Yolanda Camacho: El infinito nos llama

El infinito nos llama. Libros Prohibidos

Dicen que todo tiene un principio. Si tuviera que decidir cuál fue el de esta historia, aquello que supuso el punto de partida para lo que vino después, me quedaría con la mañana de martes en la que esa señora mayor, una de las tantas que vienen a mi tienda para revelar fotos de sus nietos, me pidió una ampliación de 20×25 cm de un horripilante primer plano de un escarabajo.

Cuando digo que era horripilante, lo digo de verdad. Nunca en la vida me habría imaginado que un insecto pudiera ser tan feo visto de cerca. Aunque el problema, en realidad, no estaba en que fuera feo, que lo era, sino en que su rostro rezumaba maldad. Sé que no tiene ningún sentido, pero era exactamente eso lo que me transmitía: malicia, vileza, iniquidad. La mujer me hizo entrar en una página de internet para buscar la foto. Sabía que solo debía poner en el buscador «bichos de cerca» para que apareciera esa galería de fotografías de insectos que parecían haber sido retratados para sacarse el carné de identidad. O el de conducir. O tal vez el de la biblioteca. Algunos eran bastante bonitos; mucho más de lo que habría supuesto viéndolos a su tamaño natural. Había de todo: arañas, abejas, hormigas, ciempiés… Todos me parecieron simpáticos. Todos se me antojaron dignos de ser observados. Todos menos ese escarabajo, que me obligó a apartar la vista de inmediato.

—¡Ese! ¡Ese es! —exclamó la señora alborozada.

Le pregunté si necesitaba la imagen para algún trabajo del cole de sus nietos, porque no se me ocurría para qué otra cosa podría alguien querer imprimir eso. Pero ella sacudió su cabecita de cabello cano con vehemencia.

—No, hija, es para mí. Y la quiero grandecita. Que se vea bien. Y me vas a dar un marco también.

Así que eso hice, imprimir la imagen horrible en papel fotográfico de primera calidad y ofrecerle a la mujer un marco plateado y señorial que le pareció perfecto.

Le estuve dando vueltas al asunto durante un rato, pero el extraño incidente terminó diluyéndose en mi ajetreada rutina. Al fin y al cabo, el trabajo me desbordaba y estaba bastante acostumbrada a que los clientes hicieran pedidos extraños y particulares. Si algo había aprendido en el casi año y medio que había transcurrido desde que abriera la imprenta y tienda de fotografía era que los gustos de la gente resultaban, por así decirlo, de lo más variopintos.

No sé cuántos días pasaron hasta que vino ese hombre, el que regentaba la carnicería del barrio. Con cierto apuro me explicó que quería una foto de internet, y me preguntó si podía buscársela yo.

—Iba a descargarla yo con el móvil, pero no me aclaro con este trasto —se disculpó.

Y entonces dijo las palabras «bichos de cerca», y yo no pude evitar clavarle una mirada de asombro. Entramos en el enlace, el mismo de la otra vez, y eligió la monstruosa imagen del escarabajo. Fue más contenido que la anciana: la impresión que me pidió, también en primoroso papel fotográfico, fue tan solo de 15×20 cm. Y se llevó también un marco, uno de madera oscura, bastante sobrio. Se marchó de lo más contento.

La tercera persona interesada en el abyecto retrato del insecto fue una estudiante de arquitectura que solía venir a imprimir planos. Hacía bastante que no la veía, la verdad. Fue de mis primeras clientas habituales, pero habían pasado meses desde que me visitara por última vez. Se llevó una impresión a color, laminada en brillo, de 31×44 centímetros, montada sobre cartón pluma. La pondría en la pared, dijo.

Lo que más recuerdo de aquella tarde, por encima de la repulsión que me causó ver la grotesca faz del escarabajo a ese tamaño, fue que el resto de las personas que se encontraban en la tienda en aquellos momentos no parecieron extrañarse lo más mínimo. Incluso una de ellas, una mujer de unos cuarenta años aficionada a la fotografía submarina, dejó escapar un débil jadeo de admiración.

Esa mujer no tardó ni dos días en venir a pedir ella misma una ampliación de la foto. Nada menos que otro cartón pluma de 40×50 cm.

Desde entonces fue un goteo constante. Prácticamente cada día venía alguien a solicitar una impresión del escarabajo. Algunas más pequeñas, otras más grandes. Unas veces con marco, otras sin él.

Aquello no tenía ningún sentido. ¿Se habían vuelto todos locos en aquel pueblo? ¿Qué obsesión le había entrado a todo el mundo con esa imagen? ¿Quién en su sano juicio decoraría su hogar con semejante horror?

Claro que expresé mi desconcierto. Claro que sí. Me gusta ser discreta y no meterme en las decisiones decorativas de mis clientes, pero al final no pude evitar comentarlo. No sé exactamente lo que dije. Algo como: «Vaya, ha venido ya mucha gente a pedirme la misma foto. ¡Qué cosa más curiosa!» Algo así de inofensivo, expresado solo con la intención de que mordieran el anzuelo y me dieran parte de esa información que yo, en verdad, apenas había requerido. Pero no coló. La chica a la que se lo dejé caer se limitó a sonreír enigmáticamente y, acto seguido, se marchó, cargada con su cartón pluma de 70×100 cm. El más grande que había preparado hasta la fecha, por cierto.

Supongo que el ser humano fue diseñado con la capacidad de acostumbrarse a cualquier cosa. Aunque todo aquel absurdo del escarabajo me tenía de lo más intrigada, y cuando llegaba a casa por las noches le ponía la cabeza como un bombo a mi novia, que se tomaba el tema con bastante humor, al final terminé por habituarme. La gente seguía viniendo, sí. Seguían pidiéndome ampliaciones fotográficas, cartones pluma y en ocasiones hasta lienzos con la maldita foto, sí. No tenía ni idea de por qué lo hacían, no. Pero no podía hacer otra cosa que atender los encargos. Había visto la imagen del escarabajo tantas veces que ya ni siquiera me daba asco. Bueno, miento. Sí me lo daba. Pero bastante menos que antes.

Hasta estuve a punto de imprimir yo misma una lámina del bicho y colgarla en la pared con los trabajos de exposición. Total, era muy popular. Si quedaba alguien en el pueblo que todavía no se hubiera hecho con el retrato, tal vez verlo en la pared le serviría como empujoncito para decidirse. Pero luego deseché la idea. Si en aquella localidad nadie tenía el menor gusto a la hora de decorar su casa, ese era su problema; yo no pensaba alimentarlo.

Una mañana, varias semanas después, vino a verme un matrimonio de mediana edad que se encargaba de una asociación cultural cercana. Era la primera vez que los veía, aunque sí conocía la existencia de la asociación. Llevaban a cabo sus actividades en una planta baja situada a un par de manzanas. El local funcionaba como una suerte de cajón de sastre de actividades: hacían de todo. Desde cuentacuentos para los niños los fines de semana a talleres de pintura para la tercera edad, pasando por clases de yoga o repostería creativa. Me expresaron su necesidad de imprimir varias cosas: tarjetas de visita, folletos, carteles… Hasta ahora, me explicaron, lo habían hecho todo con una imprenta del polígono, pero llevaban una temporada bastante descontentos con los resultados y querían cambiar. Varios de sus habituales habían hablado bien de mi negocio; por eso estaban allí.

Me ofrecí a prepararles un presupuesto de todo lo que necesitaran, pero la mujer no tardó en cortarme:

—¿Podría usted acercarse al local a última hora? Mire, aunque la asociación es nuestra, actuamos como un todo y no nos gusta tomar decisiones por nuestra cuenta. Somos uno, ¿entiende? Así es como mejor funcionan las cosas. Podríamos llevarnos el presupuesto y estudiarlo y ya está, pero a mí me gustaría que viniera usted y hablara también con los demás.

Parpadeé, confusa. A estas alturas había trabajado ya para muchas empresas y organizaciones y nunca se había requerido de mi presencia física. Siempre había alguien que se encargaba de transmitir la información, hacer los trámites y actuar como portavoz. Era lo habitual.

—Pues, a decir verdad…

Iba a protestar, aunque aún no sabía de qué forma. No obstante, me interrumpí.

Era todo un poco raro, desde luego. Pero si era cierto que necesitaban tantas cosas y que hasta ahora siempre habían acudido a una imprenta del polígono, aquello podía ser muy bueno para mí. Me convienen ese tipo de clientes, esos que hacen encargos con cierta continuidad y pueden hablar bien de mi trabajo a mucha gente. Así que reflexioné durante un escaso par de segundos y suspiré.

—Sí, claro. Cierro a las ocho, podría pasarme por allí entonces.

Los dos sonrieron satisfechos y se marcharon.

Hacía frío aquella noche. Caminaba deprisa y no dejaba de preguntarme por qué había accedido a visitarles en el local, con lo tarde que era y lo cansada que estaba. Además, seguro que aquello se alargaría. Todas las negociaciones se alargan cuando hay mucha gente implicada.

—¡Hola, bonita! —La señora mayor que me había dado a conocer la foto del escarabajo con esa primera ampliación de 20×25 cm me saludó efusivamente tras abrir la puerta—. Pasa, anda. Este local es un poquito frío, pero aun así estarás mejor que en la calle.

Entré en una estancia amplia con varios espacios delimitados por biombos. A simple vista pude reconocer útiles de diferentes talleres: los atriles y lienzos de las clases de pintura, esterillas multicolores para el yoga y el pilates, cajas llenas de juguetes y artículos de disfraces que, sin duda, empleaban en los cuentacuentos. Me invadió, no obstante, una sensación de cierto abandono, como si nada de aquello hubiera sido utilizado recientemente.

El matrimonio encargado apareció desde detrás de unas cortinas negras que se abrieron como fauces al fondo de la habitación.

—¡Bienvenida! Pasa por aquí, por favor. Estamos todos reunidos y con muchas ganas de hablar contigo. —El hombre parecía muy feliz.

—Además —añadió la mujer—, vas a poder ver uno de los desastres que nos hizo la otra imprenta.

—Bueno, uno de los desastres no: ¡el último desastre! Después de eso mandamos al encargado a paseo. Quedamos muy descontentos.

Sonreí, un poco aturdida, y me dejé empujar por ellos hacia las cortinas negras.

Nada podría haberme preparado para lo que vi.

La estancia, mucho más amplia que la otra, estaba llena hasta los topes de habitantes del pueblo, todos ellos modosamente sentados en sillas plegables. Se encontraban de espaldas a las cortinas, pero ello no impidió que decenas de ojos se clavaran en mí en cuanto puse un pie en el interior. Las paredes de estuco estaban pintadas de negro, a diferencia del blanco sucio de la habitación precedente. El estrecho pasillo que discurría entre los asientos y que dividía el espacio en dos como una cuchillada, conducía inexorablemente a una especie de altar presidido por un retrato enorme, gigantesco, de un escarabajo que a estas alturas conocía muy bien.

Un retrato, por cierto, bastante borroso.

—¿Has visto? —señaló el hombre—. ¡Se ve fatal! El sinvergüenza nos dijo que la calidad de la foto no daba para más, que habíamos pedido una ampliación demasiado grande. Pero, digo yo, ¿eso no podría haberlo pensado antes? ¡No nos costó barato! ¿Le parece normal a usted hacer un trabajo sabiendo que va a salir mal?

Comenzaba a invadirme un sudor frío que se adhería a mi piel como una pátina pegajosa y desagradable.

—No, no me parece normal —respondí, con un hilo de voz—. Yo les habría advertido.

Mis ojos se movían frenéticos por la habitación. Desde las miradas esperanzadas de los presentes hasta los recortes de periódico que adornaban las paredes, los cuales no alcanzaba a leer. Y, finalmente, se detuvieron en una cartulina blanca que, colgada encima del malogrado retrato del insecto, gritaba su mensaje: EL INFINITO NOS LLAMA.

La frase se grabó a fuego en mi mente.

No era la primera vez que leía esas palabras. No era la primera vez. ¿Dónde las había leído o escuchado antes?

Y entonces, súbitamente, lo supe.

Aquel suicidio colectivo. Aquel suicidio que había sacudido todos los periódicos y noticiarios hacía ya más de diez años. ¿O hacía todavía más tiempo? Un montón de personas —creo que más de treinta— se quitaron la vida una noche de verano. Formaban parte de una secta, o eso se dijo. Una secta que les había metido en la cabeza que debían morir para trascender. Para escapar de sus cuerpos —que solo eran corazas— y permitir que unos seres superiores recogieran sus almas para llevarlos a otra dimensión… en una nave espacial.

Había sucedido en un pueblo cercano. Sí, ¿verdad? ¿O no se trataba de ningún pueblo cercano, sino de aquel mismo, aquel en el que me encontraba? ¿Esa localidad en la que había decidido montarme la tienda porque los alquileres eran absurdamente baratos?

Varias manos me empujaron a lo largo del pasillito. En apenas unos segundos estuve bajo el retrato mal impreso y la cartulina.

—Mira, un cartel bien bonito con nuestro lema, por ejemplo, también nos gustaría tener. Este lo hice yo misma con unos rotuladores, pero solo en plan provisional —comentó la mujer.

Mis ojos estaban fijos en la foto. En el rostro malévolo del insecto.

—¿Quién es? —pregunté.

El matrimonio se echó a reír.

—Oh, solo es un bicho. Pero es que nos recuerda muchísimo a Nuestra Líder, que siempre nos visita en sueños. Obviamente, nunca hemos podido hacernos con un retrato suyo, pero el marido de Adelaida, que es muy aficionado a la fotografía campestre, nos contó que vio esa imagen por internet y que se parecía asombrosamente a Ella. ¡Y es verdad! Sabemos que no es Ella, claro. Lo sabemos. ¡Pero es igualita!

—No viajaremos hasta agosto, ¿sabe usted? Y todavía falta un tiempo para eso —explicó el marido—. Pero ahora, al menos, podemos tenerla presente como toca. Adorarla como se merece.

—Exacto —ratificó la anciana, la del 20×25.

—Eso es —entonaron varias voces entre el público.

Una mano asió mi brazo con firmeza.

—Nena. —Era una mujer que se había levantado en la primera fila. La conocía. Llevaba una tienda de composturas en la misma calle donde se encontraba mi imprenta—. ¿Nos harás la foto bien hermosa? ¿Quedará bonita?

Tragué saliva de nuevo con dificultad. Tenía la garganta seca y el corazón me latía furiosamente.

—Igual tendré que hacerla un poquito más pequeña —respondí, estudiándola con detenimiento—. Así no se emborronará tanto. Creo que quedará bastante mejor.

—¡Muy bien! —exclamó alguien, y de pronto todos los asistentes empezaron a aplaudir.

Me relamí los labios con impaciencia.

«Respira —me dije, tratando de calmarme—. Respira».

Estaba claro que dejarían de hacer encargos cuando se marcharan. Pero para eso todavía faltaban meses. Y, después de todo, siempre está bien tener trabajo y clientes nuevos, ¿o no?

«Por supuesto —me convencí—. Por supuesto que lo está».

Yolanda Camacho

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Foto de portada: Alan Emery. Unsplash.