La ciencia ficción es un género en continua transformación. Aunque hay muchos nostálgicos de los viejos tiempos, de los «buenos», de la Era Pulp y del sentido de la maravilla de la Edad de Oro. Pero con esta visión estamos obviando que el género se autolimitaba y negaba la visión de autores y autoras con mucho que aportar. Por ello cada cierto tiempo tienen que aparecer voces que lo cuestionen y lo hagan evolucionar.
El contexto
En los años 60, el panorama editorial de la ciencia ficción era muy diferente del actual. En la transición entre la Edad de Plata y la New Wave seguía siendo un género practicado por un colectivo de escritores fuertemente homogéneo. Eran hombres blancos anglosajones. Añadiríamos heterosexuales, pero ese era un elemento identitario que directamente no trascendía. Un perfil que representaba —a criterio de los editores— al del público, persistiendo la mentalidad que acompañaba al género desde su nacimiento comercial en las páginas del pulp.
La New Wave comenzaba a cuestionar que la ciencia ficción fuese un género de evasión sin pretensiones, y la Space Opera iba quedando relegada en favor de argumentos más complejos y de la introspección, que llegaba a caballo del auge de las ciencias blandas. Robert Silverberg, Roger Zelazny o la tropa británica de la revista New Worlds —con Michael Moorcock y Brian W. Aldiss al frente— entraron en tromba para darle a la ciencia ficción un vuelco irreversible.
Pero estos autores seguían teniendo un elemento identitario común: eran hombres blancos anglosajones presumiblemente heterosexuales. Seguían faltando los otros discursos. Faltaban las voces propias. Con el Movimiento por los Derechos Civiles de fondo, era el momento propicio para la aparición de un precursor: Samuel R. Delany.
Los orígenes
Samuel Ray Delany —o simplemente Chip— nació en Nueva York en 1942, hijo único de una familia negra de Harlem. Algunos factores le diferenciaban de sus vecinos: su padre poseía una funeraria, su madre trabajaba en la Biblioteca Pública de Nueva York y su abuelo paterno fue el primer obispo de raza negra de la Iglesia Episcopaliana. Chip estudió en escuelas prestigiosas destinadas a estudiantes de raza blanca —all white— pero se encontró un nuevo escollo: era disléxico en grado severo. Ya nos hacemos una idea de que vamos a leer una historia de superación.
Delany se casa a los 19 años con la poeta Marilyn Hacker. Lo hacen en Michigan, uno de los dos Estados que entonces permitían los matrimonios interraciales. Chip ya tenía conciencia de su homosexualidad. Cuando se divorciaron en 1980, Hacker asumía la propia. Fue una relación abierta y de apoyo mutuo: Hacker franqueó a su marido las puertas de Ace Books, la histórica editorial especializada en ciencia ficción y fantasía. En ella publica sus ocho primeras novelas. Seis verían la luz en la colección Doubles, que incluían dos novelas de autores distintos en un volumen.
La obra
Delany es un fenómeno de precocidad: con 20 años publica Las joyas de Aptor (The Jewels of Aptor, 1962). En 1966 gana su primer Nebula con Babel-17, al que le sigue otro en 1967 con La intersección de Einstein (The Einstein Intersection). Dos Nebula más en 1967 y 1970 por los relatos Por siempre y Gomorra y El tiempo considerado como una hélice de piedras semipreciosas, ganador del Hugo ese mismo año. Y un nuevo Hugo en 1989 por su autobiografía The Motion of Light in Water. En total serán veinte novelas y veintidós relatos, además de la serie de novelas cortas Return to Nevèrÿon. Sin abandonar jamás del todo la ciencia ficción, en los años 80 comienza a decantarse por el ensayo, la crítica, la poesía y la docencia universitaria —que ejerció de forma constante pese a que su dislexia le impidiese obtener ningún título formal—.
Para comprender el papel transformador de Chip Delany en la ciencia ficción, basta con que analicemos tres de sus novelas: Babel-17, La intersección de Einstein y Nova.
Rompiendo cánones
Para comenzar, Delany no renunció al Space Opera en una época en la que el subgénero entraba en declive y comenzaba a denostarse. Al contrario, se empoderó a través de él, tomando los esquemas clásicos al servicio de sus personajes diversos y plagando sus historias —en los que prevalece el tema del viaje y la búsqueda— de referencias cultas. Nova es una reinvención de Moby Dick, girando en torno a la obsesión quimérica y febril como la obra de Mellville. Babel-17 provoca reminiscencias del mito de Jasón y los Argonautas —algunos tripulantes de la Rimbaud incluso comparten nombre con los del Argos—.
El propio estilo del autor, poético y cargado de recursos estilísticos, con una intención literaria clara, era impropia del género, y se convirtió en una herramienta contestataria. Un párrafo de muestra:
Deje caer una gema en aceite denso. El brillo se amarillea lentamente, después se vuelve ámbar, luego enrojece. Eso era un salto en el espacio hiperestático. […] Arroje una joya en una plétora de joyas. Ése es el salto para salir de la hiperestasis […]
Babel-17 está protagonizado por una mujer cuasiperfecta, un trasunto de su esposa —de quien la novela incluye poemas, firmados como M.H.— de piel y cabellos oscuros. Una erudita que emprende un viaje para descifrar un lenguaje en el que no existe la palabra «Yo». Los miembros de su tripulación lucen implantes cosméticos —joyas, miembros animales como colas, alas o colmillos— y los pilotos manejan la nave con la mente y el sistema nervioso, conectando su cuerpo a ella mediante implantes. Algunas funciones de la nave está gobernada por tripulantes muertos llamados «descorporizados». Aún más, existen unos exploradores sensoriales que trabajan en Triples, una forma de interacción íntima que evoca una relación afectivo-sexual abierta y poliamorosa.
Asentando elementos de futuro
El protagonista de Nova es un capitán de astronave mestizo cuya fortuna familiar procede de la piratería. Se embarca en un viaje obsesivo en busca de una estrella, en cuyo núcleo espera encontrar una cantidad ingente de ilirión, el mineral que mueve el universo. El segundo personaje en importancia es Ratón, un músico errante de etnia gitana. Los tripulantes de astronaves emplean implantes cibernéticos para acoplarse a las naves y guiarlas con impulsos nerviosos. El protagonista posee una cicatriz en la cara y un brazo mecánico. Entre él y Ratón se establece una relación afectiva que sugiere la homosexualidad de ambos.
El de La intersección de Einstein, por su parte, es un individuo con un físico no-normativo, con una deformidad exagerada del tren inferior del cuerpo, un mutante inmerso en una historia basada en los mitos de Orfeo y Eurídice y de Teseo y el Minotauro. Una novela que imbrica la religión pagana y cristiana, la alta cultura y la cultura pop.
Todos estos elementos diferenciadores quedaron bastante eclipsados en las portadas de la época, que blanquearon a los protagonistas para adaptarlos a los usos del mercado. Una forma de invisibilización que puede observarse en las imágenes que acompañan a este artículo.
Diversidad, cyberpunk y poshumanismo
Recapitulemos. Para comenzar, tenemos personajes diversos que se salen del prototipo habitual de la Space Opera que existía hasta el momento: hombres blancos, jóvenes, con un físico normativo, de fenotipo anglosajón, militares u «hombres de acción» con un sentido de la moral intrínsecamente noble. Delany propone una mujer racializada, un hombre racializado con discapacidad física —y de rostro afeado por una cicatriz— y de moral dudosa y un mutante de físico deforme de acuerdo a nuestra norma.
A continuación vemos diversidad afectiva, explícita o sugerida, tanto homosexualidad como otras manifestaciones —bisexualidad, polisexualidad—. Delany retrata relaciones abiertas y poliamorosas y da a entender que sus personajes no tienen una única dimensión afectivo-sexual. Tanto como que el sexo y el género son un elemento determinante de la identidad, mientras que en la Space Opera canónica la heterosexualidad de los personajes, al igual que su raza, no se evidenciaba porque se daba por hecha.
Llegamos al Delany precursor del cyberpunk: personajes con implantes cibernéticos que les permiten conectarse a las astronaves y manejarlas mentalmente. En el mundo de Nova es tan común que los «acoples» se consideran símbolo de integración social. Solo los gitanos como Ratón los rechazan por cuestiones culturales. Y la «cosmetocirugía» de Babel-17, con la que los personajes modifican sus cuerpos de formas inimaginables por puro placer estético. Elementos de worldbuilding que autores cyberpunk como William Gibson reconocieron como influencia irrenunciable.
Explorando los límites
Es sencillo reconocer así a Samuel R. Delany como un autor poshumanista. Que figura su universo literario a partir de la deconstrucción de las identidades previas. Y que explora las posibilidades que ofrece la ciencia ficción a la hora de imaginar futuros en los que la humanidad sobrepasa sus propios límites, ya recurriendo a la tecnología, ya al lenguaje —por más que la tesis en la que se basaba Babel-17, la de Shapir-Worf, se refutase poco después de la publicación de la novela—, ya al potencial de la mente. Un ser humano al que no pueda detener ni la muerte.
La sexualidad tiene un papel central en esta búsqueda de nuevas identidades. Y lejos del carácter más o menos velado de sus primeros trabajos, fue haciéndose más y más explícita con el tiempo. Su obra Phallos (2004) se considera directamente pornográfica. Through the Valley of the Nest of Spiders (2012) narra la creación, por parte de un filántropo negro y homosexual, de una comuna para jóvenes negros gays, una utopía que incluye incesto y parafilias como bestialismo o coprofagia.
Una lucha constante contra el racismo
Son varias las anécdotas que ilustran las dificultades que Samuel R. Delany afrontó en su carrera. Cuando ganó el Nebula por Babel-17, recibió el premio de manos de Isaac Asimov. Quien le dijo: «Chip, sabes que la única razón por la que todos te votamos es que eres negro». Delany siempre dudó sobre si Asimov bromeaba. Como sea, fue un premio ex aequo con Flores para Algernon, de Daniel Keyes, historia protagonizada por un discapacitado intelectual. Algo estaba cambiando en la sensibilidad —y en los gustos— del público, y era imparable.
La publicación de Nova pasó por varios rechazos, entre ellos el del histórico editor John W. Campbell. Campbell argumentó que el público no estaba preparado para un protagonista negro. Hoy sabemos que Campbell u Horace Gold, sin restarles méritos a sus respectivos papeles como editores del género, eran acusadamente racistas.
Delany rechazó innumerables veces el papel de «primer escritor negro de ciencia ficción». No quería ser una curiosidad, un verso suelto. En su recomendable ensayo de 1998 Racism and Science Fiction, el autor refiere varios precedentes. Y cita a Harlan Ellison —uno de los grandes paladines de las voces propias del género— cuando este recordaba que, en la Era Pulp, muchos autores podrían esconder mujeres y personas racializadas tras sus seudónimos, pues su relación con las editoriales era puramente epistolar.
Si Ellison fue un impulsor de la carrera de otra voz propia fundamental, la de Octavia E. Butler, ella y Chip se convirtieron en amigos íntimos y cómplices. Racializada, homosexual, disléxica, tartamuda, de origen humilde y miembro de un hogar rigurosamente baptista, el de Butler es un caso que mantiene paralelismos más que notables con el de Delany.
El camino abierto
Hoy día la ciencia ficción es un género para un público sin distinciones de género, sexo, edad, raza o condición social. Pero debemos recordar que no siempre fue así. Que hubo voces —Joanna Russ, Octavia E. Butler, Daniel Keyes— que tuvieron que romper con las normas de su época. Normas que en la ciencia ficción eran muy rígidas. Voces que son las responsables de que hoy leamos a N.K. Jemisin o a Tade Thomson con total normalidad. Samuel R. Delany es una de ellas. Merece la pena aprovechar que gran parte de su obra está traducida al castellano —aun careciendo de reediciones recientes— para descubrirla.