No fue el dolor, sino el olor a carne quemada lo que la impulsó a retirar la mano de la vitrocerámica. Se arrojó a abrir el grifo y dejó que el agua helada fluyese sobre la mano chamuscada, como cercenándole la carne viva de la base de los dedos. Pulsó con la otra mano los botones del panel de la vitro hasta que la luz roja se fundió con el negro de la placa, pero el círculo carmesí siguió flotando ante sus retinas un rato más cada vez que cerraba los ojos.
Sacó el botiquín y revolvió hasta encontrar las vendas con las que cubrió toda la mano sin dejar de sorber por la nariz hasta que los últimos sollozos se extinguieron. Se permitió un minuto para secarse las lágrimas residuales con la camiseta y luego comprobó con la cámara frontal de su móvil que el lápiz de ojos seguía más o menos en su sitio. Se miró la mano vendada; una risa muda y siseante se le escapó por la boca al tiempo que la cabeza se balanceaba en una negación avergonzada.
Cerró con suavidad la tapa del portátil que reposaba junto al microondas. Con la mano buena sirvió la tortilla que había quedado abandonada en la sartén grande y la cortó en delgadas cuñas. Agarró el plato por un extremo antes de salir de la cocina, siguiendo el eco de las voces hasta el comedor.
—¡Ya era hora! ¿Has esperado a que la gallina pusiera los huevos? —exclamó Claudia mientras le quitaba la tortilla de las manos y la colocaba en el centro del mantel.
—No, pero he tenido que esperar a que creciesen las patatas.
—Pásame el vino, cariño —le pidió Abel, a lo que respondió acercándole la botella antes de sentarse.
—¿Qué te ha pasado en la mano? —Ane miraba sus vendas con los párpados muy abiertos—. Antes no tenías eso.
Ella se echó a reír cubriéndose la boca con la otra mano.
—Que soy imbécil, eso me ha pasado. ¿Te puedes creer que he ido a apoyar la mano al retirar la sartén del fuego y no se me ha ocurrido otra cosa que ponerla encima de la vitro encendida? Y lo peor es que he tardado un rato en darme cuenta.
Ane, sin cerrar un milímetro los ojos, giró la cara hacia Claudia, que comenzó a reír. Abel también soltó una carcajada y se llevó la palma de la mano a la frente.
—Amor, se acabó el vino por hoy —bromeó él alejando aún más la botella.
—Mara, estás fatal, criatura —declaró Ane.
—Lo sé. No todos podemos ser adultos cabales y libres como tú —replicó sin esforzarse en disimular la envidia que impregnaba la frase. Aun así, la sinceridad de la sonrisa que afloró en el rostro de Ane despertó un tenue bienestar en su propio pecho.
—Es verdad, Ane, ¿a ti cómo te va? ¿Tienes pensado qué hacer ahora con tu vida? —inquirió Claudia.
—No, aún lo estoy pensando —respondió con media sonrisa, recorriendo con el dedo el borde de la copa vacía—. La verdad es que llevaba mucho tiempo buscando una excusa para dejarlo todo y empezar de cero. Aún no me puedo creer que mi jefa me ahorrase el tormento de decidir y me diese el empujoncito que necesitaba. Se acabó el trabajo, se acabó el estar atada a una silla cada día, llegó el momento de hacer las cosas que nunca me había atrevido a hacer. Y, si os soy sincera, ahora que me estoy dando cuenta de que el alquiler se traga casi todos mis ahorros, me está tentando mucho mandar todas mis posesiones a tomar viento y lanzarme a recorrer el mundo en plan mochilera.
—Me encanta. —Claudia parecía tan ebria de vino como de emoción—. Estás haciendo lo que todos soñamos en el fondo, solo que tú le has echado valor para cumplirlo.
—Un gran golpe de suerte —declaró Abel—. ¡Vamos a brindar! ¿A quién le falta vino?
—A todos menos a ti, para variar. —Mara usó su propia copa para señalar la de Abel, la única que quedaba llena. Él le dio un beso veloz en los labios.
—Haber sido más rápidas.
Ella se levantó de la mesa con un suspiro.
—Vale, pedazo de vagos, voy un momento al súper a por otra antes de que cierren. —Se marchó mientras los demás celebraban su iniciativa aplaudiendo con sorna.
Salió con apenas unos euros en el bolso, suficientes para un vino medio aceptable. Aunque no había un alma en las calles y el único ruido que alcanzaba a oír era el de sus propias botas pisando la acera, se sentía embriagada por el recuerdo de varios momentos de aquella tarde, bañados con la calidez borgoña del alcohol. Aquella se convertiría en otra gran velada para recordar, estaba segura. La quemazón en su mano, en reacción al frío nocturno que atravesaba las vendas, la hizo reír en silencio.
Llegó hasta el edificio donde aquel andamio gigantesco cubría la fachada. Observó de lejos el rectángulo siniestro que quedaba bajo aquel armatoste, apenas un estrecho pasillo para los viandantes; lo observó con sus ojos de hacía cinco años, unos ojos llenos de miedo ante todo cuanto la rodeaba. La Mara del pasado, la supersticiosa, hubiese dado un rodeo y pasado por fuera adentrándose en la carretera, pero esa era la Mara de cuando el mundo aún era un lugar oscuro y hostil. Esa mujer ya no existía, había quedado reducida a un montón de cenizas amontonadas como un mal sueño del que ya había despertado. Así que sus pasos se dirigieron firmes hacia el pasadizo con el arrojo y la despreocupación de la nueva Mara.
Por eso la sobresaltó el filo metálico que surcó las tinieblas y se pegó a su garganta.
—Dame lo que lleves encima. —El olor repugnante del aliento le llegó a la nariz junto a las palabras de aquel hombre.
—Solo llevo algunas monedas —consiguió pronunciar. A cada mínimo movimiento de su garganta al hablar, la hoja amenazaba un poco más con sajar la piel.
No había nadie alrededor a quien pedir ayuda. Estaba sola con aquel desgraciado y la iba a matar.
—Cierra la puta boca y dame eso.
Ella no supo distinguir entre el momento en el que el hombre le arrancó el bolso de las mano y el violento empujón que la impulsó hacia las columnas del andamio. Cayó al suelo sobre un costado; se revolvió para localizar a su atacante, pero este se había esfumado.
Le temblaban las extremidades y le costaba dominar sus movimientos, pero temía que aquel asqueroso volviese. Se incorporó dolorida, pues la caída le había lastimado la cadera y le costaba apoyar el peso en la pierna derecha; aun así, echó a correr hacia casa con la mirada perdiéndosele por las esquinas desiertas y los portales oscuros. Giraba la cabeza hacia atrás cada pocos pasos mientras evocaba aquella noche de hacía décadas, cuando un extraño la había perseguido casi hasta su portal, o aquel otro día en el que había presenciado cómo un coche atropellaba a un muchacho; fue la primera vez que había visto la muerte ocurrir ante sus narices, pero no la última. Cuando el dolor de la ausencia de sus abuelos empezó a pinzarle en el corazón, se detuvo en seco y se llevó las manos a la cara. Todas aquellas sensaciones eran cosa del pasado, basura podrida, ruinas que no tenían cabida para la nueva Mara; no eran buenas para su salud, le absorbían las ganas de vivir y la envejecían un poco más cada vez que se filtraban hasta su pensamiento. Lo decían los médicos, lo habían repetido en todos los medios hasta la extenuación. Por eso mismo había decidido hacía ya cinco años que pondría fin a la tristeza y dedicaría el resto de su vida a ser feliz. Pero no tenía sentido haber tomado esa decisión para luego dedicarse a revivir los eventos desagradables de antes de su cambio de rumbo. No, prohibido pensar en el pasado, prohibido sufrir nunca más.
Cuando llegó a su calle ya había conseguido dejar de rememorar cosas incómodas. Lo único que importaba era el presente y el dulce recuerdo en el que se convertiría.
Desde la puerta de casa, oyó como la conversación del comedor se pausaba brevemente cuando los invitados la oyeron entrar.
—¡Ha llegado el vino! ¡Aleluya! —Se oyó la voz de Claudia.
Dejó el abrigo en el perchero y se asomó al marco de la puerta. Todos seguían sentados tal y como los había dejado. Alzó los hombros y agitó las manos vacías.
—No hay vino —declaró con una sonrisa—. Un tío me ha quitado el bolso. Me ha empujado y todo.
—¡Cariño! Pero ¿estás bien?
—¡Sí! No pongáis esa cara. Ha sido todo muy ridículo. Yo le decía que no llevaba apenas nada y no se lo creía. Estaba tan metido en su papel de maestro del crimen… Creo que él pensaba sinceramente que estaba dando el gran golpe que le iba a sacar de pobre. —No pudo evitar una leve carcajada al recordar el numerito de la navaja y lo rápido que había salido huyendo en cuando había tenido oportunidad—. Es que me imagino su cara cuando vea el bolso vacío con cinco euros de mierda al fondo y me parto.
Ane también rió.
—Mara, criatura, yo creo que te ha visto el bolso y ha pensado que eras una pija adinerada. Alguien debería hablarle a esa pobre alma de cántaro sobre las imitaciones chinas.
Continuaron la cena sin vino, pero el ánimo no decayó. Claudia no paró de deleitarlos con sus habituales chascarrillos mientras la tortilla iba menguando como las manecillas del reloj que avanzaban sin que nadie acusara su velocidad. Abel le guiñaba el ojo y le soplaba besos en cuando las demás se despistaban. Todo era tan idílico que sentía que la sonrisa no le cabía en la cara.
—Mi hermana ha decidido hacerse también la transfección en la amígdala —declaró Abel en algún momento de la noche.
Mara ya conocía esa información, así que observó en silencio la reacción de sus amigas. Ane sonrió con templanza y asintió despacio, mientras que Claudia asintió más enérgicamente frunciendo los labios en una mueca de aprobación.
—La has convencido, campeón. Eso o le hemos dado envidia —dijo.
—¿Ya no le da miedo? —preguntó Ane.
—Cualquier operación en la que tengan que, según sus propias palabras, «trastearle en el cerebro» le va a seguir dando mucho respeto, pero creo que la tasa de éxito y los testimonios de los que ya nos la hemos hecho han terminado de seducirla.
—Pues mira, me parece genial. Por mi parte, tengo claro que es la mejor decisión que he tomado jamás. Es increíble cómo ha mejorado mi calidad de vida; ahora me doy cuenta de que no sabía lo que era vivir feliz hasta que me hice la transfección.
—Yo igual. Estaba harto de decírselo: estando la ciencia tan avanzada, si te dicen que puedes dejar de tener recuerdos negativos el resto de tu vida a partir de ese momento, a cambio de pasar simplemente por quirófano, ¿en serio no te lo planteas?
—Y tanto —intervino Mara—. Mirad, no sé cuánta gente se la habrá hecho aquí en España, pero el otro día leí las estadísticas y en los países nórdicos ya se ha transfectado la amígdala un treinta y nueve por ciento de la población. Esto es una revolución para la salud mental a nivel mundial.
—Hablando de salud mental o de falta de ella —dijo Ane—, ¿no nos ibais a poner no-sé-qué vídeo de vuestra luna de miel? ¿Habéis preferido posponer la tortura?
—¡Es verdad! Antes lo estuve buscando y al final me olvidé —exclamó Mara.
—Ya lo busco yo. Mi portátil está en la cocina, ¿verdad? —Abel hizo el amago de levantarse, pero Mara se levantó más rápido y le impidió el paso con el brazo.
—Tranquilo, ya voy yo.
Entró en la cocina y, tras vigilar que nadie más entrara con ella, abrió el ordenador. No quería que Abel supiese que había descubierto sus vídeos privados. No entendía por qué a él no le gustaba enseñarle las grabaciones de cuando hacían el amor; más de una vez le había propuesto Mara verlas juntos, como un juego erótico entre los dos, y él se había negado alegando que le excitaba el acto de saber que estaba siendo grabado, pero que le incomodaba verlo después. Por este motivo, Mara había dado por sentado que su esposo borraba los vídeos después de grabarlos; por eso le sorprendió encontrarlos por accidente en una carpeta de su portátil, perfectamente ordenados y nombrados por la fecha en la que se grabaron. Recordó con una sonrisa que se había estado deleitando con el último, el del viernes pasado, mientras hacía la tortilla. Definitivamente, tenía que convencerlo para verlos juntos.
Solo como pequeño acto de rebeldía, pulsó la tecla de espacio para que el vídeo, que había pausado a la mitad y dejado abierto, siguiese reproduciéndose.
Observó a las dos personas interactuando en la pantalla. Él con la cara de Abel, ella con la suya propia, desnudos en una habitación idéntica a su dormitorio. Pero la sensación de desorden la abrumó; la secuencia que transcurría ante sus ojos, el sentimiento que le despertaba, no se correspondía con el vídeo que había estado viendo antes mientras preparaba la cena, ni con lo que había sentido con Abel el viernes pasado. No se correspondía con cómo lo recordaba. No detuvo el vídeo aunque las náuseas la revolvieran por dentro al mirar las sacudidas airadas del Abel de la grabación. A pesar de que la imagen parecía quemarle desde las pupilas hasta la nuca, miró fijamente las lágrimas de la Mara del vídeo, sus muecas y gritos de dolor, su sangre, y oyó sus súplicas hasta el final.
Cuando la pantalla se quedó en negro, Mara se levantó. Pulsó un botón y, en cuanto apareció el círculo rojo en la vitrocerámica, aplastó la palma de la mano sana contra él.
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Foto: Toni Oprea. Unsplash.