torturada por un grupo de imbéciles. Claro que lo haría, pero ella es Evgenia, la que sirve vodka a los furtivos sin inmutarse. Ella es cómplice. Fuerzo una sonrisa.

—Gracias.

Corta los últimos hilos y quedo libre. Al principio ni siquiera puedo mover manos y pies, así que Evgenia me ayuda a incorporarme y me apoyo en su costado, puesto que es mucho más alta que yo. Hago ejercicios para desentumecer las articulaciones hasta que calculo que puedo aguantar el dolor que me provoca, y entonces le digo que nos podemos ir.

—Antes de que vuelvan.

—Están borrachos —me explica—. Pero mejor que estés muy lejos cuando regresen. Asiento. Beber te convierte en un mal cazador, pero en un asesino feroz.

—¿Y Kut?

No puedo deshacerme de Evgenia sin saber dónde encontrar a mi compañero.

—¿Kut?

—El oso.

—Ah. En la casa de al lado, o eso han dicho. —Me mira con ojos pequeños—. ¿Qué es… «Kut», exactamente?

—Un oso —repito—. ¿Lo has visto?

—No. Me acabo de enterar de que estabas aquí. Uno de los hombres se ha ido de la lengua.

—Ah, claro.

Me crujo la espalda y la sigo. No hay ningún arma cerca, y la casa parece deshabitada, llena de moho y sin luz. Este será el sitio donde se hace la compraventa de mercancía, supongo, yo sólo he sido una presa más.

Veremos si encuentro algo para prender fuego hasta los cimientos.

Salimos por la puerta trasera y, agachadas, cruzamos el jardín para llegar al contiguo. Cuesta moverse en la negrura de la noche, y nos tropezamos varias veces con raíces y piedras enterradas en la nieve. Temo que alguien nos vea, pero parece que todos los vecinos están en sus casas o en el bar, sin darse cuenta de que la camarera ha desaparecido.

—Tiene que estar por aquí —dice Evgenia.

Me encargo de forzar la entrada a la casa, aunque me cuesta más de lo habitual porque estoy temblando. Es algo bueno, de todas formas, señal de que mi cuerpo ha reaccionado y está luchando contra el frío mortal.

—¿Cómo sabes hacer estas cosas?

—Supervivencia.

—Creía que eras ingeniera.

—No importan mucho tus estudios cuando vives el fin del mundo.

Al final, en Senegal, el único trabajo que teníamos los supervivientes era el de buscar comida en cualquier parte, robándola de los muertos y de las tiendas abandonadas antes de que el calor lo pudriera todo.

El interior de la casa está en silencio. Evgenia y yo nos miramos y empezamos a andar con cuidado de no hacer ruido. Según ella, todos los hombres están en el colmado; pero nunca se sabe. Revisamos la primera habitación. Nada. En la segunda, tampoco.

—Kut —susurro, con la esperanza de que se active por voz. No sucede.

No le vuelvo a llamar porque me parte un poco el corazón, pero no hace falta. Lo encontramos en la última habitación.

La estancia está a oscuras y los interruptores de la luz no funcionan, pero aun así sé qué está aquí, porque puedo sentir cómo el espacio se curva alrededor de su cuerpo hecho de placas de acero y pelo sintético. No hay ruido, no hay calor, pero sé que está aquí.

—¿Está…?

—¿Muerto?

Evgenia asiente, dubitativa. Doy un paso adelante.

—No. Hiberna.

Nos agachamos al lado de Kut, que está hecho un ovillo en una de las esquinas. No lo veo bien, pero sé que está en el modo de ahorro de energía que programé yo misma. Nunca antes lo había utilizado, pero estoy orgullosa de que funcione y de que Kut haya decidido activarlo de forma autónoma. Como no tengo el localizador, busco el botón de emergencia debajo de su pata y lo pulso.

Kut se reactiva lentamente. Primero oímos el ruido de los ventiladores, luego la energía recorriendo los cables y finalmente se encienden sus ojos rojos. Parpadean antes de quedarse fijos y mirarme. Sonrío.

—Abi.

La voz se le traba, pero al final le sale.

—Hola, Kut. —Yo también me trabo—. Es hora de irnos.

Con pesadez, se pone a dos patas y se estira tan largo y enorme como es, un oso feroz e imbatible. Mi sonrisa se ensancha. Ahora iremos al colmado y acabaremos con Viktor y sus secuaces, uno a uno, como las piezas que querían arrancarle a Kut. Y ya no se reirán. Ya no volverán a cazar a nadie. He de liberar la taiga, y he de liberarme a mí.

—Vamos.

—Venid conmigo. He traído la furgoneta.

—No, gracias. —Apenas miro a Evgenia mientras apremio a Kut.

—Tenéis que alejaros antes de que…

—No nos alejaremos. Acabaremos con el problema desde la raíz. Evgenia hace una mueca.

—No. Tenéis que venir conmigo.

—¿Por qué? ¿Para caer en tu trampa? Gracias por la ayuda, Evgenia, pero no.

—¡No! Os voy a proteger de ellos, pero…

La mujer intenta acercarse a mí y agarrarme el brazo para detenerme, pero Kut es más rápido y la aparta de un manotazo. Sus garras dejan cuatro cortes superficiales pero sangrantes en su mano, y se cae al suelo de rodillas.

Siento pena, pero la vida del cazador es una vida solitaria.

—Mucha suerte, Evgenia.

Abro la puerta de la habitación y nos adentramos al pasillo. Siento cómo el corazón me bombea la sangre con fuerza por todas partes, llena de adrenalina. Estoy viva y tengo el poder y soy libre. Doy un par de pasos y Kut me escolta.

La voz de Evgenia suena desesperada al otro lado de la casa.

—No puedes seguir con tu venganza, Abi. El mundo no funciona así. La ignoro.

—Tienes que parar… Has matado a mucha gente…

—Gente que se lo merecía —le espeto por encima del hombro, y me da igual si me oye.

—… Sigue siendo… matar…

La veo asomándose por el marco de la puerta, al fondo del todo, sin querer alcanzarme, pero mirándonos con pena, dolor y rabia. Tiene la misma mirada que yo. No entiende nada.

—Es justicia. Adiós, Evgenia.

—No. No es justicia.

Su insistencia empieza a desesperarme. No quiero que me siga con sus habladurías, porque llamará atención de los demás y podría causarme problemas.

—Ya basta.

—No es justicia, Abi… Al contrario… Tú eres quien debe someterse a ella.

—¿Perdón?

—Eres una… —Traga saliva. Me tiene miedo—. Asesina. Tienes que someterte a la justicia, como todo el mundo. Lo siento, pero es así… Tengo que defender… Que sea así.

—¿Y qué vas a hacer, Evgenia? ¿Entregarme a Viktor para que «haga justicia»? —ironizo.

—No, no —tiembla—. Te… Os pondré a salvo. Y luego te llevaré a Moscú. Y les denunciaremos a ellos, también, te lo prometo. Tenemos que… Para un mundo justo, esto es…

No sé qué verá en mi cara para callarse, pero se calla.

—Vamos, Kut.

Me doy la vuelta y sigo adelante. Pero esta vez noto el hueco; Kut no me sigue.

—Kut.

—J-u-s-t-i-c-i-a —deletrea.

—Eso es. Vamos a castigar a Viktor. Venga.

—Justicia —repite, mecánico.

Evgenia es sólo un murmullo que invade mis oídos silbantes, llenos de furia.

—La venganza no es justicia… Lo siento… El mundo…

Me muerdo el labio hasta hacerme sangre. Es curioso que el sabor sea metálico.

Kut da un paso adelante y se interpone entre mí y la puerta.

—A-b-i.

Sus ojos rojos parpadean con más tristeza que nunca.

Sus patas de metal me abrazan, y no me sueltan hasta llegar a Moscú.

Cuando nos despedimos antes de que me pongan entre barrotes, casi juraría que llora. O a lo mejor soy yo.

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