Carlos Jáuregui: Veintisiete días

Hoy se cumplen veintisiete días. Veintisiete días de arrebato absoluto, de desahogo, de purga y de fractura. De un despertar cruento de lo que habitaba yacente y escondido, bajo el resquemor dentro de mí. Una reticente cólera, transformación violencia y finalmente, la liberación y el arribo al Omeyocán¹. La espalda baja duele. Una andanada de punzantes espinas de maguey atacan mis tejidos y también se resiente el brazo y la palma de la mano derecha. De atestar tanto golpe, de maniobrar tanto con el machete, de cargar peso muerto.

Luego de pasarse la vida labrando nueve horas seguidas bajo el inclemente sol, los jornaleros allá en mi tierra dominan hábilmente la hoz y el machete. Así también yo he conseguido manipular mi instrumento con maestría, aunque con distinto fin. Ellos solo reciben en pago por su exquisita habilidad una nimia ración para su sustento.

Yo, en cambio, recibo la fruición y el furioso orgasmo que brinda la potestad de extenderme sobre aquellos que me allanaron bajo un profundo manto oscuro; para encontrar en su mirada algo distinto a la lástima y al menosprecio. Ver en el reflejo de sus córneas a una inmemorial y venerada deidad azteca. De aquellas que mis antepasados trataban con tal respeto que su nombre se pronunciaba con mesura y a su representación en los templos no se le miraba directamente a los ojos por recato.

A mí en cambio me gusta que miren cuando lo hago, para que contemplen mi fulgurante silueta animal revelada ante sus ojos vacíos, rebasados de lágrimas e incredulidad. La imagen pura de lo último que se llevarán.

El dulce efluvio de romper la soga que asfixia, de regir un destino condenado por su origen —siempre escoltado por una abusiva botella de pulque y una vara, como la tradición obliga—. Recordándome una y otra vez mi evidente procedencia autóctona. Obligado a tragar saliva y agachar la mirada. A sufrir burlas y escarnios a lo largo de toda una vida por llevar en mis venas la sangre de águila. ¿Cómo ocultar mi tono cobrizo, mi cuerpo magro y mi acento tlaxcalteca?

De no haber azotado la tragedia y de haber resistido las sequías, quizá mi padre no se habría tirado a la bebida y mi madre aún prepararía huazontles para la cena. Venderíamos en el mercado las hermosas jabas que ella tejía con sus diestras manos y yo cuidaría de los animales y de la tierra. Celebraríamos todos el día de nuestra madre del Tepeyac juntos como antes.

Sobaría el campo y andaría sobre las hojas de olor verde y tierra de calma fértil. Por las tardes al terminar de labrar, meter a las bestias y escoger un par de tiernos elotes para acompañar una liebre preparada de cena. Guardar la herramienta, sentarse afuera del jacal y mirar el crepúsculo, observando como se oculta el sol. Beber agave con guayaba y mezquite. Escuchar el trinar de los pájaros al ocaso y refugiarse bajo los árboles de la lluvia. Mirar a la gente desvanecerse entre la maleza y otear el valle hasta verlo quedarse completamente calmo.

De haber permanecido allá en el municipio de Ayala, no hubiera tenido que conseguir cualquier trabajo —de albañil, de recadero y cobrador, de cargador en la central—, o mendigar para sobrevivir. No habría tenido que trabajar como ayudante en la carnicería, cortando gruesos retazos de carne ni entregando pedidos a deshoras, ni hubiera tenido que huir de don Julián cuando me acusó de ratero por un pedido incompleto y me golpeó las manos con el mazo de aplanar, amenazado con llamar a la policía para encerrarme.

El campo me habría abrazado en amaneceres acompañados del canturreo de chipes y vientos meciendo ramas de arrayanes, para liberarme por las tardes recorriendo el pastizal. Con un cielo formado de tonos violetas hasta llegar a azul profundo, casi negro; donde estrellas se amontonan y se discuten por ser la más brillante.

Absorto en la calma del sembradío, lejos de hambre e inmundicia, no hubiera sufrido a todos aquellos que me han abusado y se han posado sobre mí. Despojándome de mi herencia y de mi dignidad. Hasta pasar horas observándoles detenidamente, a todos aquellos que viven cómodos en la bruñida burbuja de plácida vida. Ignorando al indio que se cruza en su camino.

Ellos mismos me crearon. Esquivan e ignoran a una tísica aparición envuelta en un huipil² roído. Hasta que los agarro y entonces crezco en tamaño y Venus curte mi cuerpo. Me ofrecen cualquier cosa para disuadir el sacrificio y dejarlos ir, mientras afilo lentamente el borde de la hoja de machete.

Son más de ocho ya los que llevo. Sus rostros tomados cambian, el granate de sus mejillas desaparece para tornarse en pálido, las lágrimas hacen que sus ojos brillen permanentemente, como los de un xoloitzcuintli. Me observan con terror, con un miedo indescriptible y con un respeto como se miraba a los elegidos a la ofrenda hace tantos años.

Suplican entre sollozos y apelan a mi humanidad hasta que ya no les queda fuerza para rogar. Me sitúo frente a ellos bajo el fulgor de mi machete. Pero entonces ya no soy yo: me torno azul, soy un guerrero azteca ávido de enjuiciar infieles y puedo sentir cómo mi cuerpo repta y comienza a cubrirse de escamas y de plumas.

Ya se escucha movimiento en el cuarto contiguo. Ahora se está despertando, y amanece entre orines, chalchihuatl³ y miedo, atrapado en el lugar más aciago y mísero en el que ha estado en toda su vida —y del cual nunca saldrá—. Doy descanso al afilador, me encamino blandiendo la helada hoja color plata, miro bien mi reflejo y no soy quien era, soy Huitzilopochtli. Me preparo para terminar con el número nueve en este día veintisiete.

1: Último cielo azteca, residencia de Ometéotl, dios de la dualidad.

2: Vestido adornado (Náhuatl).

3: Sangre preciosa (Náhuatl).

Carlos Jáuregui (CDMX, 1978). Es abogado y máster en Escritura Creativa por la Universidad Complutense de Madrid. Co-fundador de la cerveza Acapulco Golden y de la revista de crítica literaria LeeAlgo. Actualmente radica en México y colabora regularmente en las Revistas De Verdad y Sobredosis.
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Foto de Linda Martiskova en Unsplash