El capitán Mirretis convence a su lugarteniente para dejar el platillo volante estacionado sobre ese valle tan verde y manso. Despunta el alba y se emociona al presenciar, por fin, uno de los espectaculares amaneceres terrícolas. Al vivir en un planeta con tantos soles, se pierde la fascinación por fenómenos tan simples. Demasiado estímulo visual. Pero el poderío de un solo astro de fuego arrasando de luz todo a su paso, cegando los colores para luego insuflarles mayor vida, es un espectáculo digno de ver. Y más con el punto de vista privilegiado de estar suspendidos en el aire.
—En lares navarros nos hallamos, Vuesa Merced. Bautizados por gracia del GPS en el nombre de valle de Lizoaín-Arriasgoiti —dijo el subalterno Kíspur, desempolvando la oxidada lengua que aprendiera durante su última visita al planeta. Logro de un efectivo curso de inmersión imprevisto, preso en la cripta de un castillo.
Un agradable cosquilleo en sus partes íntimas le recuerda la multitud de punzantes placeres físicos, hasta entonces desconocidos, con que allí le regalaron. Su carencia de mandíbula encharca de saliva el suelo de la cabina. Oh, quién volviera a ser vertebrado por un día y volver a sentir los diferentes matices del crujir de tan distintos huesos. Kíspur se muere por alunizar y volver a infiltrarse entre esos salvajes cubiertos de pelo.
Pero Mirretis se muestra reacio. El paisaje le recuerda a otras llanuras del reino donde con frecuencia los humanos blandieran molestos filos metálicos y contundentes mazas, lo que no es tan de su paladar como del de su amigo. Prefiere reanudar la marcha, lentamente, en busca de algún espécimen. Y si eso, que se apee luego Kíspur, que es quien aún se defiende algo en tan enrevesada fabla.
Cantimplora pace tranquila, alejada de los cotilleos de las demás vacas. Intenta reponer los quilos perdidos bajo el mandato de su anterior granjero, que había perdido la chaveta. Masca con lentitud y se peina las pestañas con la punta de la lengua, intentando deshacerse de una molesta legaña.
Está hasta las narices de los humanos. Sabe lo que le espera el día de mañana, cuando ya no valga para parir. Por eso se aleja de esas bobas descerebradas y sus mugidos tediosos. Explora nuevos olores en la distancia, posibilidades de elaborar un plan de evasión.
Un hierbajo amargo la saca de sus cavilaciones. Arruga las fosas nasales y estornuda. Va a arremeter contra un jugoso matojo cuando siente su panza levitar y da una dentellada al aire, con un chasquido de incisivos sin presa. Sus pezuñas se ven inmediatamente a metros del suelo y sufre vértigo. Rabiosa, azota su cola e intenta darse la vuelta, para ver qué leches interrumpe ahora su desayuno. Pero comienza a rotar sobre sí misma y vomita su escaso ágape.
Mirretis admira la belleza de su captura. Sabe que los humanos tienen por costumbre hacer algún tipo de uso útil de estos animales, pero no recuerda cuál. Aun así, se siente poseedor de un preciado tesoro. Además, ha tenido el buen tino de capturar una vaca cuya masa no comprometa el vuelo. Está extrañamente delgada, lo que impide que se estrelle la nave, que fue lo que precipitó su anterior excursión a la Tierra, aquella que acabó con Kíspur en las mazmorras.
De todos modos, cargar con un vertebrado de semejante estructura ósea ralentiza la marcha del platillo, lo que exaspera a un Kíspur cada vez más ansioso por el contacto humano. Así que, propone:
—Es menester, Vuesa Merced, hallar un fermoso caballero que ilumine con su saber la maniera de usar tan único ejemplar.
Mirretis asiente y rescata una palabra de su oxidado castellano: «castillo». Lo que Kíspur acepta como lugar que suele albergar personas.
Exploran las cercanías y distinguen las ruinas de lo que el ordenador identifica como castillo de Irulegui. Pero al no avistar humano, ponen rumbo a la añorada cárcel de los tiempos mozos de Kíspur. Pese a la lentitud provocada por la masa bovina, no tardan en avistar la imponente silueta de luz anaranjada que se alza en el horizonte. Según el GPS, la Seu Vella es una catedral, aunque para Kíspur siempre será una fortificación. En cualquier caso, deciden que mejor todavía: ¿quién acapara más saber que el clero?
Osorio siempre escucha heavy metal en inglés. Le encanta este idioma porque no dobla las erres y eso oculta su pequeña tara, inmune a tantos años de esfuerzo con la logopeda del barrio. En realidad, no habla la lengua de Shakespeare, pero se canta todas las letras de Iron Maiden y siente que clava bastante el acento.
Además, la energía del metal le ayuda a soportar los madugones y a controlar la mala hostia que le engendran los malditos niñatos, que le ponen todo perdido con el botellón.
Por eso le encanta que le manden pasar la escoba por las inmediaciones de la Seu. No hay un alma, da gusto que no te pisen lo flegao y como mucho, hay alguna lata perdida que el viento ha arrastrado de la terraza del bar turístico. Ni siquiera le importan las cáscaras de pipas, porque ahí hubo tiempos peores, en los que se encontraban incluso jeringuillas. Si no directamente al usuario.
Aunque él jamás tuvo miedo. De joven, él era más de plantar cara a los problemas. A uno le llegó a gritar: «¡Escampa de aquí, madano, que te deviento! Mida que echas peste, a ved si te duchas, guado». Lo que desembocó en las risas del individuo callejero y en una enganchada a sopapos que le costó un nada desdeñable periodo de suspensión de empleo y sueldo, además de un cursillo de sensibilización con los desfavorecidos sociales.
Por eso, ahora, Osorio es un tipo tranquilo, que evita el conflicto. «Y en qué mala hoda escogí la paz», piensa el barrendero cuando se ve, súbitamente, abducido por dos viscosos seres translúcidos sin huesos que les pongan el cuerpo en orden.
—Vuesa Merced don Humano, hallámonos en estos lares en son de paz —dice la mucosidad de menor volumen. De lo que Osorio extrae que puede, quizás, relajarse un poco. O no, podría estar mintiendo. Que no sabemos nada de estos de fuera.
El mismo ser escruta su rostro y arruga lo que parece un ceño. Lo que lleva a Osorio a reproducir, por inercia, la misma expresión. El inesperado y atronador mugido de una vaca le provoca un respingo.
El asombro de toda la situación inicial le había hecho obviar semejante cornamenta a su espalda. El animal sacude el rabo con impaciencia, comprensiblemente molesto.
Su deshuesado anfitrión retoma el discurso:
—Esperamos que tenga a bien Vuesa Merced en ilustrar a nos con la maniera mejor de conquistar este animal.
—¿Conquistad este animal? —pregunta Osorio, con un involuntario imperativo.
—Es nuestro menester dar uso a esta bestia. Vueso favor aclamamos. No temáis, pues en son de paz arribamos, dije. ¿Cómo os llamáis?
—Osodio —responde el barrendero.
Esta vez, ambos monstruos aúllan, aparentemente horrorizados sin razón.
—¡Albricias! Mal anfitrión sois, para visitantes de nuesa armonía. Dije paz y vos declaráis enemistad a nos —exclama Kíspur, fingiendo la furia que su superior espera.
Aunque en realidad se estremece de deseo ante la posibilidad de un conflicto que lleve al humano a usar en él ese palo que sostiene con dedos blancos y tensos. Qué placentero sofoco al asociar la herramienta del caballero de brillante amarillo con los azotes de su juventud en la mazmorra.
Mirretis le insiste, en su lengua natal, en que reclame al ser del castillo que se deje de rebeldías y se identifique y tengan la fiesta en paz. A lo que los extraterrestres escuchan la misma respuesta, inteligible incluso para las pocas habilidades lingüísticas de Mirretis: «¡Os odio!»
De nuevo en su papel de poli malo, regodeándose en la anticipación del placer punitivo que tanto desea recibir, Kíspur espeta:
—Vil villano, ruin pendenciero, que ansiáis la batalla. No podáis decir que no hubo tercera oportunidad, ni que carecemos de benevolencia. Vueso nombre pronunciad y evitaréis la guerra.
—¡Coño! ¡Y dale! ¡Osodio! —grita el funcionario, más cabreado aún, si cabe, por tener que intentar zafarse de la vaca que le roe el dobladillo de los pantalones del uniforme.
—¡Mal fiemo os engulla! —exclama Mirretis, pues es bien sabido que lo primero que se aprende (y lo último que se olvida) de un idioma extranjero es a insultar y maldecir.
Y apuntando a sus prisioneros con su terrible pistola, lanza un rayo láser zigzagueante que los manda despedidos compuertas abajo, de vuelta a la tierra.
Esta es la historia que Osorio debería explicar a su jefe cuando este le increpa y amenaza con otra suspensión de empleo y sueldo, por haberse pasado la hora de la siesta mugiendo a pleno pulmón y despertando al vecindario.
Cantimplora, atrapada en el cuerpo del humano, enfurece y muerde al jefe en la nariz. Intenta darle coletazos, pero aún no controla esa parte del nuevo cuerpo. Así que recurre a lo drástico y se lía a coces, mientras dos fornidos hombres sujetan su ahora escuchimizado cuerpo y lo alejan calle arriba.
No lleva mejor suerte esa vaca que llora y canta baladas heavy en el prado, ante la pasividad de sus congéneres.