Año:2006
Editorial: DeBolsillo (2007)
Traducción: Luis Murillo Fort
Género: Novela (distopía)
«Caminó hasta la carretera y en cuclillas estudió la región que se extendía al sur. Árida, silenciosa, infame»
Año 2006. Imaginad a Cormac McCarthy, un año después de haber publicado No es país para viejos. Seguramente habiendo vendido ya los derechos para su adaptación cinematográfica. Con bastante dinero en su cuenta corriente. En algún lugar al sur de los Estados Unidos, hablando por teléfono con su editor. Tengo algo, le diría. Un padre y un hijo caminando por una carretera. En un mundo postapocalíptico donde apenas quedan supervivientes. Todo muy gris y muy oscuro. Hace frío y buscan comida. Sin muchas explicaciones. Y ya.
En el año 2007, McCarthy recibe el premio Pulitzer por La carretera, una obra narrada en tercera persona que sigue a un padre y un hijo a través de sus andanzas en torno a una carretera interestatal, camino del sur. Conversaciones entre ambos, amplias descripciones del paisaje y pinceladas de lo que quizás pudo causar el desastre en que se ha convertido el mundo. Y ya. Casi por arte de magia, McCarthy asienta sobre estos andamiajes el desarrollo de una de las obras maestras de la literatura moderna. Éxito de crítica y ventas. ¿Cómo lo hace? Intentaré dar un par de claves a continuación, aunque sin duda la única manera de comprender los engranajes de La carretera es leyéndolo.
No lo intentéis en casa
Escogieron aquel sitio simplemente porque era el punto más elevado del itinerario y desde allí tenían una vista de la carretera hacia el norte y del camino por donde habían venido. Extendió la lona sobre la nieve mojada y envolvió al chico en las mantas. Vas a tener frío, dijo. Pero quizá no estaremos aquí mucho rato.
A estas alturas, hay un término inglés más o menos de uso común entre las personas vinculadas de una u otra forma a la literatura. Hablo del infodumping, o el error de dar al lector más información de la que necesita. En La carretera, McCarthy lo retuerce hasta apropiárselo y redefinirlo por entero. Para él, todo lo que no sea atravesar la carretera parece ser infodumping. El lector no sabe qué ha pasado, y lo único que se le explica —de manera indirecta— es que hace varios años algo malo ocurrió, y ahora el mundo es un lugar frío y lleno de cenizas, en el que los ríos son negros y apenas sale el sol. En un punto indeterminado de mi lectura asumí que la información acerca del origen de la catástrofe jamás me iba a ser revelada. De hecho, una vez terminé La carretera, lo primero que hice fue ver la adaptación cinematográfica, por si a algún guionista de Hollywood se le había ocurrido alguna explicación plausible. Lamentablemente, la adaptación es bastante fiel a la novela.
Cualquier otro autor habría caído en la tentación de desarrollar una explicación que justifique el Apocalipsis, en busca de verosimilitud. Sin embargo, a McCarthy una justificación tal le resulta superflua. Además, el mundo que construye es simple. Más allá de los paisajes devastados y el estado de abandono de las zonas residenciales, no describe nada más. Tampoco lo necesita. Ni siquiera se esfuerza por redactar un texto dinámico, en el que ocurran demasiadas cosas. Algunos momentos de tensión, muy circunscritos. Sólo sabemos que un padre se encuentra en un contexto hostil y trata de mantener la vida de su hijo de una manera humana. Eso es lo decisivo, y eso es lo que aporta valor a La carretera.
Arquetipos universales
McCarthy incide una y otra vez en dos elementos. Las descripciones e interacciones de los protagonistas con el entorno, y la relación entre ambos. Los diálogos entre el padre y el hijo —brillantes en todo momento— serán los que nos muestren en mayor medida el carácter de ambos. El empeño del padre por proteger a su hijo del mal que los rodea, como único motor de su conducta. Y el esfuerzo del chico por comprender y darle un sentido moral al mundo, pese al hambre, pese al frío, y pese al terror.
Así, el auténtico andamiaje de La carretera es mucho más ambicioso de lo que parecía en un principio. El hijo encarna el Bien, el mundo entorno encarna el Mal, y la lucha del padre es la lucha por preservar el Bien frente a las fuerzas del Mal —incluso a veces frente a sí mismo— y por encima de su propia vida. El carácter de esta relación, que se puede rastrear desde Platón y por supuesto en la tradición cristiana, es patente en numerosos momentos. La insistencia con la que el padre le insiste al hijo en que ellos son los buenos, y deben evitar a los malos. Los momentos en que el niño pregunta si ellos siguen siendo los buenos, cuando observa que su padre realiza actos contrarios a la moral. El deseo del niño de alimentar y ayudar a todo aquel con el que se cruza. Especialmente, la comparativa explícita que el padre realiza entre el chico y la verdad de Dios, en un mundo en el que todo lo demás parece desvanecerse.
Cuando mueres es como si todo el mundo se muriera también (dice un viejo).
Supongo que Dios sí lo sabría ¿no? (dice el padre).
Dios no existe. […] Ni le cuento las cosas que he llegado a comer. Cuando vi al chico creí que me había muerto.
¿Pensó que era un ángel?
No sabía qué era. Pensaba que nunca volvería a ver un niño. No sabía qué iba a pasar.
¿Y si le dijera que es un dios? […]
Por la mañana en la carretera él y el chico discutieron sobre qué darle al viejo. Al final no obtuvo gran cosa. Unas latas de verdura y de fruta. […] Debería darle las gracias al chico, ¿sabe?, dijo el hombre. Yo no le habría dado nada.
Esta estructura sin duda nos es familiar y ha sido repetida una y otra vez en el cine y la literatura. Lo hemos visto en el western y en los comics de superhéroes. El príncipe, Blancanieves y la bruja mala. El Señor de los Anillos o la saga de Harry Potter. Sin embargo, la profundidad trágica con que McCarthy la presenta en La carretera, unida por supuesto a un talento descomunal para la escritura, hacen de esta novela un producto realmente inigualable.