Ocho millones y medio de posibilidades. Ocho y medio, en las que ninguno de los dos acabamos muertos. Las reviso desde hace días, busco el más mínimo resquicio por el que colarme, por el que colarnos, por el que encontrarnos. Pero no lo consigo.
Y mientras, esa jodida canción, machacándome.
Las gotas caen como un pavoroso cronómetro que me aleja de ti. Aquí viene otra. Y otra más. Ya estoy dos gotas más allá del momento en que te perdí, ese en el que tú y yo dejamos de ser nosotros, ese en el que el camino, tu camino y el mío, nuestro camino, se rompió en mil pedazos. Ahora ya son tres. De ese momento a partir del cual el mundo se escindió en multitud de mundos en los que ya no estabas. Ocho millones y medio de mundos en los que te espero.
Tengo que arreglar esa maldita gotera de una vez.
Las gotas, comiendo tiempo como hienas hambrientas.
Siento que el tiempo se escapa, la brecha temporal entre el punto de escisión y el punto solución es cada vez más grande, como una enorme cremallera que se abre y deja ver algo sucio dentro. No puedo permitir que crezca, que siga creciendo, porque entonces no habrá camino de vuelta, las gotas se comerán el camino y ya no podré encontrarte. Las gotas de agua, esas que bien podrían ser sangre, que se han convertido ya en sangre, me recuerdan el paisaje desolado en que se convierte este preciso instante y todos los instantes que caen, uno a uno, como marcadores implacables de tu ausencia.
Tú, que estás en todas partes.
Ocho millones y medio de túes viviendo ocho millones y medio de vidas. En alguna de ellas tengo que estar yo. Nosotros. En alguna habrán salido bien las cosas. Es pura estadística, aunque la estadística no sea el tejido con el que se cosen los sueños. Los sueños se cosen con valentía y se descosen con gotas de agua. O de sangre. O tal vez se descosen solos y las gotas no son más que bofetadas que recuerdan que todo acaba, que nunca hubo un resquicio, que nada tuvo nunca sentido. Y que está todo perdido.
Que dentro de este horror no hay literatura, no.
Tiene que estar aquí, tan solo necesito uno. Ojalá pudiera dejar de ir al pasado, de observar una y otra vez el cadáver putrefacto en que se ha convertido todo esto. Tus manos, perfectas, recorriendo mi cuerpo; mis manos, odiosas, apretando una vez más tu aliento. Ese pájaro gris y azul que enviabas una y otra vez y que tuve que matar mil y una veces para seguir viviendo. Tal vez esa fue siempre mi suerte. Mi destino. Tal vez deba vivir dentro de un cuerpo vacío hasta el fin de los tiempos. Solo que no hay tiempo que no te acoja en sus brazos ni canción que no te nombre. No hay canción que no te nombre. Y esta, más que ninguna otra.
Seré muy breve: te quiero, y esto duele.
Descarto posibilidades, como frutos maduros con imperfecciones que empiezan a comerse los gusanos. Ya no son ocho y medio, los gusanos hacen su trabajo. Qué mala fue la semilla que plantamos, amor. Y qué largo el túnel en el que nos metimos sin saber siquiera que entrábamos. Descarto mundos de un plumazo, aquellos en los que tú o yo salimos dañados. Y el tiempo, ahora un pequeño charco sobre el suelo, me devuelve la mirada indulgente y me desafía. «Quién te has creído tú que eres», me dice. «No soy nadie», le respondo. Y otra gota cae al suelo.
Solo uno. Uno que me señale el camino para salir de este desastre. De este espanto que supone el querer olvidarte. De vivir sabiéndote vivo. De tener que seguir adelante. Pero el tiempo no se detiene, me separa más y más del punto de partida, para que me pierda y no pueda encontrarte. Encontrarnos. Para que el camino, cuando sepa cuál es, ya esté borrado. Ojalá parase de llover y esas gotas venenosas dejaran de torturarme. La tortura del agua. O de la sangre. Agua como el agua de mis lágrimas rotas. Sangre como la sangre que tengo para darte.
Un frío eterno se instala en mí. Lo noto como noto que se agotan las posibilidades. Como noto la brecha cada vez más grande. Como siento que esta catástrofe nos vence a medida que lo inevitable toma posesión de su reino. Y me pregunto qué estarás haciendo tú, si te has sumido en este infierno o estarás, quizá, curándote. Si repasas, como yo, el más mínimo error, el menor de los detalles, si te duermes persiguiendo esa espiral eterna, esa, y te arrepientes de no haber sabido hacerlo mejor. De no haber querido saltar.
De no saber pedir perdón o pedirlo demasiadas veces.
Da igual. En algún universo, todo ha salido bien. Ha habido una solución que ahora, a ti y a mí, amor, se nos escapa. Y yo voy a encontrarla.
Descarto mundos como quien espanta moscas con la mano. Ya no quedan demasiados. Algunos se cierran de manera automática, con los parámetros que le he dado al visor; otros tengo que examinarlos con cuidado. Con cuidado de que tú estés bien. De que yo también lo esté. De que esto no nos haya herido de muerte o hayamos decidido morir como muere el resto de la gente.
Y las gotas cayendo.
Y la canción, como un puñal, abriéndose paso a través de la carne.
Y la carne, convirtiéndose en miles de gotas de sangre.
Seré muy breve; te extraño, y esto duele.
El frío helado se convierte de repente en sudor sofocante. Ya casi no quedan opciones. Se acaba el tiempo, ese dios impasible al que he jurado no rendirme pero que me está venciendo. Desde un rincón de mi angustia, las leyes de la probabilidad se ríen de mí, de mi afán por recoger esos litros de agua gris que se cuelan por la gotera, gris como el cielo que me cubre, ese mismo cielo que te cubre a ti y que nos une y nos separa al mismo tiempo. Las leyes de la probabilidad, que se ríen y me sabotean. Las leyes de la cuántica, que me arropan y envenenan.
El punto de escisión queda ya muy lejos, tan lejos que el camino a recorrer, si lo encuentro, se habrá separado de mi línea temporal en algún momento pasado y no podré recorrerlo para llegar a ti, a nosotros, a lo nuestro. Ni siquiera necesito una línea recta. Puedo dar mil vueltas, un millón de vueltas, puedo girar sobre mí, sobre ti, sobre todo y sobre todos, si sé que hay un camino. Ese puto camino que no encuentro.
Solo un puñado de mundos. Solo un puñado, y sigue sin haber respuesta.
Tan dura es la vida, tan difícil es vivirla, que solo me quedan palabras, estas palabras, para gritar que nada de esto es justo, que nada de esto es cierto, que no siempre el amor «todo lo puede», que no puede ser posible, que no quiero que lo sea, que esta es mi historia y la escribo como quiera, que no quiero que se pudra, que no quiero que me mates, que no quiero que te mueras, que no quiero, no quiero, no quiero.
Y entonces, todo estalla.
Desecho el último de los mundos, uno en el que tú te sacrificabas por mí y me odiabas por ello. El visor se ilumina con un odioso color rojo, rojo sangre, sangre de un cielo gris que se cuela por una gotera infame. Se ilumina para indicar que la búsqueda ha terminado. Como si no lo supiera. Como si fuera lo único que se termina. Y sé entonces que no, que nunca voy a arreglar esa gotera, que voy a recoger cubos y cubos de esa agua sucia, amarillenta. Que no hay ni ha habido nunca una posibilidad para mí, para ti, para nosotros. Solo el agua, cayendo por la pared, amarillenta. Esa agua que recoge la suciedad de lo que un día fue belleza. Con las notas de un dolor hecho canción sonando en mi cabeza.
¿Qué se hace para amar lo que quise despreciar ya una y mil veces?
Apago, por fin, el visor, y una certeza me golpea durante la caída; la única línea temporal que nos une, la única válida, la única que siempre ha estado y sigue estando ahí, es esta, la que no he abandonado. El mundo en el que tú te has ido, yo me he ido, y hemos dejado un escenario vacío. No voy a decir, como esos poetas antiguos, que moriré por ello. Para morir, primero hay que estar vivo. No diré mucho más porque no hay mucho más que decir, aunque esta sea mi historia y las palabras mis instrumentos. Porque no hay palabras suficientes para describir esto. Y porque yo ya no quiero hacerlo.
Seré muy breve; te he perdido, y esto duele.
Este relato está inspirado en la canción “Ocho y medio” de Nacho Vegas.
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Foto: Erik Witsoe. Unsplash