(Problemas del primer mundo, capítulo 17587: el crítico literario frustrado).
Tengo un dilema. Antes de escribir estas líneas, he tenido que pensar muy mucho cada cosa que iba a decir. He seguido los pasos normales, a saber, cierro el libro que he terminado de leer, espero un día o dos, me siento a hacer la reseña, la inspiración llega. Lo primero y lo segundo ha sido fácil, lo tercero y lo cuarto no, en absoluto, pues, ¿cómo reseñar una obra como El amor en los tiempos del cólera sin parecer estúpido o superficial, o ambas cosas al mismo tiempo? Sé que nada que aquí escriba le sumará lo más mínimo a esta novela, y que diga lo que diga no llegaré a andar cerca de tratarla como se merece. En fin, ahí va.
El amor en los tiempos del cólera es, como más de uno se imaginará, una historia de amor. Se trata de un amor imposible, que dura casi sesenta años, y que sobrevive pese a las trabas que le pone una ciudad demasiado tradicional, una sociedad demasiado clasista, y un tiempo demasiado cambiante. El tiempo de las epidemias de cólera. La narración gira en torno a sus dos protagonistas, Fermina Daza y Florentino Ariza, cada uno por su lado, tal y como el destino lo quiso. Sus vidas son, casi por casualidad, un repaso histórico a los cambios sufridos en el Caribe desde finales del siglo XIX hasta mediados del XX.
Por dónde empezar. No lo sé, es la verdad. Porque el libro es de amor, pero no utiliza el amor como un adorno de fondo que acompaña a los personajes del punto a al b. No, más bien es al contrario. El amor, tratado como el sentimiento más puro que el ser humano pueda sentir, es un simple medio, al igual que el río Magdalena por donde transcurren los barcos de la CFC, compañía para la que trabaja Florentino Ariza. El río es la metáfora del amor, que trae y lleva personas, seres queridos, mensajes, mercancias preciadas, pero también enfermedades y malas noticias. El amor, al igual que las aguas del río Magdalena, es personaje principal. No habla, pero hace hablar, no interviene, pero hace que se hagan cosas.
Este amor puro, que está en todas partes como un genio que hace y deshace a su voluntad, cobra diferentes significados y formas dependiendo del momento, del personaje, en general, de la situación. Porque estamos hablando del amor más puro, sí, pero también de personas de verdad, de carne y hueso, que sienten y padecen, y que por lo tanto, no son tan puros. Esto lleva a García Márquez a introducirse en lo más profundo de los sentimientos (tanto buenos como malos) del ser humano, realizando con ello un retrato hiperrealista de nuestra propia naturaleza. Cada matiz, cada mínimo detalle de los sentimientos, sale a superficie y se muestran con un lenguaje tan claro que, para colmo, resulta incluso simple.
Esto me lleva a pensar si realmente García Márquez no era un extraterrestre venido a la Tierra con la misión de estudiarnos y elaborar un informe detallado sobre nosotros, nuestro comportamiento, nuestros pensamientos, nuestros sentimientos. De verdad que nunca he visto ni leído nada que presente al ser humano tan desnudo, tan frágil, tan REAL. Es el complejo trabajo de un ser de otro mundo, capaz de vernos desde una óptica que nosotros, el común de los mortales, no llegamos a alcanzar. Es tanta la complejidad y la profundidad, que luego resulta incluso humillante que sea capaz de exponerlo todo en una narración tan rebosante de imágenes, belleza, e incluso humor. Una narración que fluye con una suavidad imposible. Simplemente fascinante.
Comparándola con las otras obras que había tenido la oportunidad (y el placer) de leer de este gran autor colombiano, Crónica de una muerte anunciada, El coronel no tiene quien le escriba, y Cien años de soledad, debo reconocer que confundí su estilo con la última, que es mi novela favorita. Bien, tras haber terminado el segúndo capítulo, ya me di cuenta de que García Márquez lo había vuelto a hacer: había escrito otro libro totalmente distinto a los demás, pero de idéntica genialidad. Si bien El amor en los tiempos del cólera no alcanza ese punto de hilarante incoherencia controlada de Cien años de soledad, sí que es un libro mucho más maduro. También pretende (y consigue) el placer del lector con un lenguaje que se puede paladear, pero la gran diferencia está en que tiene una mayor pausa. Gracias a ella, puede penetrar como dije en aspectos ignotos de la vida.
Es tal vez esa pausa a la hora de narrar, el tomarse todo el tiempo necesario en mostrarnos cada detalle, lo que hace de El amor en los tiempos del cólera lo contrario a los libros de consumo rápido que tanto proliferan hoy en día. Si se busca una lectura que simplemente entretenga, éste sin duda no es el libro. De hecho sólo recomendaría su lectura a personas que tienen tiempo de repasar las páginas, de tomar notas, de releer. Nada de consumir capítulo tras capítulo. Este tempo pausado permitirá a los que hayan vivido mucho, reencontrarse con sensaciones familiares. Y a quienes no hayan vivido tanto, tener una lección de vida que sin duda agradecerán en el futuro.
No quiero despedirme sin antes haber hablado más a fondo del humor en esta novela. Creo que es algo presente en todo García Márquez, pero muy especialmente aquí. Hay momentos desternillantes, de tener que soltar el libro y comenzar a reir a carcajada limpia sin importar si se está en el salón de casa o en el metro. Es algo que no he experimentado con ningún otro libro, ni siquiera con algunos de humor, propiamente dicho. Creo que el secreto está en que el narrador, en su afán por mostrarnos la realidad de una forma tan bella y cuidada, nos devuelve a la realidad cuando nos muestra lo que dicen los personajes, no tan perfectos y puros. El contraste es devastador. Creo que lo voy a explicar mejor copiando aquí un fragmento como ejemplo (uno cualquiera de los muchos que podría poner):
A un cierto momento, Hildebranda confesó: cuando el doctor Juvenal Urbino se vendó los ojos y ella vio el resplandor de sus dientes perfectos entre sus labios rosados, había sentido un deseo irresistible de comérselo a besos. Fermina Daza se revolvió contra la pared y puso término a la conversación sin ánimo de ofender, más bien sonriente, pero con todo el corazón.
—¡Qué puta eres! —dijo.