Fani Álvarez: Semilla de oscuridad

Semilla de oscuridad. Libros Prohibidos

Al abrir los ojos todo era bruma. Un lejano palpitar en los brazos y en la cabeza. Y un siseo. Dygo no comprendió el origen de aquel sonido hasta que intentó mover la mano izquierda. Sintió todo su cuerpo arder, hasta sus ojos. Los abrió y cerró varias veces, procurando no prestarle atención al escozor. Apoyó la mano izquierda en la hierba, en un intento de levantarse, pero resultó inútil. Era como si la sangre lo abrasara por dentro.

La bruma parecía disiparse, tanto la que veía como la de su mente. ¿Por qué había salido mal? Lo habían calculado todo: la posición de la Estrella del Norte, el quinto día del ciclo lunar, la sangre… Él le había salvado la vida a Drëvos, y Drëvos se la había salvado a él… ¿Drëvos? ¿Qué había sido de él?

Intentó girar la cabeza para buscar al emperador, pero no logró avistarlo. Muy lentamente se fue incorporando, aguantando como pudo las sacudidas de dolor que lo azotaban. La hierba a sus pies estaba chamuscada, aunque no salía humo del suelo. Ni de su cuerpo. Oteó la pradera hasta encontrar un bulto unos metros a sus espaldas. Caminó hacia él temeroso. Conforme se acercaba, se daba cuenta de que se trataba de un cuerpo inmóvil. Los pantalones de piel marrones, la camisa blanca y el chaleco, todo hecho jirones, dejaban entrever unas horrendas heridas.

—Drëvos…

El rostro pálido, casi níveo, y la falta de brillo de los ojos azules confirmaron su sospecha. Una nueva ola abrasadora se propagó desde su brazo izquierdo hasta alcanzarle el pecho y la cabeza. Gimió y se llevó instintivamente la mano al brazo. Notó aún más dolor y un tacto blando y rugoso. Bajó la mirada a sus extremidades y ahogó un grito. Su brazo izquierdo estaba cubierto de heridas hasta más arriba del codo, mientras que el derecho solo tenía algunos rasguños, más discretos. No parecían exactamente heridas, sino más bien su propia carne, al rojo vivo, palpitando y segregando un líquido viscoso que le caía por los codos. No sangraba, pero cuando se fijó más detenidamente, sus venas habían tomado un color negruzco. Se dio la vuelta, sin saber muy bien qué hacer ni a dónde ir.

Buscó sus cosas, o al menos lo que quedaba de ellas. Se dio cuenta de que a su espada estaba el Nageam Lyr, el libro de hechizos de sangre que habían usado. Lo examinó. Había quedado prácticamente destrozado: solo parte de la encuadernación y algunas hojas se habían salvado. El resto se agitaba con la brisa, calcinado. Las promesas de una vida eterna se habían esfumado y destruido como todo a su alrededor. El hechizo de longevidad no había funcionado y ahora él era el único superviviente. Si es que a eso se le podía llamar sobrevivir.

Dalannia quedaba a casi un día de aquella llanura. No podía quedarse allí a esperar la muerte, así que se orientó hacia el norte y echó a andar. Cada paso que daba le hacía darse cuenta de dos cosas: que el dolor abrasador no parecía mitigar, lo que le hacía caminar encorvado; y que la hierba se marchitaba a su paso, caía rendida, ennegrecida y sin vida bajo sus pies. Cada flor que moría acrecentaba su miedo y, por más que lo intentaba, no podía evitar mirarse también las manos y los brazos. Una impotencia lo ahogaba al darse cuenta de que las deformidades en que se habían convertido las heridas se extendían. Tragó saliva y se obligó a continuar.

Muchas horas de camino después, avistó la atalaya del puesto de control al sur de Dalannia. No era la más alta, pero contaba con una firme estructura de madera de roble telnemeño. En su puerta se apostaba un guarda imperial. Era uno de los soldados que formaban parte de su escuadrón cuando aún era general del ejército. El joven, tras fijarse en él con horror, lo reconoció.

—¡Mi señor! —exclamó y corrió a socorrerlo —¿Qué le ha ocurrido, mi señor?

Notó que la mano izquierda le vibraba, como si despertara de un prolongado letargo. Su corazón latía con intermitente fuerza, recobrando por momentos la vida. Hasta su magia parecía dar señales de nuevo. La magia. Miró al joven y las vibraciones se propagaron hasta su cabeza. Pudo sentir la energía del joven soldado, pudo respirar su vitalidad.

—Mi señor, ¿se encuentra…?

La voz del chico sonó temerosa. Siguió la dirección de su asustada mirada y vio que los dedos de la mano izquierda habían adquirido el mismo color de sus venas. Y palpitaban. Palpitaban llenos de la energía que le quedaba. La vibración se extendía con tanta fuerza que creía que la cabeza estallaría. Se sentía sediento. Sus dedos se sentían sedientos y la única forma de calmar su sed era aquel muchacho.

Estiró la mano hacia el pecho del soldado, el cual lo miró con un miedo acuciante que se desbordaba por sus ojos verdes. Al tocar la cota de malla del chico, un agradable cosquilleo le recorrió el brazo. Podía sentir el latir del joven corazón, rebosante de energía. Notó cómo sus dedos ennegrecidos, de aspecto putrefacto, perdían su forma y atravesaban la cota de malla. El terror del soldado se intensificó y se transformó lentamente en dolor.

Sentía los dedos ingrávidos, maleables, expandidos dentro del pecho del joven, buscando la fuente de esa preciada energía. Se relamió los labios, saboreando el momento hasta que agarró algo en su interior: el joven corazón latía con fuerza entre sus dedos. Solo tuvo que apretar.

El rostro del chico se contrajo en una horrenda mueca de pánico. El aliento le salía apresurado de la boca. A pesar de su olor acre, no pudo resistirse y, mirándolo a los ojos, aspiró el último hálito del chico mientras el corazón se secaba entre sus dedos. La energía, nueva y extraña, recorría su brazo, sus venas, su pecho y se instalaba en su propio corazón. La debilidad de momentos anteriores se le antojó lejana, histórica. Sacó la mano con brusquedad, todavía palpitante. Y el cuerpo del chico cayó fulminado.

Se incorporó con lentitud. Había recuperado fuerzas, aunque no se sentía completamente renovado; aún percibía un vacío que le hacía sospechar que solo aguantaría unas horas más. Se miró las manos: su piel había perdido la tonalidad bronceada de siempre y palidecía por momentos. Sus venas en cambio, seguían teniendo esa negrura que las hacía resaltar entre las deformes heridas. Miró hacia el suelo y una punzada en el pecho lo pilló por sorpresa. ¿Qué había hecho? ¿Qué clase de atrocidad había sido capaz de llevar a cabo? Empezó a temblar y a sudar por la culpa de haber matado a aquel pobre chico inocente. Se alejó dando tumbos de la torre de vigía y el cuerpo inerte.

Tenía que llegar a Dalannia, quizá allí algún sanador pudiera ayudarlo. Aún le quedaban unas horas de camino por delante, por lo que fue todo lo rápido que sus renovadas fuerzas le permitían.

A poca distancia ya de la ciudad, los afilados tejados de las casas y los edificios principales perfilaban el cielo, que brillaba con la luz de la mañana. El torreón del templo de Maghabe, cuya cúpula simulaba una llamarada, se elevaba altivo entre sus semejantes.

La llegada del amanecer había traído consigo también más debilidad y temblores. Se sentía falto de energía, a pesar de que él siempre había sido un soldado capaz de aguantar días sin probar bocado, viajando de aldea en aldea. Hasta su magia parecía abandonarlo con el aliento que salía de sus labios. Volvió a mirarse las manos. Cada vez se iban tornando más pálidas y el contraste con sus venas era más evidente.

Entró por la puerta sureste y caminó con dificultad por sus calles, llenas de polvo y tierra del camino convertida en barro de aguas residuales. Conforme se acercaba al centro de la ciudad, todo su cuerpo temblaba de deseo. Podía oler y sentir los corazones de la gente que se cruzaba, inconscientes de la sed que tenía. No, no podía volver a hacer lo que le había hecho a su antiguo subordinado, no lo permitiría. Pero aquellos latidos se le metían en los oídos y le retumbaban en la cabeza como una tormenta mandada por la diosa Aqhare.

La gente se le quedaba mirando. Algunas madres apartaban a sus hijos cuando lo veían y aceleraban el paso. Tenía que llegar a casa y esconderse hasta que pudiera buscar un sanador. Era día de mercado y de los puestos de carne o pescado corrían regueros de sangre y desperdicios animales que se metían entre los adoquines. Todos esos olores se mezclaban y le llegaban intensificados, nauseabundos. La gente aglomerada en la plaza desprendía también un olor que se le hacía irresistible. Intentó apartar ese instinto feral que lo dominaba y se desvió por las calles paralelas, rodeando la plaza para evitar tener que cruzarla. Tardó más del doble en llegar al barrio de los curtidores, donde vivían su mujer y sus hijos, y donde había vivido él antes de convertirse en consejero del emperador Drëvos. Las casas de esa calle eran muy similares, pero la suya tenía las ventanas de madera más oscura y las esquinas estaban reforzadas con piedra.

Los postigos estaban echados, por lo que supuso que los niños estarían en la escuela y su mujer en el taller. Entró usando una llave que tenían escondida en el candil de la entrada. Todo estaba tranquilo dentro. Se acercó a la mesa, donde había una maceta con nialáceas y un paquete envuelto en papel y cuerda. Al extender la mano para inspeccionar el paquete, vio que las flores caían lánguidas, marchitas sobre la mesa. Era lo mismo que le había pasado con la hierba cuando despertó. Preocupado, se alejó de la mesa, mareado. Se topó con la pared y se dio la vuelta, asustado. El espejo de cobre bruñido de la entrada le quedó enfrente, mostrándole su aspecto. Ahogó un grito al contemplarse: su piel no solo se había vuelto blanca por la zona de las manos y los brazos, sino que la palidez se había extendido por todo su cuerpo y había alcanzado la cabeza. Su rostro, atractivo en otro tiempo, ahora estaba surcado por heridas similares a la de su brazo izquierdo. Las cicatrices nacían desde su sien izquierda y atravesaban la mejilla hasta llegar por debajo de la nariz y la barbilla. En su lado derecho, tan solo un par de monstruosos surcos tachaban su mandíbula y la comisura del labio. Pero lo que lo aterró fueron sus ojos. Brillaban con un fulgor azul que parecía arder desde el interior de sus pupilas. De hecho, no se distinguía otra cosa que no fuera aquella llamarada color índigo.

Escuchó ladridos afuera.

—¿Qué te pasa, Sanko? ¿A qué vienen esos ladridos? —Era la voz de su mujer.

Al poco, sus pasos se escucharon en la sala. Sanko empezó a ladrar y tirar de la correa con la que lo sujetaba su mujer.

—¡Dygo! —exclamó ella al verlo, pero cuando se giró, su rostro se contrajo en una mueca de horror—. ¿Qué te ha…?

El perro empezó a llorar y aullar, forcejeando con la mujer hasta que finalmente logró soltarse y huir con el rabo entre las patas.

Dygo se sentía exhausto, como si soportara un gran peso sobre sus hombros. Su perro había huido despavorido, las flores morían cuando se acercaba y su esposa también huiría si no se tratase de él. La mujer se llevó una mano temblorosa a la boca y sus bellos ojos color miel tenían una expresión que nunca había visto y nunca creyó que vería en ella. Las lágrimas que se acumulaban en ellos le otorgaban a su mirada un aire aún más desesperado.

—¿Qué te ha pasado? —le preguntó acercándose a él.

Toda la fatiga parecía golpearle por momentos, haciendo que le costase respirar. Y aquel olor. Aquel olor se le hacía tan irresistible. Cada respiración acrecentaba la vibración que sentía en su cuerpo al percibir los latidos suculentos y deliciosos de su mujer. No. No podía hacer eso. Antes preferiría morir. Su esposa lo tomó de las manos y el dolor que sintió le resultó insoportable. Sus deformes brazos quemaban al contacto con su mujer y aquella osadía le enfureció.

—¡No me toques! —gritó y al ver la cara pálida y aterrada de ella, intentó recomponerse.

Se dio cuenta de que su mujer se fijaba atenta y temerosa en sus ojos. Él los sentía arder.

—Tus ojos…

No podía soportar aquella mirada. Tampoco el repentino dolor que le había provocado su tacto. Cayó deslizándose por la pared, jadeante, mareado. Su mujer se arrodilló para socorrerlo. Aquel olor otra vez. Aquel palpitar enérgico. Aquel temblor en sus dedos. No pudo soportarlo más.

El rostro delgado y hermoso de su mujer se retorció de dolor. Ya tenía la mano posada sobre el pecho de ella; sus dedos se extendían por su interior en busca de ese latir que tanto anhelaba. La de ella era una energía más poderosa, propia de la magia que también la habitaba. Penetraba indómita en sus manos. Una lágrima caía por la mejilla de la mujer mientras su aliento viajaba desde su cuerpo hasta él.

Retiró la mano. Ya estaba hecho. El cuerpo inerte de su esposa se derrumbó, golpeando la madera del suelo con un ruido seco. Ebrio de vitalidad, se levantó y, al hacerlo, se vio reflejado de nuevo en el espejo. Su palidez ya era prácticamente absoluta y hasta parecía disimular algo sus heridas. Sus ojos refulgían como dos llamas puras, con una vivacidad que daba la impresión de que podrían quemarlo todo. El azul de aquel brillo, ahora más intenso, tenía algo de tétrico. Como el resto de su ser.

De repente, el recuerdo de los ojos de su mujer al mirarlo por última vez lo atrapó. Cuando la vio en el suelo, tuvo que reprimir un grito de repulsión. Se agachó para sostener su cuerpo inerte y lloró sin consuelo. ¿Cómo podía seguir viviendo tras haber cometido semejante atrocidad? Se miró las manos y comprendió que él mismo era un monstruo. Buscó un cuchillo en la cocina. Acabaría con todo, evitaría aquel sufrimiento. El dolor penetró en él al hincarse la hoja, pero no fue lo único que sintió. Notó su propia magia revolviéndose en su interior, extraña, ajena. Miró la herida reciente y vio como esta cicatrizaba y consumía la poca energía que le quedaba. Se sacó el cuchillo y una nueva cicatriz lucía en su pálido pecho. Se levantó, horrorizado, y miró a su alrededor, sin saber qué hacer. ¿Acaso no podía morir?

Fuera como fuese, no podía quedarse allí, tenía que marcharse antes de que alguien viera lo que había pasado. Se incorporó, salió de la casa y corrió por las calles sin importarle que la gente lo mirase o que los animales salieran despavoridos. Correr era ahora su objetivo. Correr y desaparecer.

Decidió regresar a la atalaya para comprobar si el soldado tenía alguna posesión de valor que pudiera servirle. Cuando entró en la torre, encontró en la estancia principal un macuto y un pequeño arcón. Revisó el cofre y encontró mantas y telas para vendajes. También había un saco con utensilios de cocina.

—Señor…

Se giró bruscamente, asustado, y tropezó con una esquina del arcón. No pudo creer lo que vio. Su voz era más grave, casi espectral, pero su aspecto no engañaba, a pesar de la palidez extrema de su piel, del rostro cadavérico, de su olor a podredumbre o de sus andares torpes. A pesar de sus ojos. Ahora ya no eran verdes, sino que brillaban negros, llenos de oscuridad y de vacío.

«No puede ser…», pensó al asimilar que el soldado que había matado estaba frente a él y lo miraba con devoción. El joven hincó una rodilla en el suelo y clavó sus oscuros ojos en él, como si fuera una aparición o uno de los dioses superiores.

—Estoy aquí para servirle, mi señor.

Fani Álvarez

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Foto: Peter Forster. Unsplash