Año: 2017
Editorial: Amarante
Género: Novela corta
Valoración: Está bien
Sentado al sol de la mañana…
Intuyo que ya lo he dicho anteriormente y que corro el severo riesgo de repetirme, pero el número de novelas cortas reseñadas en esta web en los últimos tiempos se ha visto fuertemente incrementado. ¿Dará para montar una categoría independiente en los próximos Premios Guillermo de Baskerville? Veremos. De momento traemos una nueva obra que casi se pasa de páginas, El último paisaje de Otis.
Juan es un hombre de mediana edad en un momento complicado de su vida. Especialmente desdichado en la faceta sentimental, ve como la vida va pasando frente a sus ojos —podría decirse que sobre él mismo— sin que pueda hacer nada para evitarlo. Sigue enamorado de su ex-mujer, su padre ha muerto, su hijo y gato han desaparecido y se ha encaprichado de una vieja amiga. Mientras deambula por la ciudad buscando un sentido a todo esto, los no siempre felices recuerdos de su infancia le van llegando. ¿Cuál debe ser el siguiente paso?
Quiero empezar diciendo que no me parece justo ponerle una de nuestras valoraciones a este libro, no me siento cómodo haciéndolo. Creo que no es del tipo de obra que se ajusta a una valoración y que esta va a depender —mucho más que normalmente— tanto del lector como del momento en el que se lea. Si he optado por este «Está bien», ha sido simple y llanamente porque creo que se acomoda mejor a los posibles gustos de nuestros lectores. Pero, de nuevo, no me quedo del todo satisfecho con ello. Emplazo a cada uno que abra este libro que pronuncie su propio veredicto.
Y como se trata de un libro del que no es fácil escribir, voy a repasar la faceta técnica, uno de los aspectos más cuidados de El último paisaje de Otis. Sin ser muy dado a las piruetas literarias, Benito Pascual es capaz de construir imágenes contundentes, precisas, comunes a ojos de cualquiera, pero capaces de quedarse agarradas a la corteza cerebral. Para ello se vale de un arma que ha demostrado saber usar a la perfección: los sentimientos. El protagonista está completamente desnudo en manos del autor, quien lo pone del revés hurgando en sus recuerdos, abriendo heridas que deberían llevar años cerradas, mostrando sus débiles esperanzas. El retrato de Juan es complejo y no le falta detalle. De hecho, podríamos decir que esta obra es ese retrato, esa construcción y deconstrucción de este hombre que podría ser cualquiera de nosotros —o cualquiera de los que nos rodean—.
Ella me acogió en su cuerpo y parecía no querer soltarse jamás. Después me alejé de allí sin decir ni una palabra, era mucho lo que había visto para poder expresarlo con palabras. Quien no ha muerto el menos una vez en la vida no sabe de qué está hecha la muerte. Solitario, absorto, ensimismado, con la mirada perdida, sentado al sol de la mañana.
Este relato tan marcadamente íntimo y personal, en realidad, deja al lector en el mismo sitio donde lo encontró. No hay grandes giros, grandes sorpresas; el viaje del protagonista no le saca del lugar donde ha vivido siempre, y apenas le lleva unos meses recorrerlo. Es cierto que para este supone un esfuerzo y un dolor comparables con ir a Júpiter y volver —sensaciones que traspasan las páginas del libro y llegan en un torrente al lector—, pero, en realidad, Juan hace poco más que quedarse a verlas venir. En este aspecto, la novela se mimetiza a la perfección con la letra de la celebérrima canción de Otis Redding —(Sittin’ On) The Dock Of The Bay— a la que no deja de referirse. Canción y novela se mezclan, se conjugan, forman un insospechado e indivisible uno mientras se lee.
…viendo la marea retirarse
Una de las temáticas a las que vuelve continuamente esta obra es la pérdida. Dando por seguro el vacío existencial del personaje principal, nos encontramos con episodios de su vida que se van solapando uno detrás de otro desde que su mujer le abandona. La pérdida del amor, la pérdida de su padre, la posible pérdida de su hijo y su mascota. Al haberse abierto la brecha de la memoria de Juan, también asistimos a la dramática pérdida de algunos de sus amigos de la infancia. Ahí aparece un nuevo elemento con tintes alegóricos —el río— que adquiere protagonismo propio como factor instigador de pérdida, de cambio, de olvido. Y en contraposición al río, el mismo protagonista, mirando el agua pasar en la enésima semejanza con la canción de Otis Redding.
El río se encargaba de devolver esos recuerdos de la vida cotidiana a la superficie. Cuando descubría alguno de ellos imaginaba una historia muy diferente a la mía. El río era el transmisor de todas esas vidas, tenía su voz propia; era el pensamiento de la tierra, y el que anunciaba las tragedias. Ese ser omnipotente, una amenaza bajo la mansa apariencia de su superficie. Traía ecos de todos los lugares, exóticos y lejanos, que había atravesado en su devenir.
Otro símbolo, otro elemento de gran protagonismo, esta vez como objeto de deseo inalcanzable, como un Santo Grial moderno: la ciudad de San Francisco. Siempre en el horizonte, etérea, imposible, en contraposición a ese otro lugar terrenal, gris, desangelado y sin vida donde ha vivido Juan desde niño —ciudad que, por cierto, no recibe nombre—. Como la narración transcurre casi sin querer, como si su protagonista no tuviera ningún control de lo que hace —y mucho menos de lo que ocurre a su alrededor—, como si fuera un sueño, el simbolismo está siempre presente y, a poco que se busque, brota hacia la superficie. Animo a los lectores de esta novela a zambullirse en ella y sacar sus propias conclusiones.
Y hablando de animar, venga, agrego una cita más para la colección:
En su cuerpo se había posado una belleza serena y flotaba más allá de la superficie de la tela. Estuve un tiempo indefinido contemplándola. La aparente firmeza de Ariel encubría un pájaro escondido en la espesura de un árbol durante una tormenta.
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No lo he podido resistir: cierro la crítica de hoy con este temazo intemporal de Otis Redding que ha servido para inspirar este libro y otras tantas obras a lo largo de los años.